La bruja la agarró por el brazo, obligándola a detenerle. Por un instante los ojos de las dos mujeres se encontraron y sus miradas se clavaron la una en la otra; Niahrin desconcertada, Índigo aterrada. Luego, con un violento [tirón que cogió a Niahrin desprevenida, Índigo liberó su brazo y, antes de que la bruja pudiera reaccionar, se alejó Corriendo por el pasillo.
—¡Índigo! —gritó Grimya, angustiada—, ¡Índigo! Intentó seguir a la figura que huía, pero Niahrin saltó sobre ella y la retuvo.
—¡No, Grimya, no, jamás la alcanzarías! ¡Silencio, o tendremos a la mitad de Carn Caille corriendo hacia aquí! Pero era demasiado tarde para tener en cuenta eso; tanto si había sido el grito de Brythere o el del lobo lo que los había despertado, alguien estaba ya despierto. Se escuchó el ruido sordo de una puerta que se cerraba de golpe; luego unos pasos veloces se acercaron desde la dirección opuesta a aquella que había tomado Índigo. Una voz de mujer gritó una orden, y más pisadas se unieron a la primera. Se aproximaron rápidamente. Niahrin había tenido presencia de ánimo de seguir sujetando el collarín de Grimya y arrastró materialmente a la loba por el suelo hasta un punto donde un pequeño pasillo lateral salía al pasillo principal. Si había problemas y la encontraban allí, estaría bajo sospecha y no podría explicar su presencia en el lugar.
—¡Silencio, Grimya! ¡No hagas el menor ruido! Susurró la orden mientras ambas retrocedían fuera de vista, sin dejar de rezar para que la loba la obedeciera. Entonces se distinguió el resplandor parpadeante de unas velas, y aparecieron tres personas: Ketrin, la doncella de la reina, con dos guardas a su espalda. Conteniendo la respiración, y con una mano lista para mantener cerrado el hocico de Grimya si intentaba hacer el menor sonido, Niahrin atisbo cautelosamente por la esquina a tiempo de ver cómo la doncella y uno de los hombres atravesaban el arco en dirección a la escalera de la torre. El segundo permaneció allí, y Niahrin aguardó, contando los segundos, temerosa de escuchar en cualquier momento el alboroto de un horrible descubrimiento. Pero no se escuchó ningún alboroto; en su lugar, tras unos pocos minutos que le parecieron una hora, la doncella y el guarda reaparecieron.
—La reina ha sufrido otra pesadilla. —La voz de Ketrin era seca—. No hay motivo de alarma. Informad a su alteza y rogadle si le importaría venir. Luego podéis regresar a vuestras camas.
Los hombres hicieron una reverencia y se marcharon. Arriesgándose a echar una ojeada desde su escondite mientras ellos desaparecían, Niahrin comprobó con desaliento que Ketrin no parecía dispuesta a regresar a los aposentos de la reina Brythere y darle tiempo para escabullirse lejos de allí con Grimya, sino que aguardaba junto a la arcada. Su rostro mostraba una expresión peculiar que Niahrin no sabía cómo interpretar.
La reina viuda Moragh llegó a los pocos minutos. Llevaba sus ropas de dormir y desde luego no parecía haberle gustado que la sacasen de la cama. Niahrin escuchó un murmullo de palabras cortantes, pero de improviso una respuesta de Ketrin la dejó helada, a medida que iba captando la esencia de lo que la doncella decía.
—...en circunstancias normales, alteza. Pero cuando encontré esto en el suelo...
Un momento de silencio. Luego Moragh dijo:
—¡Por la Diosa...!
Conteniendo la respiración, consciente de que corría un gran riesgo pero también de que debía ver qué era lo que Ketrin había encontrado, Niahrin sacó la cabeza por la esquina.
Sobre la palma abierta de Ketrin había un cuchillo de hoja muy larga.
—¿De quién es? —La voz de Moragh era grave y feroz—. ¿De dónde salió?
—No lo sé, alteza. Pero no es de la clase de los que utilizan nuestros hombres. La empuñadura... —Su voz se convirtió en un murmullo ahogado cuando dio la espalda a Niahrin, y la bruja no pudo escuchar el resto de lo que decía. Al poco Moragh se irguió.
—Será mejor que vayamos a ver a la reina. No le digas nada a ella, Ketrin. No quiero que sepa esto. Realizaré mis propias investigaciones.
Las dos mujeres desaparecieron al otro lado de la arcada, y sus pasos se perdieron escalera arriba.
Niahrin apoyó la espalda contra la pared, cerrando los ojos. Se sentía tremendamente aliviada de que no la hubieran visto, pero mezclado con el alivio había el horror, ya que el descubrimiento del cuchillo confirmaba sus peores sospechas. Empujada por un estado de sonambulismo, Índigo había intentado asesinar a la reina Brythere. Pero ¿por qué? ¿Qué resentimiento podía yacer enterrado en la memoria perdida de Índigo que la hiciera desear cometer tal acto? La reina era una auténtica desconocida para ella; no había hecho ningún daño a Índigo...
Un frío sudor empezó a correr por el cuerpo de la bruja cuando ésta se dio cuenta de lo cerca que habían estado los acontecimientos de aquella noche de convertirse en una tragedia. Los aullidos de los lobos debían de haber despertado a Índigo. De no haber sido por ellos, la reina Brythere yacería ahora muerta entre sus ensangrentadas almohadas.
Sacudió la cabeza con fuerza para desechar la estremecedora sensación que parecía querer arrancarle la columna vertebral. No iría tras Índigo ni intentaría hablar con ella; también habría que convencer a Grimya para que no realizara el menor intento de enfrentarse a su antigua amiga... aunque, cuando Niahrin bajó los ojos hacia la loba, se dio cuenta por su acurrucada y triste postura que el animal estaba demasiado desanimado para intentarlo. Eso estaba muy bien, ya que Niahrin tendría mucho que hacer ahora sin tener que preocuparse además constantemente por el paradero de la loba o sus intentos de inmiscuirse. Esta noche había vislumbrado otra parte del dibujo del tapiz y, a pesar de que todavía no lo comprendía, al menos le había indicado en qué dirección buscar.
Se agachó y acarició con suavidad la coronilla de la loba.
—Vamos, querida. —Su voz era dulce y llena de compasión—. Será mejor que regresemos. No hay nada más que podamos hacer por ahora.
Grimya devolvió brevemente la mirada a la bruja para demostrar que comprendía, pero no dijo nada. Al salir de su escondite y penetrar en el pasillo principal, una débil y fría ráfaga de aire pasó veloz junto a ellas. Niahrin volvió rápidamente la mirada en dirección a la torre de la reina... y se detuvo. Por un instante una figura borrosa pareció moverse junto a la arcada, y la bruja creyó vislumbrar un curioso destello plateado, como si dos ojos hubieran captado y reflejado la vacilante luz de la luna. Entonces, de repente, se le puso la carne de gallina cuando el helado vientecillo volvió a soplar y pareció musitar su nombre con una voz que conocía bien.
—¿Perd...?
Pero la ahogada pregunta de Niahrin murió en su garganta. La borrosa figura había desaparecido, y con ella el frío y susurrante soplo de aire. Sólo había sido un espejismo creado por la luz de la luna, un engaño a una imaginación exacerbada ya en aquellos momentos. Perd no estaba allí, no había estado allí. Era imposible que hubiera estado allí.
Grimya no parecía haber observado nada; aguardaba, decaída y silenciosa, para realizar el agotador viaje de regreso a sus habitaciones. Ciñéndose mejor el chal alrededor de los hombros, Niahrin se alejó por el pasillo.