Se deshizo de ese pensamiento. En su situación, acostado en la máquina y a punto de ser introducido en ella, a punto de ser atado y quedar indefenso, el miedo era una emoción inútil y sólo podría distraerlo de su misión.
Sus manos. ¿Dónde debería ponerlas? ¿Entrelazadas sobre el pecho como un cadáver en un ataúd? Eso parecía bastante natural.
¿Cómo se llamaba ese lugar que estaba ahí fuera? ¿Universo paralelo? ¿Espacio mental? ¿Purgatorio, acaso? ¿El lugar adonde van a parar las almas perdidas convertidas en famosas por los poetas y los videntes? Muy pronto descubriría lo buenas que eran sus artes adivinatorias.
Félix no le indicaba demasiado bien qué debía hacer, lo cual no sirvió para que Scott se sintiera seguro. Ese hombre era un chapucero, eso había quedado muy claro, y hacía que todo resultara mucho más amenazador. ¿Qué pasaría si Félix hacía algo mal, bajaba la palanca equivocada, giraba el dial erróneo? Entonces Scott jamás viajaría al lugar adecuado, jamás sería capaz de encontrar a Tyler y llegar hasta él para traerlo de vuelta o, si no lo conseguía, al menos estar con él y consolarlo dondequiera que se encontrara.
Scott sentía los costados del casco contra las sienes. No encajaba con facilidad. Félix estaba tratando de colocárselo bien y sus dedos temblaban sin parar. Scott alzó las manos hasta la parte superior del casco y tiró de él hacia abajo con fuerza. Se acomodó limpiamente en su cabeza, como si fuese un jugador de fútbol americano, apretándole las orejas y, en la parte delantera, llegando hasta el borde de las cejas. Olía de una forma extraña, como una mezcla de cuero y sustancias químicas rociadas sobre una hoja de metal.
Ahora Félix estaba tratando de colocarle las cuencas metálicas en los ojos. Cogió el párpado superior del ojo derecho de Scott y lo levantó con la mano aún temblorosa. El mundo se convirtió en una mancha, pero Scott pudo ver el oscuro cuadrado metálico que se aproximaba a su globo ocular.
– Deje que lo haga yo -dijo Scott, apartándole las manos.
No había sido su intención ser brusco. En cierta manera, era consciente de una preocupación que había tratado de reprimir por todos los medios: en pocos minutos estaría a merced de ese asustado ayudante de laboratorio a quien acababa de amenazar con enviarlo a prisión, pero no tenía otra alternativa. Félix era el único que sabía cómo funcionaba esa máquina. Aun así, para Scott pesaba más una sensación de urgencia, y no podía permitirse ninguna demora.
Con mucho cuidado levantó las pestañas, usando la otra mano para bajar el contacto metálico hasta que tocó el globo ocular. El contacto disparó una bola de fuego y luego dardos de un intenso color rojo que perforaron la oscuridad. Colocó la tapa inferior sobre el metal y sintió que el casquete se expandía, cubriendo su ojo ocular tan estrechamente como una huevera y enviando otra lluvia de chispas rojas y amarillas que pasaron delante de su ojo cerrado como una lluvia de meteoros.
Presa del pánico, abrió el otro ojo. Félix se inclinaba sobre él, observándolo atentamente, la boca tensa en una mueca de concentración; Scott podía ver los óvalos oscuros de la nariz e incluso los diminutos pelos interiores que protegían los conductos. Percibió su aliento, rancio, pesado, caliente.
– Ahora vamos con el otro -dijo Scott.
Dio la orden consciente de que no era necesario, para sentir que era él quien controlaba la situación. Pero sus palabras sonaron vacilantes.
Nuevamente, levantó el párpado con los dedos, sintió la pieza de metal que invadía su globo ocular y se expandía hasta cubrirlo por completo y volvió a ver todos esos colores intensos: amarillos, rojos, incluso verdes. Ahora el mundo aparecía negro. Los brazos estaban sujetos a los lados con una gruesa correa que Félix ajustó aún más.
Scott yacía tendido en la camilla: aislado, solo, expuesto y atrapado. Se sentía tan indefenso como un recién nacido envuelto en una manta.
