Bien, tendría que improvisar. Su madre siempre le había dicho que era rápida tomando decisiones; ahora averiguaría si estaba en lo cierto.
Subió la escalera que llevaba a la puerta principal; seguramente estaría cerrada con llave. A la derecha había un timbre, pero no podía llamar; sería bastante complicado presentar su caso con energía y decisión si permanecía en el umbral de la puerta como una vendedora de productos Avon. LY qué pasaría si preguntaba por Cleaver y él no estaba allí?
Apoyó la mano sobre el pesado picaporte y estaba a punto de empujar cuando, abruptamente, la puerta se abrió hacia ella, casi derribándola. Recuperó el equilibrio y retrocedió con ella, pegándose a la pared y sosteniéndose del picaporte durante un momento. Oyó pasos que salían del edificio y bajaban la escalera y, asomándose por el borde de la puerta, vio la espalda de una mujer que se perdía en la oscuridad. Mantuvo el picaporte aferrado hasta que la mujer desapareció y luego entró rápidamente en el edificio.
Se encontró en la misma horrible sala de recepción que recordaba de su visita. El suelo estaba formado por pequeñas baldosas hexagonales, pero faltaban muchas de ellas, y había tantas que estaban rotas que el diseño de los mosaicos -alguna clase de escena portuaria- resultaba difícil de discernir. Miró nerviosamente a su alrededor. La escalera de enfrente estaba desierta, y también los corredores débilmente iluminados que recorrían ambos lados del edificio. Recordó que las oficinas principales se encontraban a la derecha y se dirigió hacia ese corredor, tratando de que sus pasos no resonaran en medio de aquel impresionante silencio. Pensó que alcanzaba a oír sonidos de protesta desde el extremo del otro corredor, los sonidos, imaginó, de los pacientes que eran obligados a acostarse. Era temprano para meterlos en la cama, pensó, pero probablemente los ayudantes querían quitárselos de encima.
Llegó a la oficina del administrador, que estaba a oscuras. Miró a través del cristal mate de la puerta y alcanzó a discernir los vagos perfiles de escritorios y sillas en el interior. Continuó su camino. La siguiente puerta correspondía a una oficina que tenía una única palabra escrita en el cristal de la pequeña ventana: «Historiales». Era la que estaba buscando. Si Tyler había sido trasladado a Pinegrove, seguramente habría un historial médico de él.
Hizo girar el pomo de la puerta. Estaba cerrada con llave, como había temido. La sacudió levemente pero no cedió. Se volvió y regresó al vestíbulo principal. Con suma cautela enfiló el otro corredor. Ahora el ruido que procedía del pabellón era más fuerte, casi un rugido. Estaba claro que algo había perturbado a los pacientes. Tal vez los ayudantes estuviesen allí, lo que para ella sería un golpe de suerte. Llegó a la sala de enfermeras y, como preveía, la encontró desierta. Echó un vistazo furtivamente a su alrededor: un escritorio, periódicos, un televisor encendido. El aire estaba impregnado de olor a marihuana. Abrió uno de los cajones del escritorio y encontró lo que buscaba. Una anilla con cinco llaves. La metió en el bolsillo y regresó por el corredor, atravesó el vestíbulo principal y llegó a la puerta ¿ la oficina de los archivos. Cuando probó la tercera llave, sintió que giraba suavemente en, la cerradura y la puerta se abrió. ¡Bien! Miró arriba y abajo del corredor, entró sigilosamente en la oficina y dejó la puerta entreabierta a sus espaldas.
Tuvo que esperar varios minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Entonces, gracias a la luz que se filtraba desde el vestíbulo, vio los archivadores alineados contra una de las paredes. Pero la habitación estaba demasiado oscura como para que pudiese revisarlos y leer su contenido. Encima de uno de los pesados escritorios de madera había una lámpara con la pantalla verde y tanteó la base hasta encontrar el interruptor y encenderla. Un súbito túnel de luz invadió la habitación. Cogió una papelera, le dio la vuelta y la colocó sobre la lámpara, lo que hizo que el haz de luz se dirigiese hacia el suelo, formando un círculo y arrojando un brillo tenue sobre el resto. La habitación parecía casi acogedora.
