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De pronto pensó que lo sabía. De modo que los dos juntos, como si fuesen uno, comenzaron a levantarse. Había llegado el momento de ponerse en marcha, de seguirla, de ver adónde los conduciría.

Cleaver se derrumbó sobre la nieve y alzó la vista hacia los copos que caían sobre él como una lluvia de ceniza.

Sentado allí no sentía nada, absolutamente nada, ni miedo ni certeza ni frío ni ahogo, sólo cansancio. Estaba muy cansado, más allá del agotamiento.

Quería apoyar la cabeza sobre el banco de nieve, dormir sólo un momento, no mucho, nada más. Y entonces comenzó a cabecear un poco, luego se rehizo y alzó la cabeza súbitamente, porque de alguna manera sabía que hacer eso, rendirse, era peligroso, muy peligroso. Y, sin embargo, se sentía terriblemente soñoliento.

Ya no tenía frío, sólo estaba entumecido. No podía sentir sus miembros; trató de moverlos pero no pudo. Eran tan pesados que parecían estar atados a sus lados. Y, una vez más, comenzó a cabecear y luego el torso se inclinó hacia delante. Podía dormir, sólo unos minutos. Luego se despertaría, renovado, y entonces se pondría de pie y caminaría un poco más. Pero no ahora.

Su cuerpo comenzó a caer lentamente hacia un lado, como un árbol en el bosque. Pensó en interrumpir la caída, pero no pudo, y su cabeza golpeó con fuerza contra la nieve, lo bastante fuerte como para despertarlo por un instante, de modo que fue consciente, brevemente, del peligro. Abrió los ojos.

«No debería estar haciendo esto. No puedo dormirme aquí.»

Pero debía reconocer que era muy agradable permanecer acostado allí de ese modo, confortable. ¿Qué había de malo en dormir un poco? Ni siquiera hacía tanto frío. Volvió a cerrar los ojos y comenzó a flotar en el torbellino de nieve.

Y entonces oyó pasos. ¡Pasos! ¡Alguien que acudía en su rescate!

Él sabía quién era, sólo podía ser una persona. ¿Quién más saldría a buscarlo en medio de la peligrosa nieve? De modo que abrió los ojos e intentó levantar el brazo para indicar dónde se encontraba, pero no pudo hacerlo. No importaba; los pasos se dirigían hacia él. Su padre lo encontraría. Su padre lo salvaría. No moriría solo en ese lugar.

«Mi padre.»

Y los pasos se detuvieron justo delante de él. A medio metro de su cara. Reunió sus últimas reservas de fuerza, volvió la cabeza y alzó la vista. Y antes de que pudiese ver nada, sintió que lo levantaban, bruscamente, hasta dejarlo sentado sobre la nieve. Y entonces abrió los ojos y miró el rostro que estaba justo delante de sus ojos.

No era su padre. «No es mi padre.»

El rostro que vio mirándolo con algo más que una expresión de odio pertenecía a Benchloss.

Entonces pensó vagamente, como si estuviese en un sueño: «¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué está haciendo aquí?». Y luego, al alzar la vista, vio que Benchloss estaba haciendo algo: se desabrochaba la hebilla del cinturón con sus dedos largos y finos. Y levantando su mano a un costado como un predicador que desde el púlpito señala el camino del castigo eterno, tiró del cinturón a través de las presillas del pantalón tan rápidamente que pareció producir un sonido sibilante, como el sonido de un latigazo o de la respiración del demonio. Levantó la mano por encima de la cabeza, agitando el cinturón como si fuese un lazo y luego lo descargó con todas sus fuerzas… Cleaver trató de protegerse la cara, pero descubrió que no podía levantar las manos, que estaban pegadas a sus lados. Sintió el mordisco del cinturón en la mejilla; alzó la vista y vio que estaba a punto de golpearlo otra vez, y ahora lo alcanzó en la parte izquierda del pecho y le arrancó un trozo de piel al retirarse, y la correa de cuero volvió a caer sobre él una y otra vez, por todo el cuerpo, hasta que sintió que toda su carne había sido desgarrada y no era más que un pobre esqueleto descarnado. Luego Benchloss se agachó, lo sostuvo un momento y finalmente lo dejó. Se derrumbó sobre la nieve.

