El caballo aminoró el paso al llegar a la cima de la loma, resoplando por el esfuerzo de esta última ascensión, corta pero empinada, y se detuvo en lo alto de la escarpadura, una pendiente de unos quince metros que terminaba en un terreno de maleza reseca. Este debía de ser el borde de la gran tundra meridional; Índigo sabía que detrás de ella se extendían las vastas y vacías llanuras de hielo polares donde ningún ser humano se aventuraba jamás...
«Excepto...»
El pensamiento pasó de forma repentina y asombrosa por su mente, y se le puso la carne de gallina. «¿Excepto quién?» No pudo responder a la pregunta, pero en ese momento el miedo volvió a atenazarla furioso. Había algo allí fuera, algo en la tundra... «Una larga sombra, y una puerta, y no debo, no debo, NO DEBO...»
Se vio liberada violentamente del terror que la paralizaba cuando el caballo relinchó de improviso con un relincho fuerte y prolongado, los flancos temblando bajo ella. El animal miró hacia la derecha; sus patas golpearon el suelo y enviaron una lluvia de piedras sueltas rodando por la ladera, e Índigo vio lo que había atraído su atención. Se acercaba otro caballo, que ascendía con cuidado por la loma. Era una criatura totalmente blanca, y sobre su lomo había una mujer joven, menuda y delgada, coronada. por una
brillante melena de cabellos rojo dorados.
Índigo sólo había visto a la reina Brythere en una ocasión —y apenas por unos instantes— en el gran salón, pero el llamativo cabello era inconfundible. Brythere contemplaba a Índigo con atención y se percibía un claro aire agresivo en su postura mientras espoleaba a su montura hacia adelante. En cuanto se encontró al alcance de la voz, gritó:
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? —Su voz sonaba aguda y enojada. Índigo tenía aún los nervios alterados por la repentina punzada de terror, y mentalmente se puso en guardia.
—¿Qué queréis decir? —Tensó las riendas con dedos torpes, y el caballo agitó la cabeza nervioso—. ¡No quiero nada!
Brythere detuvo su montura en seco, y su ofendida mirada acribilló a la extranjera que había osado dirigirse a ella con tan poco respeto.
—¿Te han enviado desde Carn Caille a espiarme? —exigió.
—¡No, no me han enviado! —replicó Índigo—. No tengo interés en vos. ¿Por qué habría de tenerlo?
Brythere se mostró claramente sobresaltada. Luego profirió una carcajada nerviosa.
—¡Encuentro tus modales muy impertinentes, señora! ¿Sabes quién soy?
—Sí. —Índigo estaba más tranquila ahora, y su voz no mostraba emoción—. Sois la esposa del rey. —Se preguntó de improviso por qué había dicho aquello; «la esposa del rey», no «la reina». Curioso.
Brythere frunció la menuda y bien dibujada boca.
—Sí, soy la reina Brythere. ¿Y tú eres...?
—Me dicen que mi nombre es Índigo.
—Oh... —La expresión y porte de Brythere cambiaron—. Oh... la mujer que lleva el nombre del color del luto. La que ha perdido la memoria. —Hizo una pausa, miró con atención al caballo y luego con mayor atención aún el rostro de Índigo—. Estabas en la audiencia pública ayer, ¿verdad? Con ese hombre rubio, el marinero scorvio. Os vi, justo antes... —Entonces decidió no finalizar la frase. Una extraña sonrisita, casi una mueca, asomó a las comisuras de sus labios, y bruscamente pareció tranquilizarse—. No, ellos no te habrían enviado a ti a seguirme. Muy bien, pues; puedes acompañarme. Cabalgaremos juntas de regreso a Carn Caille.
El veloz cambio de actitud desconcertó a Índigo, quien negó con la cabeza.
—No quiero regresar —anunció—. Aún no.
—¿Qué? ¿Prefieres cabalgar bajo esta lluvia torrencial, y arriesgarte a coger un resfriado o algo peor? —Haciendo caso omiso del hecho de que ella misma había hecho precisamente lo mismo, Brythere volvió a reír. La carcajada resultó artificial—. ¡Qué tontería! Además, el caballo que montas es uno de los míos, y no pienso permitir que se exponga al mal tiempo de forma innecesaria. Regresaremos juntas.
La cuestión del caballo obligó a Índigo a ceder, pues, a menos que estuviera dispuesta a regresar a pie a la ciudadela, no estaba en posición de discutir. Cedió de mala gana, y los dos animales giraron para regresar a casa. Durante unos minutos ninguna de las dos mujeres habló; luego, inesperadamente, Brythere preguntó:
—¿Qué hacías en la loma?
—Nada importante. —Índigo la miró de reojo.
Tuvo la impresión de que Brythere no la creía.
—Me diste la impresión de estar mirando algo —dijo la reina.
—Sólo el paisaje..., lo poco que podía ver de él.
—¿La tundra?
—¿Por qué?
La pregunta mostraba ahora un tono afilado, e Índigo arrugó la frente.
—¿Debería tener un motivo especial?
—No; pero parece una elección curiosa. Después de todo no es lo que pudiéramos llamar una vista atractiva. —La reina realizó un curioso gesto que parecía estar a medio camino entre un encogimiento de hombros y un escalofrío—. Pero lo cierto es que incluso el más desolado de los paisajes puede resultar más agradable que la otra elección.
Unos dedos helados rozaron la espalda de Índigo.
—¿La otra elección? —repitió con cautela.
—Soportar las pesadillas que frecuentan las paredes de Carn Caille... —Por un momento el tono de Brythere fue pesaroso; luego, bruscamente, sus modales cambiaron otra vez y reapareció en su rostro la brillante y poco convincente sonrisa—. Al fin y al cabo —dijo con estudiada indiferencia—, hay momentos, ¿no es así?, en los que cualquier sitio puede resultar tedioso. Aun el propio hogar.
Índigo la miró sorprendida. Entre una frase y la siguiente la reina había borrado el impacto de su primera observación, retorciéndola hasta convertirla en un comentario inofensivo. Era como si hubiera descartado —o incluso olvidado— que por un instante había revelado por completo sus más íntimos pensamientos. Pero, al hacerlo, había provocado en Índigo una turbadora sacudida.
Desde su primer y breve encuentro, la muchacha había tenido muy claro que había algo muy raro en la joven reina. No sabía exactamente el motivo de la reyerta del día anterior en el gran salón, ya que, cuando los hombres que luchaban irrumpieron en el interior, Vinar la había empujado detrás de él para que estuviera a salvo y su enorme mole le había impedido ver nada, y en medio de todo aquel escándalo no había conseguido entender lo que gritaba el intruso. Pero había visto cómo se llevaban a Brythere de la sala, al parecer desmayada, y luego por la noche había escuchado los lejanos gritos que la habían devuelto a la realidad después de la terrible pesadilla sufrida, gritos que, según había descubierto, procedían de los aposentos de la reina. En ese momento Índigo se hallaba demasiado aturdida para percibir demasiados detalles; había salido al pasillo, pero un criado que pasaba corriendo le había asegurado que no había nadie herido y que no había nada de que preocuparse.