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—Es la loba domesticada... ¡Ha venido a buscar su desayuno!

Niahrin se puso en pie de un salto y vio a Grimya. La loba había entrado en el salón pero ahora vacilaba, asustada por todos aquellos rostros extraños y no muy segura de su bienvenida. Pero, mientras miraba indecisa a su alrededor, una mujer se acercó a ella desde una de las mesas de servir.

—Ven, pequeña amiga del bosque, ¡ven! —Se inclinó, extendiendo una mano y realizando gestos de ánimo. Las orejas de Grimya se irguieron al frente y su cola se agitó tímidamente, lo que provocó nuevas risas amables.

—¡Le gustas, Alinnie!

—Supongo que huele la comida. Que alguien le traiga un plato de fiambres.

—Cojea, fijaos. Tiene la pata trasera herida.

—Una de las brujas del bosque la trajo. ¿Está aquí ella, está aquí en el salón?

Recuperando la serenidad con un supremo esfuerzo, Niahrin abrió la boca para responder en voz alta: ¡Sí, estoy aquí! Lo primero que se le ocurrió fue que debía sacar a Grimya de allí a toda prisa antes de que sucediera el inevitable enfrentamiento, pero, al dirigirse a su encuentro, comprendió que era demasiado tarde: Grimya había visto a Índigo. Por un instante la loba permaneció completamente inmóvil; entonces Vinar se volvió y la vio a ella.

¡Grimya! — Dejó a Índigo en el suelo, se incorporó de un salto y giró de cara a la loba, con los brazos extendidos—. Grimya, ven a saludarnos!

Niahrin, horrorizada, sabía lo que iba a pasar y no podía hacer nada para evitarlo; la alegría de Vinar era tan grande que ni por un momento se le ocurriría no compartirla con cualquier ser vivo que apareciera dentro de su radio de influencia. Con una sensación de aterradora e impotente inevitabilidad, la bruja vio cómo la postura de la loba se relajaba un poco —fueran cuales fueran sus diferencias, Grimya sentía un gran cariño por el scorvio— y cómo el animal se acercaba a la mesa, moviéndola cola con más energía ahora pero con la mirada fija en Índigo. En cuanto llegó junto a Vinar, éste

se arrodilló y la abrazó con fuerza.

—¡Me alegro de verte, Grimya! —exclamó—. Y ahora todo va a ir bien para nosotros. —Sujetó el hocico de la loba entre las manos y la miró a los ojos, radiante de felicidad—. ¡Nos vamos a casar tan pronto como podamos!

Grimya quedó como paralizada. Luego volvió la cabeza hacia Niahrin, suplicando con desesperación con la mirada una respuesta negativa. La bruja no podía contestar en voz alta, pero su expresión revelaba la verdad.

—¡Eh, vamos, Grimya! —Vinar se sobresaltó cuando la loba se liberó de sus brazos con un violento movimiento convulso y retrocedió. Los ojos del animal llameaban—. ¡Todo va bien! ¡He contado a Índigo la verdad, y a ella no le importa! Podemos ser amigos otra vez...

No pudo seguir. Grimya no escuchaba sus palabras, ni parecía darse cuenta de su presencia. Los cuartos traseros del animal se tensaron y, ante la sorpresa de todos los presentes, saltó, gruñendo, sobre Índigo.

Cogida por completa sorpresa, la muchacha se desplomó bajo el peso de la loba. Pero la lesión hacía que Grimya se moviera con torpeza; cuando las dos cayeron al suelo juntas la loba perdió el equilibrio y aterrizó mal, y con veloz instinto de cazador Índigo rodó por el suelo fuera del alcance de sus furiosos dientes.

¡Grimya! —chilló Niahrin. Empujando a Vinar a un lado, corrió a sujetar a la loba por el collarín, y la arrastró fuera de allí al ver que intentaba volver a atacar—. ¡No, no, para! —Grimya lanzó un terrible gañido ahogado y se revolvió, pero ella no la soltó—. ¡No, Grimya, no! ¡Déjala en paz! —Y, viendo que Vinar intentaba con cierto retraso o bien ayudarla o bien atacar a la loba (no estaba segura de cuál de las dos cosas, pero no le importaba en este momento), le gritó—: ¡Maldito seas, idiota, déjamela a mí!

