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Jes Ragnarson, a la cabeza del pequeño grupo, los condujo al ala sur, que Niahrin no había visitado antes. Y por fin se detuvieron ante la puerta que conducía a una serie de aposentos.

Este era el lugar que en una ocasión había sido el refugio privado del rey Kalig y su familia. Durante los dos primeros años de su reinado, el abuelo de Ryen, el primer rey Ryen, lo había hecho suyo, pero al cabo de un tiempo empezó a sentirse como un intruso. En esta habitación todavía parecían sonar las voces de Kalig, de Imogen y de su hijo e hija, cuyos descendientes, de no haber sido por la trágica plaga, habrían seguido viviendo aquí, y así pues el nuevo rey había abandonado los aposentos y había decretado que se deberían conservar tal y como habían estado en tiempos de Kalig como muestra de respeto hacia el difunto monarca y su familia. Desde entonces se los había cuidado y limpiado y mantenido en condiciones, pero no se habían vuelto a ocupar. Cathlor, padre de Ryen, había hecho lo mismo, y Ryen lo había imitado. Pero, aunque los viejos aposentos reales se hallaban vacíos, no se los consideraba ni mucho menos terreno prohibido. La puerta no estaba cerrada con llave; se abrió a un empujón de Jes, y el bardo se hizo respetuosamente a un lado para dejar que Moragh y Niahrin —y Grimya— lo precedieran.

Penetraron en el interior sin hacer ruido. Justo al otro lado de la puerta había siempre dispuesto un farol con pedernal y yesca junto a él; tanteando en la oscuridad, Moragh no tardó en localizarlo y levantó el tubo de cristal para encender la mecha. El farol era un objeto de gran belleza, que no pertenecía a la artesanía de las Islas Meridionales sino que había sido traído del este hacía mucho tiempo; uno de los muchos artículos que Kalig y su familia habían dejado tras ellos. Una luz ambarina teñida aquí y allá de tonos de un rosa rojizo se filtró a través del cristal y sacó a la habitación de su oscuridad; Jes cerró la puerta, y la reina viuda indicó en voz baja:

—Por aquí.

Iluminados por el farol, que bañaba de una luz rosácea los encerados paneles y el elegante mobiliario antiguo, atravesaron la habitación exterior y llegaron a una puerta interior que Jes se adelantó para abrir. La habitación situada al otro lado no tenía nada de extraordinario; era sencillamente un pequeño lugar privado donde Kalig y su esposa habían tenido por costumbre sentarse y disfrutar de la mutua compañía. Durante el día la luz penetraba a raudales por una ventana alargada, que ofrecía una espectacular vista al sur en dirección a los bosques y la tundra. Ahora, en la oscuridad, la vista resultaba invisible y el gélido aire que soplaba siempre del sur creaba corrientes de aire que helaban los tobillos de Niahrin. Pero aquí había dos objetos que Moragh quería que su huésped viera.

En el centro de la pequeña habitación descansaba un arpa. Ninguna mano la había hecho sonar desde hacía medio siglo, pero sus cuerdas brillaban y la madera relucía con el brillo de una limpieza frecuente y cuidadosa. Tanto a Moragh como a su hijo les gustaba pensar que, si el tiempo pudiera retroceder y sacar de la tumba a su antiguo dueño, éste se sentiría satisfecho de lo que encontraría.

Niahrin vio el instrumento y se detuvo, el ojo muy abierto. Aunque la luz de la linterna era vacilante, la reina viuda observó su reacción y esbozó una débil sonrisa.

—Es hermosa, ¿verdad? Perteneció a un hombre llamado Cushmagar. Era un bardo del rey Kalig, el predecesor de mi padre político.

Grimya, apretándose contra las piernas de Niahrin, profirió un ahogado gañido. La bruja miró a Moragh.

—Ése es el rey Kalig que...

—Que murió con su familia durante la plaga de hace cincuenta años, y que de esta forma elevó a mi familia al trono. Sí. —Moragh se acercó al arpa pero no hizo intención de tocarla—. Según la lista de honor de Carn Caille, Cushmagar fue el mejor y más divinamente inspirado de los de su clase que haya honrado las Islas Meridionales en muchas generaciones.

—¿Qué fue de él? —inquirió Niahrin.

