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Por fin fue capaz de romper el silencio; lo cierto es que tuvo que romperlo, o la habría asfixiado.

—Dulce Tierra —musitó—. ¡Oh, dulce Madre Tierra!

Grimya se acercó despacio, vacilante, e introdujo el hocico en una de las manos extendidas de la bruja.

—Niahrin..., ¿no... me crees?

Los dedos de Niahrin se crisparon, y la mujer retiró las manos para llevárselas al rostro. Su piel ardía.

—Sí —respondió—. Sí, querida mía, te creo.

«¿Cómo podría no hacerlo? —pensó—. Los hilos empiezan a entretejerse. Su nombre. El vínculo con Carn Caille. El anciano bardo Cushmagar, que conocía a Anghara y sabía lo que hizo; que murió sin revelar su secreto, dejando un arpa que se niega a emitir notas. Y los motivos por los que no puede casarse con Vinar; porque es vieja, y porque existe otro que tiene un mayor derecho. El miedo del rey Ryen, y el de su alteza, están bien fundados, Índigo es la legítima reina de las Islas Meridionales, que ha regresado a casa después de cincuenta años.»

Grimya se lo había contado todo. Le había hablado de la Torre de los Pesares allá en la tundra meridional, y de la prohibición que en su frustración la joven e irresponsable Índigo había roto. Había hablado de los demonios que la insensatez de la muchacha había liberado, y de la noche de terror, destrucción y muerte cuando aquellas antiguas fuerzas malignas descendieron sobre Carn Caille y provocaron estragos. Había mencionado la maldición que había caído sobre los hombros de Índigo; la maldición de la inmortalidad, porque Índigo jamás envejecería ni moriría hasta que se hubiera enfrentado a aquellos siete horrores siniestros uno a uno y los hubiera destruido. le había hablado también de los largos años que ella y Índigo habían estado juntas, años de prueba y vagabundeo, hasta que por fin seis demonios habían desaparecido del mundo y ya sólo quedaba uno. Un demonio, que Grimya sabía que aguardaba aquí en las Islas Meridionales... y que, si Índigo le daba la espalda para casarse con Vinar, llevaría a la muchacha a la ruina.

Niahrin sentía que la cabeza le daba vueltas. Siete demonios, encerrados en una antigua torre cuya puerta jamás debía abrirse... El vago recuerdo de una historia contada por su abuela resonaba en su cabeza; pero aquello había sido una vieja leyenda, una fábula y no una historia auténtica. ¿Estaba segura de que no había sido una historia auténtica? Y si, como Grimya le había contado, aquellos siete demonios habían caído como furias chillonas sobre Carn Caille, llevando consigo la muerte y el derramamiento de sangre, ¿por qué se creía —no, no se creía, se sabía— que el rey Kalig y su familia habían muerto a causa de la plaga que había barrido las Islas Meridionales aquel desdichado año? Luego, quizá lo más fantástico de todo, estaba Fenran, prisionero en un infierno del otro mundo y por quien Índigo había regresado a su país. Fenran, dormido —en espíritu o en cuerpo— en un lugar llamado la Torre de los Pesares, que esperaba que volvieran a despertarlo a la vida.

¿Dónde estaba, y qué era, esta Torre de los Pesares? ¿Existía realmente allá en la tundra, o se trataba de una alegoría de otra cosa? Grimya no podía responder a la pregunta, pues tan sólo sabía lo que Índigo le había contado y jamás había visto la torre con sus propios ojos. Todo lo que podía decir era que la torre había contenido siete demonios. Pero ¿cuál era la naturaleza de los demonios? La abuela de Niahrin le había contado algo sobre ellos, pero a la vez se había mostrado enigmática. Los demonios, había dicho, no eran lo que parecían, y cualquier practicante de las artes mágicas que presumiera de comprender su esencia era o un mentiroso o un loco. «Mira en el interior de cualquier cosa que refleje la verdad —le había dicho la abuela—. En una gota de lluvia, o en el cristal de una ventana, o en la brillante hoja de un cuchillo en el interior de tu propia y limpia cocina, y puedes ver demonios que son tan reales como tú misma. Lo cierto es que pueden ser cómo tú.» Se había negado a dar más explicaciones, diciendo a su nieta que su camino no se encontraba entre la familia demoníaca, pero ahora la bruja recordó sus ambiguas palabras, y con ellas algo más; algo que le devolvió un amargo recuerdo: siete demonios. Y, hasta que todos hubieran sido derrotados, la vida de Índigo debía permanecer en el limbo, pues la maldición se la había impuesto un poder mayor que el de ella misma.

