Выбрать главу

—Gracias, señora. Con la buena voluntad de la Madre, la espera no tiene por qué ser excesivamente larga.

—Lo siento, mi señor, pero sencillamente no se me ocurrió preguntar si tenía permiso para coger el caballo. —El caballerizo mayor de Carn Caille abrochó la brida del alazán

y empezó a empujar hacia atrás al animal para sacarlo de su establo, mientras dedicaba una veloz e inquieta mirada al rostro de Ryen—. La verdad, yo..., bueno, no me atreví a poner en duda su orden. Fue la..., la actitud de ella, señor. Parecía conocer los establos tan bien como si fueran suyos, y como no sabía quién podía ser pensé que no era yo quien debía ponerle objeciones. Luego salió al galope en dirección sur, en la misma dirección en que mi señora la reina se marchó un poco antes...

—Sí, sí; comprendo.

Ryen se hizo a un lado para dejar pasar al caballo, al tiempo que intentaba que su preocupación, ya que no su impaciencia, no se reflejara en su voz. Los cuatro hombres que había escogido para cabalgar con él estaban ya montados y él se sentía ansioso por partir sin más retrasos; ya se había perdido demasiado tiempo registrando Carn Caille en busca de Índigo.

—Tú no tienes la culpa, Parrick —añadió conciso—. Lo único que lamento es que nadie pensó en decirme que a la reina también se le había metido en la cabeza salir a cabalgar sin escolta. —Entonces se refrenó al darse cuenta de que su tono empezaba a mostrar un imprudente enojo. Sus problemas con Brythere no eran culpa ni responsabilidad de Parrick. Con menos brusquedad, inquirió—: ¿Qué caballos cogieron?

—Su majestad se llevó su favorito, la yegua blanca, y la otra dama pidió el caballo gris oscuro. —Parrick frunció el entrecejo—. Lo cierto, mi señor, es que ella insistió en el gris oscuro; no aceptaba ningún otro. Ésa fue otra razón por la que pensé que debía de tener permiso, señor.

Ryen lanzó un gruñido. No le interesaban las razones para la elección de caballo de ninguna de las dos mujeres; sólo qué animales debía encontrar la expedición de búsqueda. Se hallaban ya fuera en el patio, y, no obstante el aguacero, cada vez más torrencial, el alazán se agitaba inquieto, ansioso por ponerse en marcha. Ryen lo tranquilizó con una palmada y subió a la silla. Mientras se hacía con las riendas escuchó unas veloces pisadas y una voz familiar que pronunciaba su nombre.

—¡Ryen! ¿Qué sucede?

La reina viuda Moragh, cubierta con una capa y con la capucha subida para protegerse de la lluvia, corría hacia ellos. Parrick se retiró diplomáticamente a los establos, mientras los hombres a caballo saludaban y clavaban los ojos en algún punto situado más adelante. Moragh se detuvo junto al caballo y levantó los ojos hacia su hijo.

Ryen relató lo sucedido en unas pocas frases, y Moragh apretó los labios.

—Ya veo. Pensaba que Brythere había estado descansando estas dos últimas horas... No hay duda de que alguien ha sido muy descuidado. —Suspiró fastidiada—. Si vas tras ella será mejor que te pongas en marcha. En cuanto a Índigo...

—También la traeremos de vuelta, si podemos encontrarla. Pero Brythere es más importante.

—Sí, sí, desde luego. Pero ¿sabes qué dirección tomó?

—Parrick la vio dirigirse al sur.

—Bueno, eso es algo; al menos no es tan estúpida como para dirigirse al bosque, con ese maldito loco andando suelto por ahí. —La reina viuda se apartó del caballo; luego, como si se le acabara de ocurrir, dijo—: ¿Dónde está Vinar?

—En la antesala oeste detrás del gran salón. La bruja ha llegado con la loba domesticada de Índigo... Fue algo durante esa reunión lo que provocó todo este embrollo, creo, aunque no he tenido tiempo de averiguar exactamente qué ocurrió.

—Qué extraño... Daré instrucciones a Jes para que les sirvan alguna cosa y les ofrezcan una explicación. —Sonrió con cierta tristeza—. Ese pobre scorvio... Parece que hemos convertido en una costumbre el padecer inesperadas crisis. Debe de pensar que estamos locos.

Con la lluvia resbalando por los bordes de la capucha, Moragh contempló cómo Ryen y su grupo cabalgaban hacia las puertas, las atravesaban y se alejaban por el prado situado más allá. Dejando escapar un débil y cansado suspiro, dio media vuelta y regresó al interior de la ciudadela.

