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Esta mañana, sin embargo, había averiguado el resto de la historia. Estas perturbaciones, al parecer, sucedían con regularidad, pues la reina se veía atormentada por pesadillas frecuentes y periódicas. El locuaz criado que le había ofrecido tal información insinuó alguna forma de neurastenia, e Índigo se había preguntado en un principio si Brythere no estaría loca. Pero la idea desapareció en cuanto el sirviente dejó escapar inadvertidamente la naturaleza de los terrores de la reina: noche tras noche, Brythere soñaba que alguien intentaba asesinarla.

Escogiendo las palabras con cuidado, y sin dejar de observar a la reina de reojo, Índigo dijo:

—Habéis hablado de padecer pesadillas, señora. Yo también tuve una pesadilla anoche. Tengo entendido que fue... parecida a la vuestra.

Brythere volvió la cabeza violentamente.

—¿Parecida?

—Un asesino. Con un cuchillo.

La boca de la reina se movió unos instantes, como si hubiera estado a punto de gritar. Luego echó hacia atrás la cabeza, haciendo volar gotas de lluvia de la empapada masa de sus cabellos.

—Lo que acabas de revelar no me sorprende, Índigo. —Sus labios hicieron una nueva mueca—. Desafiaría a cualquiera a vivir un tiempo entre esas paredes sin soñar tales cosas. —Hubo una larga pausa, mientras los caballos seguían avanzando al trote—. Pero no debes preocuparte por ello. Tú no tienes nada que temer. Ése, creo, es mi privilegio.

La nota de amargura había vuelto a aparecer en su voz. Perpleja, y un poco desconcertada, Índigo quiso preguntar qué era lo que Brythere había querido decir con su enigmático comentario, pero antes de que pudiera formular una pregunta la reina volvió a hablar.

—Preferiría no hablar más del tema de los sueños —declaró con firmeza—. No es ni divertido ni agradable. ¿Me explico con claridad?

—Sí. Aunque... —respondió Índigo con un suspiro.

¡No! —El tono de Brythere era firme, casi feroz—. Por favor. Nos limitaremos a cabalgar, y a no decir nada más. —Sacudió las riendas de su yegua—. ¡Oh!, una cosa más. Es probable que el rey haya enviado hombres a buscarme, y puede que encontremos a la partida de búsqueda antes de llegar a las puertas. Si es así, no quiero que repitas una palabra de esta conversación a nadie.

—Como deseéis.

Índigo comprendió que de nada servía intentar discutir con ella. Brythere no se dejaría convencer para revelar el secreto que se ocultaba bajo sus sueños. Pero las palabras de la reina la obsesionaban. «Desafiaría a cualquiera a vivir un tiempo entre esas paredes sin soñar tales cosas.» Tal vez, pensó Índigo, el secreto tenía menos que ver con Brythere que con el mismo Carn Caille.

Apartó ese pensamiento de su cabeza y se concentró en el sendero que seguían. Los dos caballos habían acelerado el paso sin que los instaran a ello, presintiendo que se dirigían a casa y ansiosos por la comodidad y abrigo de sus establos. Por entre la lluvia, Carn Caille se alzaba cada vez más cerca, sólido y un tanto lúgubre, mientras que a lo lejos, a su izquierda, el bosque se extendía en una enorme mancha de color gris verdoso. Al mirarlo, Índigo percibió una débil resonancia que podría haber sido un recuerdo perdido —un mar encrespado extendiéndose de horizonte a horizonte, y el balanceante trote de su montura como el bamboleo de la cubierta de un barco— y, como había hecho en tantas ocasiones anteriores, intentó atrapar la atormentadora insinuación y obligarla a mostrarse con claridad. Pero su cerebro se resistió a sus esfuerzos, como siempre hacía, y el recuerdo se negó a materializarse. Volvió a suspirar, y estaba a punto de desviar la mirada cuando vio algo que salía del linde del bosque y se dirigía a Carn Caille. Por un momento, desdibujado por el mal tiempo, dio la impresión de que uno de los árboles se había separado de sus compañeros y se deslizaba por el prado en dirección a la fortaleza; luego, bruscamente, se detuvo, e Índigo comprendió que quienquiera que fuera las había visto.

Señaló el prado, atrayendo la atención de Brythere. —Si el rey ha enviado gente a buscarnos, señora, creo que uno de ellos al menos nos ha descubierto.

Brythere dio un tirón a las riendas de su montura, la cual se paró en seco resbalando sobre el suelo mojado. —¿Dónde? —Atisbo en la penumbra—. No veo a nadie. —Ahí —señaló Índigo—. A mitad de camino entre Carn Caille y el límite del bosque. —La lejana figura era la de un hombre, como pudo comprobar ahora; estaba envuelto en una capa y era imposible distinguir ningún detalle de su cuerpo o rostro, pero su figura y forma de andar no eran las de una mujer. Y volvía a moverse ahora—. Nos ha visto. Viene hacia nosotras.