Pero ¿era así?, se preguntó Niahrin. ¿Era realmente así?

En su cerebro penetró el recuerdo de una voz, un suspiro, la sensación de una poderosa, bondadosa y a la vez remota conciencia, que le hablaba por entre los ecos espectrales de un arpa: «CRIATURA, CRIATURA MÍA. NO FUE OBRA MÍA...».

¡Oh, sí! Había más en todo esto, mucho más de lo que sabía Grimya, y Niahrin sintió que un escalofrío psíquico le recorría mente y cuerpo. Ahora empezaba a comprender las imágenes del tapiz que la había obligado a tejer la magia. Los soles gemelos, uno enojado, el otro ciego. La luna, señora del destino, colgando entre ellos encima de Carn Caille, cuya puerta de acceso era una enorme arpa por la que penetraba la procesión de diminutas figuras: Índigo y Grimya, ella misma y Vinar...

Sin embargo quedaban misterios que desenredar de aquellos hilos. El tapiz no había revelado todo lo que tenía que contar, pues en la procesión se hallaban Ryen y Brythere, y el pobre loco de Perd Nordenson.

«Perd, que amaba a la reina Brythere, se presentó ante Índigo en una pesadilla e intentó matarla. E Índigo fue, dormida, a la habitación de la reina Brythere con un cuchillo en la mano...», pensó para sí.

Grimya... —Niahrin se levantó de un salto de su sillón y de una sola zancada se colocó junto a la loba, cuyo hocico sujetó entre ambas manos mientras la miraba con fijeza a los ojos—. Grimya, hay tantas cosas que no sé! ¡Tanto que necesito averiguar!

Grimya se removió inquieta.

—¡Te he dicho todo lo que puedo, Niahrin!

—¡Sí, sí, ya me doy cuenta, cariño, no es mi intención ofenderte! —Niahrin estaba sin aliento ahora a causa de la excitación, una excitación asfixiante, aterradora, casi incontrolable. La intuición corría como un río tumultuoso por sus venas; ahora estaba segura de lo que debía hacer—. Pero esto tiene otra dimensión, una que aún hemos de descubrir; puede que una que ni siquiera Índigo conozca. El rey está involucrado en esto, y la reina, y Perd Nordenson. —Vio cómo el pelaje de Grimya se erizaba al pronunciar el nombre y se apresuró a extender una mano para consolarla y tranquilizarla—. Comprendo que desconfíes de él y lo consideres malvado, pero él forma parte de esto, estoy convencida. Grimya, escucha: creo que existe una forma de que descubramos lo que necesitamos saber.

La loba se quedó de repente muy quieta, y cuando habló su voz era un ladrido gutural y jadeante.

—¿Cómo?

—Invocando al mismo poder que me tocó..., que nos tocó, la otra noche. Antes de que Jes y su alteza aparecieran, ¿recuerdas?

—Recuerdo. Le diste un nombre...

Aisling.

—Sssí. Y luego, cuando vimos el arpa...

—El arpa de Cushmagar. El bardo que era el profesor y mentor de Índigo. — Niahrin sonrió con triste comprensión—. Ahora comprendo por qué no pudiste soportar el permanecer en aquella especie de pequeño mausoleo, con el cuadro y el arpa. Pero Cushmagar sabía. Él siguió viviendo después de la plaga, tras el ataque de los demonios; él sabía lo que sucedió en realidad y ha dejado tras él sus recuerdos. Y a lo mejor algo más que recuerdos.