CAPÍTULO 14
Índigo oía risas. Sabía que salían de los aposentos que tenía delante y ello hizo aflorar una sonrisa a su rostro mientras apresuraba el paso. Qué bien recordaba estos pasillos... El tiempo no había cambiado nada, al parecer, e incluso tras su larga ausencia conocía y reconocía cada esquina, cada puerta, cada desgastada piedra. La noción le proporcionó ánimos. Y el saber lo que le aguardaba en su punto de destino alegró su corazón.
Le pareció que un cierto número de personas pasaban por su lado mientras recorría el laberinto de pasillos que era Carn Caille. Todas ellas rostros conocidos, que pasaban junto a ella dedicándole un saludo con la cabeza o una sonrisa o una leve reverencia. No importaba que sus cuerpos parecieran tan insustanciales como sombras; esta noche eran reales para ella, y eso era todo lo que contaba.
Alguien había estado tocando el arpa un poco antes, pero ahora la distante música había cesado. Sin duda Cushmagar se había ido a la cama; hombre madrugador, le gustaba retirarse antes que el resto de la corte. Por la mañana le pediría que le enseñase la melodía que tanto la había deleitado en el gran salón esta noche. Para entonces su mente estaría despejada y lo que debía hacer estaría finalizado, de modo que podría dedicar toda su atención a la música.
Avanzando rápidamente, con paso ligero —tan ligero, de hecho, que de vez en cuando daba la impresión de que sus pies no tocaban el frío suelo de piedra— recorrió decidida los pasillos hasta que, al fin, la puerta que buscaba apareció ante ella. No había necesidad de llamar; ja había habido necesidad de llamar. Éste era su refugio, el refugio de ellos. El pestillo se alzó, y entró en los aposentos. Por un instante tan sólo un olor peculiar la asaltó humedad combinada con un deje de algo putrefacto, como carne pasada dejada a pudrir al sol del verano. Pero se desvaneció, y, a la luz de las velas que ardían en sus sopor de las paredes, siguió adelante hasta la habitación interior.
Su madre estaba sentada junto a la ventana. Levantó mirada al entrar ella, y, cuando sus preciosos ojos miope contemplaron a la visitante, una sonrisa apareció en rostro.
—¡Índigo!
La reina Imogen llevaba un vestido de color rojo sangre; curioso, pensó Índigo, ya que aquel color jamás le ha sentado bien. La reina fue al encuentro de su hija con los brazos extendidos para abrazarla, y, si por un fugaz momento su aspecto pareció el de la reina viuda Moragh, Índigo fingió no darse cuenta. Después de todo, eso formaba parte del juego.
Se besaron y se separaron. La piel de Imogen despedía un aroma a eglantina y a fruta demasiado madura.
—Vamos —dijo la reina—, ven y siéntate conmigo y cuéntame tus sueños.
¿Sueños? Índigo se echó a reír.
—Yo no sueño, madre. Estaba escuchando a Cushmagar en el salón. Interpretó una nueva melodía hoy. Un aisling. Vi...
Se interrumpió.
—¿Viste? —La voz de Imogen era dulce y singularmente triste—. ¿Qué viste, Índigo? ¿Fue sobre... tu nombre el color de la muerte? —Suspiró y se apartó unos pasos de modo que Índigo no podía tocarla; ni siquiera quedaba a tiro del cuchillo.
Pero no importaba. No era Imogen la víctima.
—Deberíamos haber elegido otro nombre para ti —añadió la reina, y ahora su tono estaba teñido de irritación.
Casi lo hicimos. Estuvimos a punto de llamarte Anghara. Pero luego, cuando supimos... —Se encogió de hombros y lanzó una carcajada—. Ven a ver el retrato del maestro Breym. Por fin lo ha terminado. Nos lo ha traído hoy a primera hora.
Índigo quiso decir: «El maestro Breym está muerto», pero eso no parecía tener sentido. Se acercó para colocarse junto a su madre y levantó la vista hacia el cuadro, envuelto en terciopelo de color Índigo, que colgaba sobre la repisa como había colgado durante cincuenta años.