La yegua de Brythere se sacudió de repente, y la reina dio un violento tirón a las riendas.

—¡Quieta, bestia estúpida! —Luego dirigió una amplia sonrisa a Índigo—. Apenas puedo distinguirlo. Debes de poseer una vista excelente, supongo que por haber pasado la vida en el mar. ¡Ah, bien!, seguiremos adelante. No puede tratarse de Ryen porque iría a caballo, y no pienso dejarme intimidar por criados. Vamos.

Espoleó a la yegua al frente de nuevo y ambas echaron a trotar sobre la hierba. La lejana figura seguía dirigiéndose hacia ellas, aunque ahora su trayectoria parecía algo irregular, como si el camino se hubiera vuelto accidentado.

Y, aunque no podía estar segura, a Índigo le pareció escuchar que el viento transportaba un sonido ahogado que se superponía al constante siseo de la lluvia. El sonido de alguien que gritaba...

—Montas muy bien para ser un marino, Índigo. —La voz de Brythere interrumpió de repente los pensamientos de la joven—. Supongo que no puedes recordar, ahora, dónde aprendiste...

—No. —Índigo clavó los ojos en los de la reina.

—Es una lástima. Podría haber...

No terminó de hablar. Había vuelto a tirar de las riendas, obligando a la yegua a ir al paso a su pesar, e Índigo siguió adelante varios metros antes de darse cuenta y hacer lo propio para mirar a su espalda, perpleja.

—¿Señora...?

Brythere tenía los ojos fijos en la figura que se acercaba, y que ahora seguía una trayectoria que les cortaría el paso antes de que llegaran a Carn Caille. La reina temblaba violentamente.

—¡Detente! —siseó—. ¡Deprisa!

Índigo obligó a su montura a detenerse, controlándola con firmeza cuando ésta

intentó resistirse. La reina permanecía rígida en su montura.

—¿Quiénes? —exigió Brythere, la voz ronca por el miedo—. ¿Quién es?

—No lo sé. —Curiosa, y desconcertada por su tono de voz, Índigo la miró de soslayo—. Un hombre, pero no puedo distinguir detalles desde aquí.

—¡Viene hacia nosotras! —Brythere empezó a temblar otra vez—. ¡Se está colocando entre nosotras y la ciudadela!

Confusa, Índigo intentó tranquilizarla.

—Pero... no es más que un solo hombre, como dijisteis; probablemente uno de vuestros propios criados.

—¡No! —exclamó Brythere—. ¡No, es él ¡Sé que es él!

De pronto, espoleó los costados de su yegua con violencia y lanzó al animal a un galope continuado. Demasiado sobresaltada para reaccionar, Índigo vio cómo la yegua blanca, una mancha en la lluvia, volaba sobre el terreno a una velocidad suicida mientras la reina cabalgaba desesperadamente en dirección a las puertas de Carn Caille. Intentaba ganar a la figura tambaleante que ahora giraba para interceptarla; a trescientos metros de la ciudadela sus caminos se cruzaron, e Índigo vio que los brazos del hombre se agitaban en el aire intentando atrapar a Brythere. Llegó demasiado tarde. La reina pasó al galope a menos de tres pasos de sus manos; éstas se cerraron en el vacío, y el hombre se desplomó pesadamente sobre el suelo.

Alarmada, Índigo espoleó su caballo hacia la figura caída. Brythere se detuvo algo más adelante e hizo girar el caballo para mirar atrás; su voz cubrió la distancia entre ambas, aunque Índigo no pudo oír lo que gritaba. Todo lo que pensaba era que el extraño podía haber chocado con el caballo de la reina y estar herido, pero al acercarse vio que se movía y se ponía en pie vacilante. Cuando estuvo lo bastante cerca para verlo con claridad comprendió qué era lo que le sucedía. El hombre no estaba herido... pero sí borracho. De nuevo en pie, se balanceaba como un arbolillo en un vendaval, y se esforzaba por sacar de entre los pliegues de su mugrienta capa un odre de vino sin tapón; derramó su contenido sobre sí mientras luchaba neciamente, sin dejar ni un momento de farfullar en una ininteligible voz sin expresión. No obstante su estatura, mayor de lo normal, Índigo se dio cuenta de que era un anciano. Mechones de grasientos cabellos blancos se escapaban de debajo de la capucha de su capa, y las manos que se aferraban al odre estaban arrugadas y deformadas, Índigo sintió una oleada de repugnancia pero fue incapaz de seguir galopando y dejarlo ahí en ese peligroso estado. Hizo girar la cabeza de su montura y empezó a acercarse a él.