Vinar no sabía nada de lo sucedido a primeras horas de esa noche. No sabía nada del sueño sonámbulo, de la visita de Índigo a la torre de la reina o del tormento que la muchacha había padecido durante las horas que siguieron. De regreso en su oscura habitación, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, Índigo se había columpiado febril adelante y atrás, abrazándose a sí misma en un esfuerzo desesperado e inútil por mantener a raya su pesadumbre y terror. La reacción llegó en estremecedoras oleadas, como una fiebre; imágenes horripilantes del crimen que había estado a punto de cometer llameaban en su cerebro, y con ellas el terror ante la propia impotencia. ¿Qué poder monstruoso se había apoderado de su mente dormida? ¿Qué horrores permanecían encerrados en su perdida memoria, que la arrastraban a pensamientos asesinos? ¿Y qué haría, qué podría hacer, si volvía a atacarla aquel impulso durante el sueño?
Y en el origen de todo ello estaba Carn Caille; Índigo estaba segura ahora de que su llegada allí —o su regreso, pues la perseguía una siniestra y terrible sensación de familiaridad dentro de estas paredes— había desencadenado algo en su cerebro. «Pesadillas que frecuentan las paredes», había dicho la reina Brythere. Índigo volvió a estremecerse. Había creído que Carn Caille podía tener la clave del legado perdido de su pasado y ahora temía haber estado en lo cierto; pero el legado que la llamaba era algo salido de una pesadilla. La loba que hablaba, el loco Perd, la alterada familia reaclass="underline" todos formaban parte de ello, estaba segura. Y el periódico sueño de Brythere, que ella había compartido y que ahora por una aterradora deformación había estado a punto de convertirse en trágica realidad... Índigo no quería saber nada más de todo aquello. No deseaba ahondar más en lo que fuera que se ocultaba aquí; todo lo que quería era arrojarlo lejos de sí como arrojaría a un demonio.
Balanceándose y temblando a solas en la oscuridad, había llegado a una decisión. Su único deseo era escapar de Carn Caille y del malévolo hechizo que lanzaba sobre ella, y su única esperanza, su único puntal y salvación, era Vinar. El no tenía nada que ver en esto; era tan inocente como un recién nacido, firme y seguro, un viento limpio y purificador con el poder de dispersar la neblina envenenada que empezaba a rodearla. Un buen hombre... que la amaba. Índigo sabía que sus propios sentimientos no se correspondían con los de él y que a lo mejor jamás lo harían. Pero existían muchos grados de amor. Y ella apreciaba a Vinar, lo respetaba, y él le gustaba. Sin duda eso era suficiente, y con el tiempo aprendería a amarlo de la forma que sabía que él ansiaba. Él la ayudaría, le enseñaría y, por encima de todo, la llevaría lejos de Carn Caille y la protegería de los repugnantes fantasmas de los recuerdos que la muchacha temía recuperar.
Así pues había ido a su encuentro, y había dejado que la tomase en sus brazos, y le había dicho que quería convertirse en su esposa. Ahora, ante la mesa del desayuno en el salón de Carn Caille y con su hombre, su prometido, sentado alto y fuerte y dulcemente posesivo junto a ella, era como si a Índigo le hubieran quitado de los hombros un terrible peso. Ni siquiera la reacción violenta e imprevisible de la loba mutante la había trastornado; el animal le resultaba indiferente, porque sabía que no tenía por qué tener que ver nada más con él. Tenía a Vinar ahora. Vinar se ocuparía de ella. Vinar la mantendría a salvo.
¿Por qué, entonces, por qué, se sentía como si una parte de su alma hubiera muerto?