Benchloss; de todas las personas, tenía que ser él. Sintió que el sueño llegaba arrastrándose hacia él. Se hundió en la nieve, penetrando en ella como una brasa ardiente, tan profundamente que no tardó en cubrirlo por completo, y justo cuando desaparecía en un túnel de blancura, alcanzó a ver que estaba nevando. La nieve caía en todas partes y sobre todas las cosas. Era como mirar a través de unos largos binoculares blancos, todo parecía lejano y pequeño. Pronto sintió un enorme peso que le oprimía el pecho, manteniéndolo hundido y quitándole el aliento. Luego se sintió aturdido y, un momento después, ni siquiera eso, absolutamente nada, y el peso desapareció, de modo que tuvo la sensación de estar flotando hacia arriba. Iba a convertirse en una parte de todo lo que había allí, de todo lo que había existido alguna vez, incluyendo la nieve que continuaba cayendo en pequeños copos por todas partes.

Había llegado el momento de dormir el sueño eterno.

Kate estaba comenzando a ponerse frenética. No sabía qué hacer, cómo manejar esa máquina infernal, si debía intentar sacar a Scott de allí. Volvió a mirarlo; su rostro parecía haberse serenado un poco, hasta donde podía verlo. Miró otra vez el reloj: cuatro minutos y doce segundos. El segundero parecía haber aumentado la velocidad. Se sentó ante el teclado del ordenador.

– ¿Funciona esto? -preguntó, mirando a Felicity.

La joven parecía haber sido cogida desprevenida y le devolvió una mirada inquisitiva. Kate la ignoró y pulsó la barra espaciadora. La pantalla cobró vida y pulsó las teclas rápidamente, una tras otra:

SCOTT, ¿SE ENCUENTRA BIEN?

Esperó un momento, sin saber muy bien si debía continuar escribiendo. ¿Debía esperar o no?

«¿Qué debo hacer?»

Y, de pronto, pensó en la exposición de Scott y en el sitio web y, siguiendo un impulso, se conectó al tablón de mensajes. Comprobó de inmediato que él no había respondido. En cambio vio algo allí, una de las fotografías de la colección. Lentamente -muy lentamente- se materializó en la pantalla, llegando en manchas de píxels que asumieron una forma reconocible y compusieron la fotografía que ella recordaba: allí estaba la cabaña del pescador, de tejas de madera gris, las tres figuras, el niño pequeño en el centro con las manos de sus padres apoyadas en sus hombros, su hermosa y brillante sonrisa llena de dientes, y encima de ellos, la figura tallada de una ballena.

Más teclas y otro clic del ratón. Ninguna respuesta. Salió del programa.

El reloj marcaba cinco minutos y cincuenta segundos. ¿Qué debía hacer?

Mientras avanzaba sin esfuerzo hacia Lydia, que estaba de pie en el umbral, Scott oyó su nombre. Alguien le estaba llamando sonoramente, casi sin aliento, y la misma hermosa voz quería saber si él se encontraba bien. Se detuvo un momento, sin saber cómo responder a esa llamada, porque la voz parecía llegar desde atrás. Se volvió, pero allí no había nadie. Cuando volvió a mirar hacia la puerta, vio que Lydia le hacía señas para que avanzara, ahora con cierta urgencia. No estaba seguro de si debía ir o no. Esa voz lo había frenado y había despertado en él algunas dudas. Miró a Tyler, a quien cogía de la mano. El chico trataba de avanzar, haciendo un esfuerzo para llevarlo hacia el oscuro umbral donde Lydia los estaba esperando. Scott dio un paso, luego otro.

Pero a medida que se acercaba sintió que se iba debilitando, le resultaba difícil caminar, y se sintió mareado. Lydia parecía estar retrocediendo, desapareciendo. Resultaba más difícil verla. Se retiraba hacia las sombras que había detrás de la puerta, sin dejar de mover la mano, pero ahora estaba claro que no le estaba haciendo señas. Le estaba indicando que retrocediera, urgentemente, señalando una pequeña puerta blanca que acababa de aparecer.