—Ninguno de nosotros ha cambiado. —Miró a Imogen, vio que asentía, y sonrió—. Ninguno de nosotros, madre. Ni siquiera yo.
—¿Y cómo quieres que lo sepa, con los ojos como los tengo? —Imogen se acercó más a la chimenea, atisbando—. De todos modos, tendremos que poner otro dentro de poco. Cuando te cases con Fenran. Un cuadro de todos nosotros en tu banquete de bodas resultaría perfecto; y quizás una miniatura, también, para enviarla a mi familia en Khimiz.
—Están todos muertos, madre —dijo Índigo con calma—. Muertos hace tiempo.
—¿Lo están? Bueno, no importa. Luego, cuando Kirra escoja esposa, tendremos...
—¡No!
La mano de Índigo se cerró sobre el mango del cuchillo. Imogen se dio la vuelta y la contempló con bondadosa curiosidad, y las palabras que Índigo había ensayado una y otra vez en preparación para este momento surgieron en tropel.
—No, madre, Kirra no se casará. No lo permitiré. Nosotros no lo permitiremos. No será así... No debe serlo, o... —De nuevo se interrumpió.
—Qué criatura más extraña eres... —La reina parpadeó—. Tienes que hablar con tu padre sobre ello. Él tomará la decisión.
Índigo se volvió.
—Padre...
El rey Kalig la contemplaba indulgente. Una parte de la mente de Índigo, medio sepultada, se dio cuenta de que momentos antes él no se encontraba en la habitación, pero el resto de ella, cautivo del sueño, de la alucinación, aceptó su presencia sin sorprenderse. También él iba vestido de rojo sangre, y de nuevo ella se preguntó por qué. Él no necesitaba ocultar las manchas.
—Padre... —Se acercó a besarlo y fue como si besara hueso viejo y barnizado, no obstante el hecho de que él estuviera allí de pie ante ella, vigoroso y lleno de vida.
El rey Kalig dirigió una mirada a su esposa; una mirada furtiva, que su hija no debía ver. A Índigo le molestó aquello.
—Toca para mí, Anghara —pidió el rey, utilizando el nombre equivocado, el nombre que habían decidido no darle—. Toca el arpa de Cushmagar. La ha dejado preparada para ti.
No había visto el arpa al entrar en la habitación, pero ahora estaba allí, solitaria en medio del suelo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que alguien se había atrevido a tocarla? ¿Quién podía haberse atrevido desde la muerte de Cushmagar?
—Interpreta el aisling de Cushmagar —ordenó su padre.
No desobedeció a su padre. Se acercó al arpa; no había ningún taburete dispuesto pero de todos modos el instrumento se encontraba a la altura exacta. No necesitó más que colocarse frente a él. Flexionó los dedos y posó las manos sobre las cuerdas, recordando la melodía a pesar de que Cushmagar aún no había tenido tiempo de enseñársela. Mañana a lo mejor la regañaría por su presunción, pero por ahora eso no era importante.
Pulsó el primer acorde. Fuera de los muros de Carn Caille un lobo aulló consternado, y las cuerdas del arpa se partieron bajo sus dedos.
—¡No! —Índigo se echó hacia atrás, y el arpa empezó A desplomarse; la madera y el metal se desmoronaban en sus manos, convertidos en algo podrido. Miró a su alrededor, frenética, pero Kalig e Imogen habían desaparecido.
Detrás de ella, unas manos fueron a posarse sobre sus hombros.
Con un chillido de sorpresa, Índigo giró en redondo.
Unos ojos grises se clavaron en los suyos; ojos risueños, amantes, traviesos y satisfechos de haberla sobresaltado.
Una melena negra enmarcaba un rostro curtido por el viento, y todavía llevaba las viejas ropas con las que habían ido a cabalgar juntos a primeras horas de aquel mismo día.