Los archivadores estaban ordenados alfabéticamente con una letra garabateada con tinta. Siguió las letras hasta llegar a la H -M, luego cogió el tirador y abrió el cajón metálico. Las carpetas olían a moho y una nube de polvo se elevó de ellas. Había separadores en raíles oxidados y carpetas de papel manila escritos con la misma letra. El corazón le dio un vuelco; comprobó inmediatamente que ninguna de las carpetas parecía reciente. Y ninguna llevaba el nombre de Tyler. Repasó todas las carpetas nuevamente, sólo para asegurarse. Tendría que buscar en otra parte.
Cerró el cajón y se sentó al escritorio, con la espalda hacia la puerta, abriendo los cajones y examinando su contenido. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo, y no había nada excepto las cosas que suelen encontrarse en los cajones: lápices, clips, juegos de llaves viejas, un tampón, fichas, papel de carta y otros objetos de oficina. Acababa de abrir el segundo cajón y estaba cogiendo una carpeta con correspondencia cuando oyó algo, un pequeño chasquido, como el sonido del gozne de una puerta o el de un tacón golpeando el suelo. Se quedó paralizada.
Una voz a sus espaldas balbuceó debido a la confusión: -¿Qué…? ¿Quién…? ¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo?
Descubrió con alivio que era la voz de una mujer. Se volvió lentamente, tanto para serenarse como para evitar cualquier movimiento brusco que pudiera alarmar a quienquiera que estuviese allí. Disponía de unos diez segundos para inventar una historia que resultara verosímil. «Diez segundos… mierda, ni siquiera diez minutos serían suficientes», pensó.
La mujer era joven y de espaldas anchas, con el pelo muy corto, en absoluto la clase de persona que Kate esperaba encontrar en ese lugar.
Ambas se miraron durante varios latidos.
– Soy la doctora Willet-dijo Kate, hablando pausadamente. No tuvo tiempo de decir nada más.
– He oído hablar de usted -respondió la joven. Kate estaba sorprendida.
– ¿Sí? ¿Y cómo es eso? -Trabajo para el doctor Cleaver.
Kate sintió que se le erizaban los pelos al oír ese nombre y se preguntó si la mujer se habría dado cuenta. Hizo un gesto vago con la mano y dijo:
– Sólo estaba echando un vistazo.
Y mientras trataba de enfatizar la explicación mirando efectivamente a su alrededor, y veía que la joven fijaba la vista en la papelera que había encima de la lámpara, comprendió lo absurdo de la situación.
– Escuche, eh, por cierto, ¿cómo se llama? -Felicity. Felicity Barrington.
El hecho de dar su nombre y apellido hizo que, de pronto, sonara como una jovencita que trataba de mostrarse complaciente, aunque no actuara de ese modo.
– Felicity. -Kate pronunció el nombre claramente y con seguridad, tratando de llevar la voz cantante-. Intentaré explicárselo.
La joven se acercó al escritorio, quitó la papelera de la lámpara y volvió a colocarla en el suelo, revelando bajo el haz de luz que era muy guapa; luego cogió una silla y se sentó, cerca de Kate. Parecía un gesto, de intimidad que Kate encontró alentador.
– Sí -dijo-. Adelante.
– Muy bien -continuó Kate-. No tengo necesidad de decirle, o tal vez deba hacerlo, que aquí han estado ocurriendo cosas muy extrañas. Y creo que su doctor Cleaver está implicado en ello.
– ¿Mi doctor Cleaver? Difícilmente podría considerarle mi doctor Cleaver.
Kate estaba asombrada.
– Entonces debo suponer que no le cae bien. -¿Caerme bien? Es un cabrón. ¿Responde eso a su pregunta?
No podía creer en su buena suerte. -Sí, Felicity, creo que sí.
Y sin necesidad de que se lo pidiese, Felicity le contó prácticamente todo lo que sabía, que era mucho: cómo había utilizado Cleaver a los pacientes para sus experimentos, cómo había empleado una máquina especial para separar sus cuerpos de sus mentes, cómo incluso uno de los pacientes había muerto en uno de los experimentos. Habló también de sus teorías excéntricas, sus hábitos de trabajo, incluso de su insomnio. Y especialmente sobre lo detestable que era.