La decisión que Grimya tomó durante la siguiente hora fue una de las más duras de su vida. En un principio se había mostrado resueltamente desafiante; no dijo nada mientras la arrastraban sin miramientos de vuelta a la habitación de invitados, no dijo nada mientras Niahrin la regañaba abiertamente por su comportamiento, y no dijo nada tampoco cuando la bruja, reducida por fin a impotente exasperación, se marchó en busca de algo que comer. Cuando se hubo marchado, Grimya se acurrucó en el suelo, los ojos clavados en la puerta cerrada con llave pero sin ver otra cosa que las imágenes que desfilaban por su cerebro; imágenes que abarcaban cincuenta años de vagabundeo, de amigos y enemigos, triunfos y fracasos, alegrías y desesperación, y por encima de todo el vínculo que Índigo y ella habían compartido durante todas sus pruebas. Ahora, el pasado se había convertido en cenizas. Índigo la había olvidado, olvidado el sueño que durante tanto tiempo se había esforzado por cumplir, y dentro de poco se asestaría el último golpe cuando rompiera los lazos de unión, y con ellos sus irrealizadas esperanzas, para siempre.
Y todavía quedaba un demonio.
Grimya no podía dejar que Índigo se fuera. Sabía que ése había sido el acicate oculto tras el ataque realizado en el gran salón, aunque ahora se daba cuenta de que había sido algo precipitado y estúpido y no había ocasionado más que daño en lugar del bien que ella deseaba. Si se hubiera detenido a pensar, en lugar de actuar llevada por un impulso temerario... Pero ahora era demasiado tarde para lamentarlo, y tampoco había la menor esperanza de convencer a Índigo para que la escuchara, y mucho menos la comprendiera. Si quería evitar la catástrofe que se aproximaba, se dijo Grimya, debía encontrar otro modo. Y para ello necesitaría ayuda humana.
Cuando Niahrin regresó, Grimya estaba decidida y dispuesta. La bruja entró en la habitación y cerró la puerta; entonces se detuvo al ver a la loba sentada muy erguida en medio de la estancia. Una cautelosa expresión interrogante apareció en sus ojos.
—¿Qué sucede, Grimya? —preguntó—. ¿No te encuentras bien?
—No es eso. —Las palabras no salieron con facilidad, pero Grimya las había ensayado y estaba decidida a decirlas—. Qui... quiero hablar contigo, Niahrin. Hay algo que debo contarte.
Por un momento Niahrin pensó que simplemente iba a disculparse, pero luego una intuición más sutil le indicó que esto era algo más. Se acercó al sillón situado ante la chimenea y se sentó, sin dejar de observar a Grimya.
—Sí —dijo con suavidad—, te escucho.
—Es... —Grimya vaciló, lanzó un gemido y volvió a reunir todo su ánimo—. Es sobre Índigo. Al... algo que no sabes. Nadie lo sabe, excepto yo. Ella... —De nuevo le falló la voz. Niahrin no la presionó sino que esperó paciente. Por fin Grimya tragó saliva, se lamió el hocico y continuó.
»¿Rrre... recuerdas las habitaciones que vimos, donde había vivido la familia del rey? Había un cuadro allí, y todo el mundo dice que la muchacha del cuadro es igual a Índigo.
—Sí —volvió a decir Niahrin.
—Hay un mo... tivo. Un motivo para que sean tan iguales.
—¿Quieres decir que conoces la verdad? —Niahrin se inclinó al frente—. ¿Índigo desciende de la familia del rey Kalig?
—No desciende. —Grimya levantó los ojos. De improviso éstos mostraron una muda súplica, y algo, una sensación que no pudo nombrar, se removió en la boca del estómago de Niahrin—. No desciende —repitió Grimya desesperadamente—, sino que son la misma persona. Índigo y la prrr... princesa... son la misma persona.
El relato tardó bastante en finalizar, y cuando hubo terminado Niahrin no habló durante un buen rato. Permaneció sentada en el sillón, inclinada todavía al frente hacia la chimenea, y, aunque el fuego no estaba encendido a esta hora del día, mantuvo las manos extendidas como si las templara al calor de unas llamas invisibles. Mentalmente veía las manos de un anciano moviéndose en las llamas, y oía los lejanos acordes de un arpa...