—Yo soy Niahrin —repuso la bruja.
—Sí; sí, he oído hablar de ti. —Sonrió—. Tu nombre y reputación son muy respetados por los de mi profesión al igual que por los de la tuya.
Sus palabras sorprendieron a Niahrin, quien lanzó una carcajada gutural.
—Bueno, no fingiré no sentirme halagada, Jes Ragnarson. —Señaló la carretilla—. Y ésta, como creo que ya sabes, es Grimya.
El bardo contempló a la loba unos segundos, y luego asintió.
—Hay aquí dos personas que estarán muy contentas de verla. —Se volvió otra vez hacia la bruja y le dedicó una segunda y escudriñadora mirada—. Y unas cuantas más que también estarán contentas de verte a ti. —Y, antes de que Niahrin pudiera indagar sobre tan peculiar afirmación, sus modales cambiaron de nuevo y levantó los ojos hacia el gran cuadrado de cielo enmarcado por las murallas de Carn Caille—. La lluvia arrecia; ¡has llegado justo a tiempo! Ven, pongámonos a cubierto antes de que empiece el aguacero. Vuestros amigos os esperan.
Abandonaron a toda prisa el exiguo refugio del arco de la puerta y atravesaron el patio hasta una puerta del lado oeste de la fortaleza. Niahrin vio rostros en las ventanas que los contemplaban con interés; luego franquearon la puerta y se encontraron en un salón espacioso y sorprendentemente cálido, del que partían dos amplios pasillos. Varios criados se detuvieron para dirigirles miradas curiosas; uno o dos, al ver la carretilla y la loba, sonrieron. Jes Ragnarson las condujo por el pasillo de la izquierda, a través de una sala enorme y vacía en la que resonaron sus pisadas —Niahrin supuso que se trataba de una sala de reuniones o algo parecido—, y finalmente hasta la puerta de una antesala. Llamó a ésta; durante un momento todo permaneció en silencio, pero al cabo la puerta se abrió desde adentro.
Niahrin pudo ver el interior de la habitación, y por un sobrecogedor momento tuvo la impresión de que todo un comité de recepción las esperaba. Seis personas —debía de haber seis, si no más—: un hombre fornido y rubio, una mujer de cabellos castaño rojizos, una criatura de cabellos plateados y curiosos ojos, y una impresionante figura alta de cabellos parecidos a hojas de sauce, una anciana, un...
Entonces, de improviso y de un modo sorprendente, la visión se desvaneció ante sus ojos y sólo quedaron dos personas. La bruja meneó la cabeza aturdida, con los ojos fijos en las dos personas y preguntándose qué era lo que le había sucedido, pero antes de que se hubiera serenado el hombretón rubio echó a correr hacia ellas.
—¡Grimya! —Su voz cargada de acento extranjero resonó en los pequeños confines de la habitación—. Grimya, eres tú, lo eres de verdad! ¡No te ahogaste!
Niahrin estaba aún demasiado sobresaltada para advertirle que tuviera cuidado con la pata herida de la loba. Vinar se dejó caer junto a la carretilla y empezó a rascar con fuerza a Grimya entre las orejas. La loba gimoteó de placer, retorciéndose, pero su mirada estaba clavada en la mujer situada detrás de Vinar, quien hasta el momento no había dado un paso para ir a su encuentro y se limitaba a contemplarla con ojos inquietos. Utilizando su voz mental, la loba la llamó, extasiada.
«¡Índigo! ¡Estás a salvo, estás aquí! ¡He tenido tanto miedo por ti!»
Pero Índigo no respondió. Su expresión no se alteró, tampoco habló, y de su mente no surgió ninguna oleada de emoción.
«¿Índigo, qué sucede?», inquirió la loba, perpleja. «. ¿Por qué no me saludas?»
Índigo se limitó a seguir con la mirada fija en ella, y la angustia de la loba se tornó bruscamente en miedo. Sus sentidos psíquicos intentaron frenéticamente llegar hasta la muchacha, pero siguió sin recibir respuesta de su amiga. Lo cierto..., lo cierto, comprendió Grimya, es que no había nada. El vínculo mental entre ellas había desaparecido como si jamás hubiera existido.