El scorvio retrocedió, y Niahrin empezó a tirar de la forcejeante y enfurecida Grimya en dirección a las puertas. Escuchó su propia voz, aunque parecía pertenecer a otra persona; balbuceaba excusas, explicaciones —«tantos extraños...», está muy nerviosa...», «la pata le provoca malhumor...»— y sus sentidos registraron vagamente la situación: rostros serios, murmullos ahogados, consternación y desconcierto e indignación, mientras intentaba alcanzar la puerta. Desde el umbral pudo adivinar a Índigo que se incorporaba tambaleante, a Vinar solícito y perplejo ; a su lado, antes de arrastrar a la loba fuera de la sala y retirarse en dirección al refugio que ofrecía su habitación.

—No comprendo qué le ha sucedido. —El brazo de Vinar rodeó los hombros de Índigo y apretó a la joven en actitud protectora, posesiva, contra él—. Jamás había visto a Grimya comportarse así, ni de un modo similar. —Suspiró—. ¿Sabes qué? Creo que está celosa. Yo diría que es eso lo que debe de ser.

Índigo partió un pedazo de pan y empezó a masticarlo. Vinar observó con alivio que parecía haberse recuperado con mucha rapidez de la conmoción del inesperado ataque de Grimya, y ahora que todos los que los habían felicitado se habían retirado con mucho tacto a otras mesas, permitiendo que conversaran en privado, la muchacha volvía a estar tranquila y serena.

—Celosa o no —respondió—, sean cuales sean sus motivos, eso no altera las cosas. —Volvió la cabeza, y sus ojos, salpicados de plata, se clavaron con intensidad en los de él—. No cambia nada, Vinar... y, si a Grimya no le gusta, puede buscarse un hogar con otra persona. —Sí. Sí, tienes razón.

Vinar sintió una punzada de pesar, pues quería a Grimya y le dolía haberla trastornado tanto. Pero si, como parecía inevitable, la loba estaba decidida a obligar a Índigo a escoger entre su antiguo y su nuevo amor, no podía más que sentirse satisfecho de que la elección de su prometida fuera tan firme e inequívoca. Por grande que fuera la desdicha de Grimya, pensó no sin cierta sensación de culpabilidad, no podía estropear su propia felicidad. Tal vez si esta desavenencia entre ellos no llegaba a solucionarse, la loba podría encontrar un nuevo hogar junto a Niahrin. La bruja parecía una mujer agradable, de buen corazón y desde luego muy encariñada con el animal. Quizás ella podría ofrecer a Grimya una nueva felicidad y contento si él e Índigo no eran capaces de hacerlo.

Apartó el brazo de los hombros de su amada al fin y volvió la atención a su propio desayuno. Hasta ahora había tenido poco tiempo para asimilar aquello tan extraordinario y maravilloso que le había sucedido, y, puesto que era honrado, reconoció que no sentía demasiadas ganas de examinar muy a fondo los motivos que se ocultaban bajo el repentino e inesperado cambio de parecer de Índigo. Para Vinar, las causas y los motivos no eran importantes; todo lo que importaba era que Índigo quería convertirse en su esposa, y por ello él estaría eternamente agradecido.

Ella había ido a verlo de madrugada. Había entrado en su habitación y lo había sacado de su sueño con un sobresalto; luego, tras cogerle las manos entre las suyas, le había dicho de golpe y sin rodeos que quería que ambos se casaran. Asombrado, y todavía confuso por el repentino despertar. Vinar había estado en un principio medio convencido de que soñaba. Pero el fervor y resolución de la joven habían sido tales que había acabado por atreverse a creer que aquello no era un sueño, sino la realidad: mareante y jubilosa realidad. Incluso la confesión de su engaño, que hizo titubeante y temeroso de su cólera, no significó nada para ella. El la amaba, dijo; era por ese motivo que había actuado como lo había hecho. Lo comprendía, y no había nada que perdonar. El la amaba. Eso era todo lo que importaba. Él la amaba de verdad. Debía olvidar a su familia, le dijo; olvidar Carn Caille y la búsqueda que los había llevado allí. Se casaría con él tan pronto como pudiera organizarse la ceremonia, y se irían los dos juntos, de vuelta al mar, de vuelta al hogar de él en Scorva.