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Debiera haberse cambiado de ropa antes de la fiesta de la noche en el gran salón; su hermano, Kirra, se había dado cuenta y había hecho un comentario desagradable. Había sonado como una broma, pero Índigo sabía que no era así.

—Amor mío... —Se olvidó del arpa, que de todos modos se había deshecho ya, y se entregó a sus brazos—. Fenran. Mi amor. Mi esposo.

Porque lo era. Ella llevaba el anillo en el dedo, y, aunque él tuviera ahora diez años más en tanto que ella no había cambiado, eso no importaba. Empezó a besarla y ella dijo, volviendo la cabeza a un lado:

—No, amor, no. Mi padre y mi madre nos observan. —Tu padre y tu madre se han ido —replicó él, y al mirar por encima del hombro ella vio que así era. Estaban solos en la habitación. Había llegado el momento, pues. »Carn Caille duerme. —Fenran, su amante, su esposo, su socio en la conspiración, apretó los labios contra la oreja de Índigo y su voz fue un susurro, áspero, extrañamente gutural—. Todos duermen.

—Todos duermen. —Lo repitió en un tono que reproducía el de él, y esbozó una sonrisa vieja, astuta y amarga—. Ellos duermen, mientras que nosotros permanecemos despiertos. —Sacó entonces el cuchillo y se lo mostró. La mano derecha de Fenran se cerró sobre él y recorrió la hoja con la punta de los dedos. No se hizo ningún corte; no había sangre cuando volvió a abrir la mano. Perfecto. No había sangre, no había mancha.

Unicamente la mancha de su mente. Sin duda, cuando los dos eran jóvenes no había sido así. ¿No habían sido más felices, entonces?

Aunque no dijo en voz alta lo que pensaba, Fenran supo sus pensamientos.

—Sí —dijo él—, éramos más felices. Pero volveremos a ser felices. Cuando esté hecho, cuando haya terminado. Nos lo prometimos el uno al otro, amor, y sabemos que es cierto.

Ella contempló su rostro, sus canosos cabellos, y profirió una suave carcajada. Era la risa de una anciana, pero eso no la desconcertó. No se podía negar el paso del tiempo ni impedirlo, y había transcurrido mucho tiempo mientras esperaban esta noche.

Existió una época, una época antiquísima...

La voz, que al parecer hablaba desde el aire por encima de su cabeza, hizo que la muchacha echara una rápida ojeada a lo alto pero nada más. Cushmagar ya no estaba allí para contar las viejas historias con sus ocultas advertencias. Su momento había pasado. El momento de Kalig e Imogen había pasado. Y pronto el obstáculo que se interponía todavía entre ellos y lo que era legítimamente suyo también desaparecería.

Era curioso y gratificante que, pese a que sus cabellos eran blancos y su cuerpo empezaba a volverse frágil, Fenran seguía mostrándose erguido y sin encorvarse. Se echó la capucha de la capa sobre la cabeza, sumiendo rostro y cabellos en las sombras; ella hizo lo mismo, y se convirtieron en siluetas en la oscuridad. Él le tomó la mano; en la otra mano de la muchacha, el mango del cuchillo se acomodó como un viejo amigo.

Abandonaron juntos la habitación.

—¡Niahrin! ¡Niahrin!

La bruja se abrió paso por entre los bajíos de sueños imprecisos y despertó, para encontrarse con algo grande, oscuro y pesado que la oprimía. Por un momento, cogida por sorpresa, estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico, pero entonces la ronca voz de Grimya surgió de la oscuridad, y sintió el cálido aliento de la loba en el rostro.

—¡Niahrin, tienes que despertar! ¡Deprisa, deprisa! ¡Necessssito tu ayuda!

Niahrin se liberó del revoltijo que había hecho con las mantas del lecho y se sentó.

—Cariño, ¿qué es, qué ha sucedido?

—Es Índigo. —Grimya jadeaba y se percibía un tono dolorido en su voz—. ¡Por favor, Niahrin, deprisa!

—¿Índigo? —Los dedos de la bruja empezaron a hormiguear de forma muy desagradable—. ¿Qué ha sucedido, Grimya? ¿Qué ha hecho Índigo?

