Grimya permaneció en silencio unos momentos.
—¿Quieres decir que deseas que venga con nosotras? —preguntó al cabo.
—Sí, quiero que venga con nosotras. No es sólo por él; es por mí también, aunque eso es algo que no creo comprender del todo aún. Y tal vez..., bueno, no puedo estar segura, pero quizás es también por tu bien.
—Nnno lo comprendo, Niahrin. —La loba bajó la cabeza—. Yo no quiero que venga; me da miedo.
—¡Oh, Grimya!
A Niahrin le dolía interiormente su imposibilidad de explicar a nadie, y mucho menos a esta amable amiga con su claro y directo razonamiento, la naturaleza del poder que había guiado sus manos sobre el telar y guiaba su mente ahora. Aquel poder había colocado una responsabilidad sobre sus hombros, y ella no podía rehuirla. Fuera lo que fuera lo que la aguardaba, ella debía llevarlo a cabo. —Querida mía —su voz era dulce—, por favor ten paciencia con tu amiga Niahrin. Me parece que en esto estoy tan impotente como tú. Pero sí sé una cosa: Perd tiene que venir con nosotras, porque negarle esto significaría negarle la esperanza. Y eso es algo que no le haré a ningún ser vivo.
Nubes grises empezaban a acumularse por el noroeste, y Niahrin calculó que en menos de una hora empezaría a llover. Se alegró de ver la mole de Carn Caille frente a ella, y se alegró doblemente —aunque eso fue acompañado de una sensación de culpabilidad— de que, después de todo, Perd no las hubiera acompañado en esta última parte de su viaje. El anciano había desaparecido en algún momento durante la noche mientras ella y Grimya dormían, llevándose la mitad de sus raciones y sin dejar ninguna
pista sobre la dirección tomada.
Niahrin deseó fervientemente que no hubiera regresado a Carn Caille. En realidad, el que no hubiera realizado ningún otro intento de atacar ni a Grimya ni a ella misma antes de abandonar el campamento sugería que seguía aún en un estado mental relativamente lúcido, de modo que con un poco de suerte era posible que tuviera el sentido común de evitar la fortaleza al menos por el momento. Grimya no ocultó lo que la satisfacía verse libre de él, y así pues habían iniciado la marcha con una sensación de alivio.
Pero, aunque Perd estaba ausente, Niahrin no dejó de pensar en él. Durante todo el día, mientras empujaba la carretilla por la carretera, había ido rumiando sobre el enigma de las incoherentes revelaciones del anciano. Seguían siendo tan incomprensibles a la luz del día como lo habían sido en la oscuridad de la noche, y la actitud de Grimya era un enigma más. Era comprensible que sintiera una fuerte antipatía por Perd a la vista del odio declarado de aquel hombre contra los de su raza, pero esto iba más allá de la simple enemistad y Niahrin no podía dar con la causa.
Grimya no ayudaba en nada: se limitaba a negarse a discutir la cuestión, y Niahrin acabó por dejar de lado sus meditaciones para concentrarse en la carretera.
Carn Caille se perfiló más cercana, y ahora la bruja percibió el cambio en el aire y el enfriamiento del viento que anunciaba lluvia. Apresuró el paso, disculpándose ante Grimya por las molestias provocadas por el traqueteo, pero la loba no respondió. Tenía los ojos fijos en la fortaleza y parecía como si intentara acurrucarse aún más en el interior de la carretilla, como si quisiera ocultarse de lo que la esperaba más adelante.
Se encontraban apenas a cien pasos de las abiertas puertas de acceso cuando se produjo un veloz movimiento en el interior y salió una mujer a caballo. Grimya lanzó un extraño gritito, al tiempo que erguía las orejas con ansiedad, para luego dejarse caer nuevamente en el interior al descubrir que el jinete era una desconocida. Niahrin, sin embargo, la reconoció al instante.
—¡Es la reina! —exclamó, con la voz teñida de sorpresa y alegría, y, al ver acercarse el caballo, se apartó a un lado del camino y realizó una reverencia.
