Niahrin estaba anonadada.
—Os aseguro, señora, que no soy nada de eso —protestó. —. Esto... —indicó el cuadro con un desvalido gesto de la mano—, ¡resulta totalmente nuevo para mí!
—Sin embargo, conocías el nombre de Índigo. Sabías que era uno de los marineros del naufragio de Amberland, y que la loba domesticada que rescataste le pertenecía. Si tus poderes te permitieron descubrir todo eso...
—¡No lo hicieron! Fue... —Niahrin contuvo sus palabras al darse cuenta de que, irreflexivamente, había estado a punto de revelar el secreto de Grimya. Compungida, pensando que la loba estaba junto a ella, bajó la mirada.
Grimya no se encontraba allí. —Grimya... —Olvidada la actual
situación, Niahrin escudriñó preocupada la habitación—. ¡Se ha ido! Pero... —Se escabulló fuera de la habitación hace unos minutos —dijo Jes Ragnarson—. Vi cómo se iba; creo que nos espera en la puerta exterior. Probablemente no le gusta el frío que hace aquí dentro —añadió, sonriente—. ¿Voy a buscarla?
¿Qué había dicho que había provocado que Grimya se escabullera? Niahrin sintió un extraño escalofrío atávico en lo más profundo de su ser; entonces, dándose cuenta de que Jes aguardaba una respuesta, reprimió esa sensación.
—Ah... no, gracias, no hay necesidad. Deja que se quede donde está. —«Tierra querida», pensó, «esto es cada vez más misterioso. Más misterioso.»
«Alteza... —se volvió de nuevo a la reina viuda y se dirigió a ella de manera formal y respetuosa—, no puedo explicaros cómo descubrí el nombre de Índigo y su conexión con Grimya, porque estoy... obligada a no revelarlo. Pero os doy mi solemne palabra de que no sabía, y todavía no sé, nada más sobre ella. Absolutamente nada.
La reina viuda le sostuvo la mirada con firmeza durante algún tiempo, y al fin asintió con la cabeza.
—Muy bien. Sé que no está en la naturaleza de las brujas el mentir... Acepto tu palabra. —Forzó una sonrisa dolorida—. La verdad, querida, es que vi tu sorpresa al mirar por primera vez el cuadro. No dudé de ti ni por un momento. Pero comprenderás que debía hacer la pregunta.
—Desde luego, señora. La reina viuda se apartó de la repisa de la chimenea; Niahrin la vio estremecerse como si una ráfaga de viento helado hubiera atravesado la habitación. Al cabo Moragh volvió a hablar.
—Creo —dijo— que ahora te debes de dar cuenta, Niahrin, de por qué necesitamos tu ayuda.
—Deseáis que utilice mis poderes, señora, para descubrir... —Niahrin dejó la frase sin finalizar.
—La verdad sobre Índigo. Nada más y nada menos. —A la luz de la lámpara, los grises ojos de Moragh centellearon—. Si posees el poder de crear aislings...
—Pero no lo tengo, señora. Eso era lo que intenté deciros cuando vinisteis a mi habitación. No poseo ese don; jamás lo he poseído. Yo no lo llamé y tampoco lo creé. Pero creo saber quién lo hizo.
La postura de la reina viuda se tensó, y ésta dirigió una rápida mirada al bardo.
—Jes es un buen arpista. Pero...
—No, señora, no fue Jes. Lo cierto es que sospecho que no se trató de nadie que... resida todavía entre estas paredes.
Niahrin se volvió hacia el lugar donde descansaba la vieja arpa. La luz centelleaba sobre las cuerdas; el brillo de la madera recordaba el brillo del ámbar tallado.
—Alteza —continuó—, dijisteis que el viejo bardo del rey Kalig sobrevivió a la plaga
y siguió viviendo. Y que poseía la inspiración divina.
Moragh guardó silencio. Jes se removió inquieto.
—No puedo decir que comprendo lo que puede haber movido la mente de tan gran hombre —siguió Niahrin—. Eso sólo puede saberlo la Madre Tierra. Pero, si un descendiente del rey Kalig sobrevivió en verdad a la peste, ¿quién por encima de todos los demás podría haberlo sabido?
