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—Habla —repitió Niahrin, con más dulzura pero todavía con implacable severidad—. Habla de los días pasados, hijo del norte. Habla de los días en que eras joven y el mundo no estaba corrompido para ti. Regresa, anciano. Regresa a la juventud. Regresa. Regresa.

Por segunda vez el rostro de Perd empezó a cambiar. Niahrin no supo si Jes o Moragh lo advertían y tampoco podía detenerse a especular sobre ello. Su cerebro estaba dividido entre dos niveles de conciencia; uno mundano, el otro incorpóreo que amenazaba continuamente con lanzarla a un precipicio.

—Regresa. —El poder fluía desde ella a los nudos, a través de la cuerda. Su voluntad y la de Perd estaban enzarzadas en un combate por la supremacía. El hombre poseía más resistencia de lo que había esperado y la extenuaba; sentía cómo sus reservas empezaban a agotarse. «Tiene que ceder... Diosa, ayúdame. Él tiene que...»

De improviso, el anciano —pero ya no era un anciano; volvía a ser joven, volvía a ser Fenran— se irguió muy tieso con una violenta sacudida. Hizo girar los ojos hacia arriba y profirió un débil gemido.

—La amo... —Las lágrimas empezaron a escapar de sus ojos—. Se lo dije, se lo dije, ¡pero no me dejaron verla! ¡Y son tantos, hay tantos de ellos, todos estorbando, todos ellos un obstáculo para nosotros! Muerta. Pero no lo está. Ella no murió. Nosotros no morimos. ¡Y todo este tiempo, todos estos años, he estado esperando, y ellos no me dejan verla, y no nos dejan tener lo que queremos!

Perd balbuceaba; las palabras brotaban en desorden, y Niahrin no conseguía entender aquella avalancha inconexa. Se esforzó por reunir su quebrantado intelecto, por mantenerse en el plano real sin romper el hechizo... y entonces, de modo asombroso, la voz de Perd cambió. Los familiares sonidos roncos desaparecieron, y en una voz sonora, decidida y juvenil dijo:

—¡Es legítimamente suyo, y por lo tanto legítimamente mío! Maldita sea, soy su esposo... ¡Supongo que eso cuenta para algo, incluso en este país de ignorantes!

Estupefacta, Niahrin lo miró fijamente. La transformación facial era completa: cabellos negros, piel morena, el rubor de una salud perfecta... Pero los grises ojos de

Fenran estaban entrecerrados y con expresión inflexible, y su boca mostraba un rictus enojado.

—No finjas no saber nada —dijo despectivo—. Todos vosotros lo sabéis muy bien, por mucho que afirméis lo contrario. Sabéis la verdad, y sabéis cuánto tiempo hace que esto dura. Eran sólo insignificancias al principio, ¿no es así? Pequeños insultos. La habitación de la torre; eso fue un ejemplo perfecto. Sabíais que la queríamos, lo repetimos hasta la saciedad, pero ¡oh, no! Kirra tenía el derecho a elegir primero. Kirra y su esposa. Porque Kirra será rey, y eso significa que él es el primero en todo. ¡Es siempre Kirra, maldito sea!

Niahrin había oído cómo Moragh aspiraba con fuerza al pronunciar Fenran el nombre la primera vez, pero no podía desviar su atención hacia la reina viuda. Sosteniendo la amarga mirada gris intentó mantener la voz firme cuando dijo en voz baja:

—Kirra está muerto, Fenran.

—¿Muerto? —Rió con una breve carcajada salvaje que recordaba a un ladrido—. ¡Oh, no, Kirra está vivo! —Se pasó la lengua por el labio inferior, acción que recordó desagradablemente a la bruja una serpiente contemplando a una posible víctima—. De momento, está muy vivo; él y su esposa, que se llama a sí misma reina ahora que el viejo Kalig ya no está. —Entonces, con tal rapidez que pareció como si su cerebro hubiera sido invadido de repente por una persona totalmente distinta, su expresión cambió y se volvió pensativa, casi afable.