No fue hasta encontrarse a casi dos kilómetros de Carn Caille cuando Índigo se dio cuenta de lo insensato de su actuación. Tiró bruscamente de las riendas, obligando al caballo a pasar de un galope impetuoso a un medio galope, luego a un trote y, por fin, a un agradecido paso rápido.

Volviéndose sobre la silla Índigo miró a la ciudadela, ahora apenas una masa borrosa bajo la lluvia, unas piedras grises recortándose en un cielo gris. Un tranquilo razonamiento regresaba a su mente tras el turbulento arrebato, y se sintió ridícula y avergonzada. ¿Qué se había apoderado de ella para reaccionar como lo había hecho ante una loba que hablaba? Era comprensible que la sobresaltara..., ¿a quién no le habría sucedido?, pero la abrumadora emoción que había brotado de su interior era mucho más intensa. Había sentido una sensación de auténtico pánico, y con ella una inexplicable pero terrible punzada de dolor y desorientación. No le había importado más que una cosa en aquel momento: huir de los muros que la encerraban y poner entre ella y Carn Caille tanta distancia como le fuera posible.

¿Por qué se había sentido tan aterrada? La mano que sujetaba las riendas descansaba inerte sobre el pomo de la silla y, al percibir la ausencia de control, el caballo se detuvo por completo y empezó a arrancar bocados de hierba primaveral. Índigo siguió sentada sin moverse, sin apenas darse cuenta de la lluvia que le empapaba las ropas y corría por sus cabellos, mientras seguía con la cabeza vuelta en dirección a la ciudadela. Todo el asunto parecía absurdo ahora, y un nuevo motivo de vergüenza era el recuerdo de la temeridad —casi arrogancia— con que había irrumpido en los establos y exigido un caballo. No cualquier caballo, además, sino el gris oscuro. ¿Por qué este animal y no otro? Recordó que, por un instante, su enmarañado cerebro la había convencido de que el caballo era de su propiedad, un viejo y conocido amigo. Pero eso era imposible. No poseía un caballo propio, y lo cierto es que le resultaba una nueva sorpresa el darse cuenta de que sabía montar. Era marino, y lo lógico era que nunca se hubiera sentado sobre un caballo; pero, cuando saltó sobre la silla del animal, un seguro instinto había aflorado a la superficie y se había alejado al galope como si hubiera nacido sobre una silla de montar.

Nacido en una silla de montar... A lo mejor, pensó un poco alterada, lo que Vinar había sugerido medio en broma era cierto. Tal vez sí tenía alguna olvidada conexión con Carn Caille. En el instante en que la loba le había hablado le había dado la impresión de que en efecto existía un lazo, y algo se había agitado en las profundidades de su subconsciente. Ese había sido el motivo de su temor, comprendió ahora; no la loba misma sino algo que la loba, por un efímero momento, había parecido representar o recordarle.

Pero, si ella había tenido parientes aquí, o incluso si su nombre había sido simplemente conocido, ¿por qué no había aparecido nadie a reclamarla? Ese enigma insinuaba algún desagradable secreto, algo oculto o que se le ocultaba a ella de forma deliberada. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Sus ojos se concentraron de nuevo en la lejana mole de la ciudadela. Lo más probable era que alguien no tardaría en salir tras ella. Vinar estaría frenético, exigiría una búsqueda... pero Índigo no deseaba regresar todavía. Necesitaba más tiempo antes de enfrentarse al inevitable cúmulo de preguntas, explicaciones y disculpas. Tiempo para estar sola. Tiempo para pensar.

Volvióse al frente otra vez y obligó al caballo a levantar la cabeza, a la vez que le golpeaba los ijares con los talones para que se pusiera al trote. Llevaba una buena delantera a cualquiera que saliera en pos de ella; seguiría cabalgando un poco más a paso tranquilo, se concedería la oportunidad de tranquilizar sus alterados nervios y razonar un poco sobre la situación. Con el sol invisible tras las nubes de tormenta resultaba difícil saber la dirección que había tomado al salir de Carn Caille, pero el terreno que se extendía ante ella parecía fácil, aunque yermo. Espoleó al caballo a un medio galope rápido y se dirigió a la cima de una pequeña loma que tenía delante. Desde lo alto podría girar a la derecha, donde una delgada franja de árboles que se extendía desde el bosque situado más allá de Carn Caille ofrecía a la vez refugio y un lugar donde ocultarse. Regresaría a la ciudadela antes del anochecer, y, si Vinar y sus anfitriones estaban enojados, sencillamente se disculparía lo mejor que pudiera, y esperaría ser perdonada.