—Fue uno de los pocos que sobrevivieron a la plaga. Vivió para ocupar un lugar preeminente en la corte de mi padre político. De hecho murió el día que nació mi esposo Cathlor. —Los ojos de Moragh se nublaron por unos instantes—. Pero dice la leyenda que, desde que la Madre todopoderosa llamó a Cushmagar al descanso eterno, el arpa se ha negado rotundamente a emitir una sola nota bajo los dedos de ningún otro instrumentista. La historia explica que cualquiera que intente tocarla no conseguirá más que producir un terrible sonido disonante.

Mentalmente, Niahrin escuchó melodías espectrales, y vio unas manos en las llamas. Tragó saliva.

—¿Se ha puesto a prueba la leyenda, alteza?

—Por lo que yo sé, nadie ha aceptado el reto. —Moragh miró de soslayo al bardo—. Ni siquiera Jes.

Unas manos envejecidas, pensó Niahrin. Sarmentosas y atacadas por la artritis, pero que aun así conferían el toque seguro de un maestro. Cushmagar había sido un anciano cuando murió. Y, si era tan bueno como atestiguaba la leyenda, habría sabido cómo

crear un aisling...

Levantando más el farol, de modo que el arpa volvió a hundirse entre las sombras, Moragh se acercó a la chimenea situada al otro extremo de la habitación. El hogar estaba vacío, la parrilla limpia y en su sitio, y no había polvo sobre la repisa. Pero encima de ésta, enmarcado por unas colgaduras de terciopelo Índigo, pendía un retrato. Jes había seguido a la reina viuda, y Niahrin se acercó para colocarse junto a ellos.

Cuatro personas los contemplaron desde el marco de la pintura. Un hombre de cabellos castaño rojizos, algo canosos en las sienes, ataviado con las ropas tradicionales de la corte de una época pasada. A su lado, una mujer patricia, el sonriente rostro sereno. Y, sentados sobre taburetes bajos ante la elegante pareja, un muchacho y una muchacha con un claro parecido a su progenitor. Niahrin observó el rostro de la muchacha, y se quedó sin respiración.

—Por lo que sabemos —dijo Moragh con voz muy calmada—, éste es el único retrato jamás pintado del rey Kalig y su familia. Sin duda se finalizó como mucho pocos meses antes de que se desencadenara la plaga.

Niahrin no contestó sino que se limitó a seguir mirando el cuadro, petrificada. La reina viuda y Jes intercambiaron una inquieta mirada. Al fin, obligando a las palabras a pasar por la atenazada garganta, Niahrin musitó:

—¡Diosa bendita! La muchacha... ¡es Índigo! —El parecido es extraordinario, ¿no es así? —Moragh mantenía la voz bajo un férreo control—. Pero no es Índigo. La muchacha del cuadro es Anghara, la hija de Kalig, y lleva muerta más de medio siglo. —Bajó el farol y se volvió a mirar a la bruja—. Creo que ahora comprendes por qué estamos tan ansiosos por averiguar la verdad sobre este misterio.

Niahrin lo comprendía. Las imágenes se amontonaban en su cerebro, como piezas de un rompecabezas que aún no encajaban pero que poco a poco iban formando un dibujo todavía no muy claro. El ensueño, el tapiz, los sueños de Índigo y Brythere, sus propias adivinaciones... Y las obsesiones de un anciano loco...

Dejó escapar el aire retenido en una lenta y vacilante exhalación.

—Señora —dijo—, perdonadme si hago suposiciones pero... ¿estáis sugiriendo que creéis que Índigo es un descendiente de la familia del rey Kalig?

Incluso bajo la favorecedora luz del farol el rostro de Moragh apareció macilento y envejecido. —Sí —reconoció—. Eso es lo que creo. No había necesidad de dar muchos detalles, Niahrin sabía lo que la otra había dejado sin decir, y preguntó vacilante:

—¿Lo sabe el rey?

—Lo sabe, sí. —Moragh sostuvo la mirada de la bruja con franqueza—. Lo cierto es que sospecha que ése es el motivo por el que estás aquí, Niahrin. Ryen cree que las mujeres sabias pueden haber adivinado la posibilidad de una nueva pretendiente al trono de Carn Caille, y que tal vez tú eres su emisario venido a emitir un juicio en su nombre.