»Ella era toda una belleza, ¿sabes? Cuando Kirra se casó con ella. Incluso nos gustaba entonces; los cuatro acostumbrábamos salir a cabalgar juntos, cazar juntos; compartíamos toda clase de pasatiempos e intereses. Desde luego no duró. ¿Cómo podía hacerlo? No tardamos en descubrir la verdad en cuanto Kalig murió; descubrimos exactamente qué clase de amigos eran. Codiciosos, terriblemente codiciosos. Todo para ellos, y nada para nosotros. Maldita sea, ¿no habíamos hecho suficiente? ¿No teníamos un legítimo puesto, como algo más que parientes del rey, que dependen de la benevolencia y favor de su magnánima majestad? —La furia regresaba; había saliva en sus labios, y su voz se elevó irritada—. ¡Deberíamos haber gobernado conjuntamente! Los cuatro. ¿Por qué no? Anghara estuvo de acuerdo. No al principio, sino luego, cuando empezó a ver lo que nos estaban haciendo; cómo nos expulsaban, cómo nos dejaban sin nada. No lo aceptaré. Migajas de la mesa del rey; dádivas y favores; aires de superioridad. No lo toleraré. Ya es demasiado. Y ahora ha perdido su atractivo, la esposa de Kirra. Mediana edad y satisfecha de sí misma; sucede a muchas mujeres. Ni belleza ni hijos. Es estéril, y ni siquiera las brujas pueden hacer nada para remediarlo, a pesar de todos sus poderes. —Otra áspera carcajada—. ¡Qué ironía! Sin hijos. ¿Quién será el heredero de Kirra, entonces? Bien, sabemos quién es el verdadero heredero. Todo el mundo lo sabe. Pero Kirra no tiene intención de morir, y nosotros estamos envejeciendo con él. No podemos hacer otra cosa que esperar, pero la espera no nos traerá ningún consuelo porque nosotros tenemos muchas probabilidades de morir antes de que lo haga él. Envejeciendo, aguardando a heredar o morir, mientras Kirra disfruta de todo. A menos que algo cambie. A menos que lo hagamos cambiar. Tú lo comprendes; claro que sí. No durará mucho más. El veneno o el puñal. O un accidente de caza.

Cosas así suceden, ¿no es verdad? Y entonces ya no habrá más insultos, ni más altanería. Se acabará la espera.

Desde las profundas sombras donde se encontraba la rueda de hilar, Niahrin oyó susurrar a Moragh.

—¡Oh, gran Madre! ¿Qué es lo que dice?

La bruja creyó saberlo, pero era vital que nada rompiera el hechizo. Su control de la mente de Perd era muy precario, y cualquier distracción podía interrumpir el contacto con la psiquis de Fenran, profundamente enterrada. Ya en estos momentos se daba cuenta de que le quedaba poco tiempo; sus energías flaqueaban, y la tensión la estaba afectando más de lo que lo había hecho la magia del aisling y la invocación a Némesis. Pero quedaba por responder una pregunta vital; era imperioso resolverla, y confirmar o refutar sus sospechas.

—Fenran... —El sonsonete regresó a su voz para volver a ponerlo bajo el control del hechizo hipnótico—. Fenran, escúchame y responde. Escúchame y responde. —Ante su satisfacción, los ojos del otro perdieron al momento la vivacidad y sus labios se curvaron en una sonrisa vaga.

—Te escucho. Responderé. Te lo contaré todo sobre ella. ¿Por qué no? Después de todo, ella es la reina ahora.

Moragh profirió un sonido inarticulado; Niahrin hizo como si no lo hubiera oído.

—¿Quién es la reina, Fenran? —Sí, ella tenía razón; en el minuto transcurrido desde que había lanzado su diatriba contra Kirra, su rostro había vuelto a cambiar. Fenran envejecía. Era un proceso gradual, pero las señales eran inconfundibles ahora: arrugas en el rostro, una pizca de blanco en los negros cabellos... y la amargura y el resentimiento se habían instalado en su boca, volviéndola delgada y cruel—. ¿Quién es la reina? —repitió ella.

—Anghara es la reina. Mi esposa. La legítima reina.

—¿Cuántos años tiene la reina ahora? ¿Cuántos años tiene tu esposa?

Él volvió a lanzar aquella peculiar y desagradable risa.

—Suficientes para saber lo que quiere. Como nos sucede a ambos. Treinta años esperamos. Treinta años hasta que se agotó nuestra paciencia. Algunas personas lo saben, claro; era inevitable. El bardo de Kirra, Helder Berisson, lo sabía. Pero Helder sufrió un accidente. Salió a navegar, a pescar; muy poco sensato con aquel mal tiempo y en un bote pequeño y poco resistente. Pobre Helder. Todos lo lloramos.