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Pero por fin Niahrin encontró la torre que buscaba, en el vértice de dos corredores. Al acercarse vio que una arcada daba a la torre, y que tras la arcada una escalera ascendía en espiral.

Cojeando y resbalando sobre el suelo de piedra, Grimya la alcanzó mientras ella permanecía indecisa ante el arco. —Niahrin.,. —La loba reunió el valor necesario para hablar, en la confianza de que no había nadie que pudiera oírla. Jadeaba—. ¿Qué es este lugar? No es donde Índigo duerme... Su habitación está en otrrr... otra parte del... — ¡Chist! —Niahrin levantó un dedo para silenciarla, atisbando en la oscuridad del hueco de la escalera y deseando poder distinguir lo que había arriba—. Lo sé. Pero creo que es aquí donde vendrá. Grimya olfateó el aire... y se puso alerta. —No vendrá —anunció. —¿Qué? —La bruja giró bruscamente. —No vendrá. Ha venido. —Grimya alzó el hocico—. La huelo, ¡huelo a Índigo! Ha llegado aquí antes que nosotras. El rastro es muy reciente. Niahrin lanzó un juramento en voz baja. —¿Adonde fue?

—No... esssstoy segura. Pero... —Entonces, de improviso, Grimya levantó la cabeza y miró a la bruja con creciente horror—. Niahrin, ¡creo que Índigo sigue aquí! ¡Y si lo está, al... algo terrible va a suceder!

Ella había querido la torre norte. Ambos la habían querido, ya que era un agradable lugar en el que refugiarse del bullicio de Carn Caille, y también quedaba alejado de las inmensas vistas meridionales de la tundra y la inquietante luz estival de las regiones polares situadas más allá. Hubo una época en que Índigo había amado aquellas tierras con su enorme y desolada belleza, pero eso había sido mucho tiempo atrás y la antigua magia que habían tenido para ella se había convertido en algo menos agradable, de modo que no había querido volver a contemplarlas. Pero les habían negado la torre. Como tantas otras cosas, otro había reclamado la torre; las palabras y los argumentos no habían conseguido rectificar la decisión, y la amargura había hecho su aparición. Ahora la amargura era todo lo que quedaba y la corroía desde dentro como una enfermedad devastadora. Hubo una época en que amaba a su hermano, pero aquello había quedado atrás, sepultado por los resentimientos, los celos y las frustraciones, que habían encontrado su nuevo punto de mira en la disensión sobre la torre.

Pero, aunque la torre era una cuestión insignificante, los otros agravios no lo eran. Ella lo sabía; Fenran lo sabía; y ahora, juntos, resolverían de una vez por todas la injusticia que se había cometido con ellos. «Injusticia.» La palabra resonó en la mente de Índigo como una letanía. Toda su vida habían padecido la injusticia, pero eso terminaría. No más desilusiones. No más rivalidades. Esta noche reclamarían lo que se les debería haber concedido años atrás.

Fenran aguardaba en el pasillo principal. Había querido ocupar el lugar de ella y llevar a cabo la acción por su propia mano, pero Índigo se había negado. Ella había iniciado esto; ella lo terminaría. Era lo justo. Así pues Fenran aguardaba y vigilaba, y ella... Sonrió, sin dejar que las palabras surgieran pero sabiendo que estaban en su mente, reconfortantes y cálidas.

La habitación de la torre no estaba totalmente a oscuras ni tampoco en completo silencio. La tenue luz de la luna brillaba a través de la alta y estrecha ventana y jugueteaba a los pies del enorme lecho con dosel —que debiera haber sido su lecho, el de ellos—, y de la zona en penumbra situada más allá le llegaba el apagado y rítmico sonido de dos durmientes que dormían pacíficamente.

Kirra y su esposa habían bebido vino con una calculada dosis de narcótico, y no despertarían. Con paso ligero y sigilosa como la neblina, Índigo avanzó hacia la cama, y el cuchillo que empuñaba centelleó al ser alzado en el aire.