La reina Brythere iba ataviada para galopar, con una falda pantalón de lana, botas de piel y un abrigo de cuero bien cerrado alrededor de la delgada garganta. Llevaba la cabeza descubierta y los cabellos de color rojo dorado sujetos hacia atrás en una severa cola. Cuando la tuvo más cerca, Niahrin pudo ver la expresión de su rostro —una extraordinaria mezcla de infelicidad, temor y determinación—, y una serie de preguntas sin respuesta se amontonaron en la mente de la bruja. La reina parecía enferma, enferma y aturdida. Su piel había perdido el color, los ojos mostraban profundas ojeras, y las manos que sujetaban las riendas estaban pálidas y delgadas como las de un fantasma.
El caballo —una yegua blanca— aminoró el paso al llegar junto a ellas, y Brythere bajó la mirada. Frunció un poco el entrecejo ante la peculiar visión de una mujer tuerta y un lobo en una carreta, pero Niahrin tuvo la clara impresión de que la reina había advertido su presencia de una manera periférica y que los pensamientos de la soberana estaban inflexiblemente fijos en otro punto. La bruja le dedicó una respetuosa reverencia y, recobrando el dominio de sí misma, Brythere le dedicó una sonrisa distraída y ausente como respuesta, antes de espolear su montura y girar en dirección al
sur y las tierras desnudas que bordeaban la tundra.
—Sin escolta, blanca como una enferma, y con una expresión en los ojos como si le acabaran de decir el día de su propia muerte... —Niahrin no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que Grimya se volvió para mirarla, indecisa.
—No esss una mujer feliz —dijo la loba—. ¿Adonde crees que iba?
—Sólo la Madre lo sabe. —Niahrin dirigió una rápida mirada al amenazador cielo—. Pero si tiene intención de cabalgar lejos todo lo que obtendrá será quedar empapada. De todos modos, eso es cosa suya; yo no soy quién para cuestionar lo que decida hacer la reina. —Volvió a empujar la carretilla hasta la carretera y se puso en marcha en dirección a las puertas de la fortaleza.
Ante su sorpresa, y con gran alivio para Grimya, las esperaban. En cuanto la bruja empezó a contar su historia, el guarda de la puerta interrumpió sus explicaciones y le indicó que pasara. Al parecer, el rey Ryen había dado instrucciones a sus centinelas para que aguardaran la llegada de alguien procedente de los bosques acompañado de una loba domesticada. Y, sí, la marinera de nombre Índigo estaba allí, junto con su prometido. Al escuchar esto Grimya emitió un sonido ahogado pero se controló enseguida, temerosa de revelar su secreto. El guarda pidió a Niahrin que esperara mientras iba en busca de alguien que las acompañara, y, en cuanto se hubo alejado lo suficiente para no poder oírlas, la cabeza de la loba giró hacia Niahrin.
—Di... dijo... prometido. —Había temor y confusión en su voz—, ¡Índigo no está prometida! ¡No está prometida a nadie! No puede, no podría...
—¡Chist! —advirtió Niahrin—. ¡Silencio, o alguien podría oírte! —Posó una mano sobre la cabeza de Grimya para tranquilizarla—. Escucha, cariño, me parece que hay muchas cosas que no sabemos aún, y lo más probable es que el centinela se haya equivocado. Ten paciencia un poco más y averiguaremos qué sucede.
Las primeras gotas de lluvia empezaban a caer cuando regresó el centinela. Lo acompañaba un hombre de cabellos castaños que Niahrin reconoció al instante como un bardo.
—Señora... —El joven vaciló un instante, pero, si el rostro desfigurado de la bruja lo desconcertó, tuvo la suficiente presencia de ánimo para disimular su reacción. Hizo una reverencia, y Niahrin vio que la evaluaba rápidamente no tan sólo a nivel físico—. Sé bienvenida a Carn Caille. Soy Jes Ragnarson, bardo del rey Ryen.