Oía a Félix que se movía alrededor de la máquina. Deseó que hablase, que le explicara lo que estaba haciendo, lo que sucedía. En un momento dado, incluso pensó que lo oía canturrear en voz apenas audible. Luego se dio cuenta de que se trataba del ruido de la máquina.
Oyó los pasos de Félix, que se acercaba a él. El auxiliar de laboratorio estaba de pie a su lado.
– Muy bien -dijo Félix-. Allá vamos.
La camilla comenzó a elevarse y Scott supo que estaba entrando en la boca de la máquina, lo sabía porque, de pronto, los sonidos de la habitación se apagaron como si procedieran de un lugar remoto y alcanzó a oír el remolino de pequeños sonidos resonando en la habitación. Su piel se tensó en el aire ausente. Estaba dentro de un túnel de viento en el que no había viento.
– Creo que es mejor si permanece inmóvil -dijo Félix.
Scott dedujo que estaba hablando en voz alta, pero las palabras sonaban lejanas, como si le estuviese hablando desde la cima de una colina.
– ¡Allá vamos!
Y, súbitamente, se produjo un ruido agudo, como el de una piedra de afilar, que le llenó los oídos y pareció llenarle también los ojos, ya que llegaban hasta él oleadas de colores, alimentando la ilusión de que era él quien se movía, no ellos, y que iba aumentando la velocidad y atravesando el espacio como una nave espacial. Creyó sentir que la cámara se estremecía y la sensación de que estaba viajando era palpable, parecía real porque era real.
Y mientras dejaba el mundo atrás, viajando a través de un túnel que giraba delante de él como la espiral de un tornado o quizá el interior de un nido de avispas, ya que parecía tener la misma textura gris y fibrosa, oyó un sonido del mundo real; un sonido familiar como el tañido de una campana. Y tuvo justo el tiempo necesario y la presencia de ánimo para permitirse un último pensamiento reflexivo mientras se dirigía hacia la abertura del túnel, que le permitió identificar el sonido procedente del exterior de la máquina: era el timbre de un teléfono.
A continuación sintió una serie de impactos en los ojos. Le sorprendieron, procedentes de ninguna parte, pero no le hicieron daño. Todo lo que alcanzaba a ver eran bolas de luz. Se transformaban en olas que parecían chocar contra él, y cada una rompía y dejaba atrás un vacío de absoluta oscuridad. Las olas cobraban fuerza hasta que una de proporciones gigantescas se precipitó sobre él y se rompió separándose en fragmentos como los colores de un caleidoscopio. Los colores lo bañaron y lo atravesaron y también se alejaron. Parecían meteoritos multicolores de rocas incandescentes con colas amarillas, verdes y anaranjadas. Extrañamente, cuando parecían estar pasando a través de su cuerpo, no podía sentirlas.
La confusión que sentía Quincy comenzó a desaparecer como un manto de niebla que se disipa cuando se sentó ante su banco de trabajo y miró a Cleaver. El hombre parecía estar imbuido de un nuevo vigor, parecía saber lo que estaba ocurriendo y, por primera vez en mucho tiempo, Quincy sintió por él una especie de respeto. Tal vez no era accidental que fuera un científico que estaba a punto de hacer un descubrimiento importante -pensó Quincy-, tenía agallas y parecía saber lo que estaba haciendo.
Cleaver estaba pulsando una serie de números en el teléfono; los sabía de memoria y golpeaba los botones con deliberada intensidad.
Esperó con el auricular apoyado en la oreja. Entonces, cuando se estableció la comunicación, comenzó a hablar directamente sin molestarse en saludar.
Quincy sólo alcanzó a oír la parte foral de la conversación.
– ¿Está ahí? -Una breve pausa-. Sabes muy bien a quién me refiero.
Otra pausa.
– Eso pensé. ¿Dónde está en este momento?
Cleaver alzó las cejas, aunque no podía decirse si era por la sorpresa o por alguna clase de alegría contenida. ¡Ajá! -exclamó.
Repitió la frase varias veces y comenzó a pasearse en pequeños círculos, tanto como le permitía la extensión del cable del teléfono. Cada vez que se acercaba, Quincy comprobaba la creciente excitación dibujada en su rostro. -¿Y está ahí en este momento?