Pero ¿quiénes eran ellos? Parpadeó. ¿Su padre y su madre de pie a cada lado, ella en medio de ambos, amada, segura? ¿Scott, Lydia y Tyler? No lo sabía. Los rostros estaban sumidos en las sombras.
Se acercó y se detuvo delante de ellos y extendió una mano. El hombre se movió y la cogió. Ella se sintió mareada, cayó hacia atrás y todo se oscureció.
Scott se encontraba al final del túnel. La luz que brillaba delante de él era tan intensa que parecía bañarlo con su calidez, anularlo en su abrazo. Buscó la mano de Lydia y la apretó. Ella sacudió la cabeza. Él se detuvo un momento, temeroso de seguir adelante. La luz era tentadora, pero Scott no quería responder a su llamada sin siquiera saber por qué.
Lydia se volvió lentamente, con elegancia. Su rostro era totalmente inexpresivo, pero al mirarla creyó advertir tristeza en él, un momento antes de que ella alzara la cabeza y se volviese otra vez y le soltara la mano y avanzara hacia la luz. ¿Debería seguirla?, se preguntó.
Y entonces sintió otra mano por detrás que lo sujetaba con una presión firme, una presión que parecía decirle en su fuerza obstinada: «No te dejaré marchar».
Felicity hizo lo que le habían ordenado. Siguió aplicando la reanimación cardiopulmonar, insuflando aire en los pulmones de Scott, levantándole los brazos para que lo expulsara, mucho después de haber sentido que ya no había ninguna esperanza. Practicaba la reanimación con toda la fuerza que podía reunir, incluso cuando sus brazos empezaron a dolerle, el pesimismo ralentizó el ritmo de sus movimientos.
Así que su sorpresa fue inmensa cuando aquel cuerpo hasta entonces inerte respondió súbitamente a sus esfuerzos, como si el motor hubiese arrancado después de varios intentos: una pequeña tos, un movimiento de la cabeza, las venas latiendo en las sienes. Scott permaneció tendido unos minutos, respirando sin ayuda, mientras ella retrocedía unos pasos para contemplar el milagro que había conseguido obrar.
Se sintió orgullosa de sí misma. Nunca antes había conseguido traer a alguien de la muerte.
Entonces recordó a Kate. Y fue rápidamente hasta la máquina y cogió la camilla para sacarla del tubo metálico. Le quitó cuidadosamente las ventosas metálicas de los ojos y acto seguido hizo lo propio con el casco.
Kate tardó unos segundos en volver ala realidad, casi como si hubiese estado sumida en un sueño muy profundo, aunque, cuando, comenzó a emerger de él, tenía una amplia sonrisa dibujada en los labios.
Epílogo
Saramaggio atrajo la mirada de Scott y la sostuvo durante varios segundos. Era un progreso notable en sí mismo. Durante varias semanas después de que Scott hubo regresado de lo que él llamaba «la tierra de los muertos», el neurocirujano apenas podía mirarlo a los ojos. Así de avergonzado se sentía de su papel en todo el asunto.
Pero eso era diferente. Era trabajo, un trabajo importante. Era fundamental que Scott comprendiera la importancia de lo que estaba explicando. Y por esa razón, no había alternativa, Saramaggio tenía que mirarlo fijamente a los ojos e inculcarle la lección. De otro modo, se había dicho a sí mismo, simplemente se negaría a llevar a cabo la operación.
– Tiene que entender -dijo, inclinándose sobre el escritorio en su despacho- que no tenemos ni idea de cómo quedará Tyler. Y cuando digo eso, es precisamente lo que quiero decir. Nadie ha pasado nunca por algo así. Él será diferente, es todo lo que sabemos. Cuán diferente, diferente en qué sentido… ni siquiera podemos predecirlo.
De modo que si usted abriga la esperanza de que seremos capaces de devolverle a Tyler, y recuperar a ese chico que usted tanto amaba exactamente tal como era… bueno, olvídelo. Por favor, quítese esa idea de la cabeza.
Cogió un lápiz e hizo tamborilear el extremo con la goma sobre el escritorio.