«¡Índigo!» Grimya proyectó toda la energía que fue capaz de reunir en el silencioso grito, «Índigo, por favor, POR FAVOR.... »
—Lo siento. —La voz de Índigo interrumpió su desesperada llamada mental, y la muchacha desvió la mirada—. Lo siento, Vinar. No recuerdo. Si ésta es Grimya, y si alguna vez me perteneció, sencillamente no recuerdo nada sobre ella.
El pánico acabó con toda cautela en la mente de Grimya, y su voz —su voz física— brotó de su garganta en un grito que era mitad palabras y mitad aullido.
—Índigo, ¿por qué no me reconoces? ¿Por qué no me reconoces?
Vinar dio un salto atrás como si hubiera recibido un latigazo en pleno rostro. Perdió el equilibrio y fue a caer pesadamente al suelo, donde quedó sentado, boquiabierto por la sorpresa mientras contemplaba a la loba con incredulidad y terror. Índigo se quedó paralizada donde estaba, el rostro una máscara de aturdimiento, la boca entreabierta, mientras una sucesión de imágenes inconexas penetraban violentamente en su cerebro como cuchilladas. Lobo..., bosques y luz de hogueras..., viajes que parecían no tener fin... y una carga, una terrible carga ineludible...
—Los animales no hablan... —Retrocedió un paso, alzando las palmas de ambas manos hacia afuera como para rechazar algo demasiado terrible para enfrentarse a ello—. ¡No hablan! —Alzó la cabeza violentamente y dedicó a Niahrin una terrible mirada enloquecida—. ¡Esto es un truco, una broma que me estás gastando!
—¡No! —protestó Niahrin— Señora, os aseguro que...
—¡No te creo! —La voz de Índigo, aguda por el pánico, la interrumpió a mitad de la frase. Luego, antes de que nadie pudiera detenerla, la joven pasó corriendo junto a la carretilla y la bruja, y con un grito lleno de desesperación huyó de la habitación.
CAPÍTULO 11
—Jamás me lo dijo. Eso es lo que no comprendo. Todo ese tiempo navegando, ¡y jamás me dijo nada! —Vinar paseaba por la habitación como un león enjaulado, hasta la ventana, hasta su sillón, hasta la puerta, de nuevo hasta la ventana... Por fin se detuvo y miró a Niahrin en muda súplica—. ¿Por qué no me lo dijo? No puedes contestar a eso y yo tampoco; ¡no tiene sentido!
La bruja estaba acuclillada junto a la carretilla, acariciando la cabeza de Grimya con un movimiento suave y regular en un intento de ofrecer a la loba su mudo consuelo. Grimya se había sumido en un profundo silencio, negándose a hablar tras su arrebato y rehusándose ahora a encontrarse con la mirada de ninguno de los dos humanos.
Comprendiendo que sus esfuerzos no servían de nada, Niahrin suspiró y se incorporó penosamente.
—Tienes razón —dijo pesarosa—. No puedo responder a la pregunta, y con toda honradez no creo que sea yo quien deba intentarlo. —Dirigió una ojeada a la loba—. Puede que Grimya desee contarte más cosas en su momento; no lo sé. Pero, por ahora, todo lo que podemos hacer es esperar.
Por un instante pensó que Vinar protestaría, pero tras unos segundos de silencio éste se encogió de hombros en impotente asentimiento.
—Sí; sí, supongo que sí. —Regresó junto a la ventana, intranquilo—. No veo el patio desde aquí. Maldita sea, ¿adonde ha ido?
Niahrin deseó saberlo. La precipitada huida de Índigo los había sobresaltado a todos, pero lo que había sucedido después había sido una sorpresa aún mayor. Vinar, recuperada la serenidad, había abandonado corriendo la habitación en pos de Índigo, pero ésta ya había desaparecido y el marino había chocado contra Ryen cuando el rey salía inesperadamente de un pasillo lateral. Niahrin se sintió estupefacta cuando los dos hombres regresaron juntos a la habitación, pero sus incoherentes intentos de realizar una reverencia se desvanecieron cuando Ryen les indicó con energía que permanecieran donde estaban. Él conocía los pasillos de Carn Caille mucho mejor que ellos; él personalmente encontraría a Índigo y la convencería para que regresase.