La reina viuda permaneció totalmente inmóvil.
—Sí... —musitó—, sí. El bardo, el sirviente de más confianza del rey... Si, por ejemplo, hubiera habido un hijo bastardo... —Sus labios se crisparon bruscamente, y lanzó una débil carcajada—. Es una sospecha poco caritativa, pero sería poco realista negar la posibilidad. —Levantó los ojos—.
Sin embargo, ¿puede un hombre muerto hablarnos a través del tiempo?
—No lo sé con certeza, señora —respondió Niahrin. Pero esta noche, algo... o alguien... me habló a través d arpa y de un aisling. —Se acercó más al arpa, resistiendo el impulso de extender la mano y posarla sobre sus suaves y brillantes curvas. «No es para ti, Niahrin, ¡no es ti!»
«Alteza... —De improviso su voz sonó extraña a sus propios oídos, incorpórea y muy, muy lejana. Las palabras surgían como por voluntad de otra persona—. Alteza, ¿os ha contado Vinar que también Índigo es una arpista del grandes facultades?
—¿Índigo? —La reina viuda contuvo la respiración con tanta fuerza que resonó por la silenciosa habitación; Jes Ragnarson murmuró un juramento en voz apenas perceptible—. No. No, no dijo nada de eso.
Niahrin percibió cómo la sensación se iniciaba en la punta de sus dedos, igual que había sucedido cuando ella y Vinar habían hablado fuera de sus aposentos. Un escozor, un hormigueo; una señal que conocía y en la que confiaba. Otra parte del extraño legado de su abuela... —Vinar dijo que esperaba que se pidiera a Índigo que tocara en el gran salón esta noche. —De nuevo las palabras surgían involuntariamente, fuera de su control—. Dijo que esperaba que eso la animaría. Pero yo creo que no será así, porque el instrumento que tocará no será el adecuado. No será... —Extendió la mano; al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer la retiró, aunque pareció costarle un terrible esfuerzo, como si estuviera soñando—. No será esta arpa.
Por un instante sólo una imagen del tapiz que había tejido pareció imponerse sobre la escena que tenía delante, y vio a Moragh y a Jes como a través de los dibujos que su conjuro había creado sobre el telar. Las enormes puertas de Carn Caille habían tomado la forma de un arpa, y las cuerdas del arpa se hacían a un lado para dejar pasar la procesión al interior de sus envolventes muros... —El arpa de Cushmagar ha estado esperando —añadió Niahrin, y su voz se estremeció, cargada de una tremenda emoción que no comprendió—. Ha estado esperando a Índigo.
Grimya percibió que Niahrin dormía, pero de todos modos esperó lo que juzgó casi toda una hora antes de levantarse con cautela de su lecho y cojear hasta la puerta.
El cerebro de la loba estaba confuso. Cuando los tres humanos abandonaron finalmente el conjunto de habitaciones Niahrin la había encontrado acurrucada y entristecida junto a la puerta exterior, y, cuando Moragh y Jes se marcharon y las dos pudieron hablar en privado otra vez, Grimya había rechazado todos los esfuerzos de la bruja por averiguar qué sucedía. No es que no confiase en Niahrin. Confiaba; después de Índigo la bruja era la mejor amiga que Grimya había tenido jamás. Pero no podía confiar el secreto que había llevado consigo durante cincuenta años; ni a Niahrin, ni a nadie. Mucho tiempo atrás —varias vidas atrás, si hubiera sido una loba normal— había hecho una promesa. Lo que fuera en lo que Índigo se hubiera convertido, lo que fuera que le hubiera sucedido a su mente para separarla de ella, Grimya no rompería esa promesa.
Así pues, cuando Niahrin intentó sondearla con dulzura, la loba le giró mente y rostro y se negó a responder a sus preguntas. La bruja sabía que había más en su silencio de lo que saltaba a la vista, pero también conocía a Grimya lo suficiente para darse cuenta de que, a menos que ella decidiera confiarse por voluntad propia, no habría forma de convencerla.