Entonces, desde el otro lado de las puertas de Carn Caille, sobresaltando a Niahrin, que permanecía indecisa junto a la escalera, sobresaltando igualmente A Grimya, cuyos ojos estaban clavados en las sombras llenos de terror, y rompiendo el hechizo que dominaba a Índigo, una jauría de lobos elevó sus voces al unísono en medio de la noche para dar la alarma con un coro de aullidos.

En la habitación de la torre, la violenta sacudida provocada por el repentino despertar dejó a Índigo sin aliento y la hizo tambalearse hacia atrás. Se balanceó y recuperó el equilibrio por puro reflejo físico; luego sus ojos se abrieron y se quedó inmóvil, parpadeando aturdida, en medio de la habitación.

¿Dónde se encontraba? Ésta no era la habitación que le habían dado; el mobiliario era diferente, la estancia misma era más grande, y la ventana estaba en el lugar equivocado.

Y en su mano... ¿qué...?

Levantó la mano, vio lo que sostenía, y su boca se abrió llena de incredulidad. Muy despacio, volvió la cabeza para mirar en dirección a la cama. Las cortinas estaban corridas, la luz de la luna iluminaba los postes de la cabecera E entre ellos se distinguía un revoltijo de almohadas y el brillo de una melena rubia. El rostro de la durmiente estaba vuelto a un lado, pero un brazo de piel muy blanca sobresalía por encima de las mantas, con la mano extendida y los dedos ligeramente crispados, y en uno de los dedos brillaba una alianza. Índigo había visto antes la alianza. Era la de la reina Brythere.

La comprensión llegó arrastrándose desde lo más profundo de su ser hasta alcanzar su mente consciente. Las manos empezaron a temblarle, el cuchillo escapó de sus dedos y golpeó el suelo con un leve pero claro sonido. Brythere se removió en el lecho y murmuró unas palabras. Presa de pánico, con la cabeza dándole vueltas y el corazón latiendo con tal fuerza bajo las costillas que parecía como si fuera a estallar, Índigo se agachó rápidamente para tantear el suelo en busca del arma. No debía dejarla allí, no debía dejarla allí para que la encontraran, y mientras sus dedos intentaban localizarla rezó en silencio, desesperada: «No dejes que despierte; oh, dulce Tierra, Madre todopoderosa, por favor, no dejes que despierte...».

De pronto, un leve movimiento captado con el rabillo del ojo llamó su atención. La cabeza de Índigo se alzó violentamente, y lo que vio casi le provocó un ataque al corazón. Una figura se había alzado frente al dosel de la cama y la miraba directamente a ella.

Por un espantoso momento Índigo perdió toda esperanza. La reina había despertado; estaba sentada en la cama, la había visto, y un grito de auxilio haría aparecer corriendo a la mitad de los soldados de Carn Caille. Pero la figura no gritó, no se movió siquiera... y entonces Índigo se dio cuenta de que la primera impresión había sido errónea. Ésta no era Brythere. Brythere seguía dormida... pero erguida más allá de su figura tumbada, en el extremo opuesto de la cama, había una anciana. Los blancos cabellos sujetos en trenzas le caían hasta la cintura, y tenía el rostro cubierto de arrugas y la boca hundida y curvada en una mueca amarga. Índigo reconoció las familiares facciones y los brillantes ojos de color azul violáceo: era la representación de su propio ser en años venideros.

La vieja sonrió; no fue una sonrisa agradable sino cruel, astuta y conspiradora. La mujer levantó una mano y la llamó.

El autocontrol que Índigo se había esforzado por mantener no podía competir con esta aparición. Incapaz de contenerse profirió un gemido de auténtico terror y, olvidando el cuchillo perdido, dio media vuelta y huyó. Fue vagamente consciente de que a su espalda se producía un repentino frenesí de actividad y que una «aguda voz de mujer la llamaba interrogante y alarmada, pero no se detuvo; mientras Brythere se incorporaba en el lecho y el fantasma de la anciana desaparecía, ella abandonó la habitación. Descendió los bajos escalones de tres en tres y de cuatro en cuatro, perdiendo pie en dos ocasiones, chocando en una contra la pared y arañándose la mano con la áspera piedra al apoyarse para recuperar el equilibrio. Alcanzó el final de la escalera, se lanzó a través de la arcada, giró... y chocó de cara con Niahrin. —¡Índigo!