– ¿Lo entiende? -preguntó para concluir.
Scott asintió y sonrió ligeramente. Estaba asombrado, igual que todo el mundo, de la transformación experimentada por Saramaggio. Aquel arribista arrogante y detestable había desaparecido. En su lugar había ahora un médico bueno, experimentado y, en ocasiones, compasivo. Kate había bromeado diciendo que el hombre había sufrido un «trasplante de personalidad». El cambio había sido tan profundo que la mayoría de la gente creía que probablemente duraría. El corredor de apuestas del hospital ofrecía dos a uno.
– Hay algunos indicios francamente alentadores -continuó Saramaggio. En ese punto debía ser cuidadoso, reprimir su optimismo, porque no quería avivar las llamas de una esperanza vana-. Las células madre están evolucionando bien en la colonia, de modo que ya disponemos de un número más que suficiente para el implante. Y hasta donde podemos asegurarlo, son células sanas. Y también Tyler, como ya sabe.
Esa parte era verdad y nunca dejaba de asombrarlo. Cuatro semanas después de haber regresado de dondequiera que hubiera estado -un coma, si se quería ser riguroso, o el limbo, el otro mundo, alguna clase de universo alternativo si se era proclive a las tendencias místicas-, el chico había experimentado una notable mejoría. Era capaz de moverse un poco en la cama y enfocar los ojos e incluso evidenciar signos de comprensión. El proceso de rehabilitación sería sin duda largo y exigente.
– ¿Entiende entonces lo que está en juego en esta operación? -volvió a preguntar Saramaggio, cuidándose muy bien de no emplear la palabra procedimiento.
– Sí, lo entiendo -contestó Scott, sonando extrañamente formal, como alguien que está haciendo un voto matrimonial.
Lo entendía. Sabía que probablemente no recuperaría a Tyler tal como era antes del accidente. Pero deseaba tanto que volviese que sería incluso capaz de aceptar una pizca de él. Lo aceptaría y se sentiría agradecido por ello.
Saramaggio lo acompañó hasta la puerta del despacho y le rodeó los hombros con el brazo. Scott sintió que éste se tensaba en una especie de abrazo, lo máximo que el hombre podía hacer, dadas las circunstancias.
– Creo que será mejor que me prepare -dijo el cirujano. Sonrió a Scott, pero la sonrisa era un tanto forzada. Estaba nervioso-. Ya sabe adónde ir -añadió, y Scott dijo que sí, que lo sabía.
Scott le estrechó la mano. «No muy fuerte -se dijo reflexivamente-, tiene que operar» y se marchó. Bajó la escalera hacia la sala de espera.
Mientras se dirigía hacia allí pensó que era una suerte que Saramaggio hubiese podido conservar su licencia médica e incluso evitado una acusación formal. Sólo los testimonios de las autoridades del hospital, de Scott y Kate y de casi todos los demás implicados en el caso habían conseguido convencer al fiscal para que no presentara cargos criminales contra él. A cambio, Saramaggio había llegado a un acuerdo privado para realizar un servicio comunitario, una obligación que cumplía trabajando los fines de semana en una clínica de Greenwich, la cual no estaba demasiado lejos del campo de golf. «Bueno -pensó Scott con una sonrisa-, no puedes esperar que todo cambie.»
Félix no había tenido tanta suerte. Había sido declarado culpable de varios cargos, incluyendo homicidio por negligencia y conspiración para cometer homicidio por negligencia -la acusación habría sido incluso más grave si hubiera habido testigos de la muerte de Benchloss en el sótano de Pinegrove-, y recibió una condena de diez años que debía cumplir en una prisión del norte del estado. Si el caso hubiese llegado a juicio, la pena habría sido peor: cuatro días después de que se lo llevaran cojeando con cadenas en los tobillos y esposado, la policía fue al cementerio donde supuestamente habían enterrado el cuerpo de Tyler y exhumaron su ataúd. Dentro había un cuerpo, pero una rápida suposición y una comprobación en los historiales médicos revelaron que pertenecía a Benchloss. El sargento Paganelli estaba rojo como un tomate.