No bien hubo hecho la pregunta sintió una punzada de sorpresa. No había inquirido qué le había sucedido a Índigo, sino qué había hecho Índigo. Había sido un acto totalmente irreflexivo, pero Niahrin había sabido al momento que, si amenazaba algún peligro, Índigo era la causa y no la víctima. Grimya, sin embargo, estaba demasiado agitada para darse cuenta de lo que Niahrin había dicho. La loba había resbalado hasta el suelo y tiraba del dobladillo del camisón de la bruja, profiriendo ahogados gemidos por entre la boca llena de ropa.

—¡De acuerdo, de acuerdo, ya voy! Pero necesito luz; ¡no puedo ver en la oscuridad como tú!

Niahrin se apresuró a encender una vela; luego, al recordar su último paseo helado por los pasillos de Carn Caille, se envolvió en su chal antes de seguir a la frenética Grimya fuera de la habitación.

—¡Querida, si apenas puedes andar! —exclamó cuando llegaron a la puerta—. ¿Qué has estado haciendo?

Grimya levantó los turbados ojos hacia ella.

—¡Pu... puedo andar! ¡Debo hacerlo! ¡Tengo que enseñártelo!

—Ahora, espera. —Niahrin se detuvo y posó una mano sobre la loba para retenerla mientras estiraba la otra en dirección al pestillo—. Antes de que salgamos corriendo a alguna parte, ¿no sería más sensato decirme qué sucede? ¡Si tú vas lloriqueando por todo Carn Caille en este estado y conmigo corriendo tras de ti, tendremos a todos los habitantes del lugar despiertos y acudiendo a contemplar el jaleo antes de que sepamos dónde estamos! ¿Quieres eso?

—Nnno. Pero...

—Bien. —Al ver que había conseguido hacer llegar el mensaje a la loba, Niahrin la soltó—. Antes de que demos un paso dime qué ha sucedido.

Grimya lo hizo. A medida que se explicaba advirtió entristecida que lo que había visto frente a la puerta de Índigo sonaba a algo insignificante e insuficiente para haberle provocado tal estado de agitación. Pero había subestimado a Niahrin. La bruja comprendió al instante que había mucho más en todo aquello de lo que cualquier bardo, y mucho menos Grimya, podrían haber expresado en palabras; y, cuando la loba le mencionó el cuchillo que Índigo sostenía, la inquietud de Niahrin pasó repentinamente de capullo a flor.

—¿Qué clase de cuchillo era? —inquirió—. ¿De las cocinas?

—No, no era así. Muy largo, muy afilado. Una daga. Y el mango estaba ad... adornado.

Por lo que Niahrin sabía, ni Índigo ni Vinar poseían ninguna arma...

—Grimya —dijo la bruja, terriblemente seria ahora—, ¿adonde iba Índigo? ¿Lo sabes?

La loba balanceó la cabeza de un lado a otro.

—No, no... conozco Carn Caille. Pero caminaba hacia el ala sur.

Sur. No, eso no encajaba con la premonición que corroía la mente de Niahrin. Algún otro lugar; algún otro lugar...

Entonces, de forma espontánea, una imagen se formó en su cerebro, y supo la respuesta.

Grimya, espera aquí. —Su voz era severa—. Creo que sé dónde encontrar a Índigo, pero debo moverme con rapidez. —Su mano se posaba ya en la puerta—. Espérame... ¡Rezaré para no tardar demasiado!

Sabía que Grimya no obedecería, y mientras empezaba a correr por el pasillo escuchó el ruido de la loba al seguirla con toda la rapidez de que era capaz. Sólo la Madre sabía qué acarrearían a su pata herida los esfuerzos de aquella noche, pero Niahrin no tenía tiempo de detenerse y empezar a discutir. Si su sospecha era cierta —pensó, aferrándose a esa esperanza—, tenía que moverse deprisa, o su intervención llegaría demasiado tarde.

Se equivocó de pasillo tres veces mientras se encaminaba a su destino y cada vez se vio obligada a volver sobre sus pasos, maldiciendo en silencio el laberinto que era Carn Caille y su propia ignorancia. Grimya todavía la seguía, tozuda, a pesar de que ahora apenas si podía cojear; la loba deseaba llamar a Niahrin y preguntarle adonde iba, pero tenía demasiado miedo de utilizar la voz por si alguien de las habitaciones ante las que pasaban se despertaba y la oía.