Scott asintió. De eso no había ninguna duda.
– De modo que estoy haciendo todos los arreglos necesarios para que su hijo sea trasladado de forma inmediata al hospital St. Catherine en Nueva York. Es el hospital que cuenta con el centro neurológico más importante y avanzado del país, quizá del mundo. El doctor Leopoldo Saramaggio, no hay nadie mejor que él. Si alguien tuviese que operar a mi hijo, él sería el elegido.
– Pero ¿cómo…?
– ¿Cómo irá hasta allí? Evacuación de emergencia. Helicóptero. Ya está en camino.
Scott ni siquiera preguntó si podía ir en el helicóptero. Nadie podría habérselo impedido.
Se reunió brevemente con los padres de Johnny, quienes le explicaron todo lo que sabían acerca del accidente sufrido por Tyler. Johnny guardaba silencio, de modo que, al final, Scott lo rodeó con su brazo.
– Scott -empezó a decir el padre de Johnny-. No sé cómo decirte esto… me siento fatal. Lamento que… Scott hizo un gesto con la mano indicándole que no tenía sentido hablar de eso ahora. No quería oírlo, ahora no. Había muchas cosas que hacer.
Les dio instrucciones para que llevasen su coche de regreso a Nueva York. Ellos se ofrecieron a esperar junto a él, pero les dijo que no, que no era necesario. Los tres se marcharon, apesadumbrados, sin volver la vista atrás.
Scott regresó a la sala de urgencias. Minutos más tarde escuchó el sonido de un helicóptero que se acercaba, el traqueteo característico de las hélices. Fuera, los arbustos se agitaron con violencia en medio de una nube de polvo.
Se sorprendió al no ver el aparato. Aterrizó en el techo del hospital.,
Tyler fue colocado en una camilla que empujaron hasta el ascensor y llevaron en andas hasta el helicóptero, porque la azotea estaba cubierta de guijarros incrustados en el alquitrán. El aparato había aterrizado en un cuadrado de asfalto, justo en el interior de un círculo blanco. La camilla fue cargada por la parte trasera, y Scott entró tras ella.
Se las arregló para hacer todo el viaje, desde la sala de urgencias hasta el interior del monstruo ruidoso, sin soltar la mano de Tyler. La cabeza de su hijo estaba envuelta en unos tubos de plástico llenos de hielo. Aun así, Scott podía ver el mango de aquella odiosa herramienta metálica. Tuvo que hacer un esfuerzo para mirarla.
Saramaggio estaba retenido en un atasco de tráfico en el centro de la ciudad cuando recibió la llamada en su teléfono móvil. El coche avanzaba a paso de tortuga por el tramo inferior de Broadway en el Soho, y él se dirigía a su galería de arte favorita en Prince Street para visitar una exposición de expresionistas alemanes. Albergaba la esperanza de añadir a su colección otra obra de Schiele; ya tenía dos colgadas en las paredes de su sala con vigas de madera en Greenwich. Odiaba tener que pagar las primas extra que exigían las compañías de seguros, pero las pinturas de Schiele, que habían duplicado su valor desde la controversia desatada a finales de los noventa por la propiedad de obras de arte requisadas por los nazis durante la guerra, merecían la pena.
Su teléfono tenía un inconfundible sonido nietzscheano, el compás inicial de Así habló Zaratustra. Al principio lo había elegido como una broma -después de que un colega de quirófano lo llamó ÍÍbermenschl¹-, pero había acabado por acostumbrarse a él e incluso pensaba en ello como en una especie de tema musical personal.
Buscó el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. -Sí, estoy aquí.
Su chofer, asignado por el St. Catherine como una más de las numerosas gratificaciones para asegurarse de que jamás soñaría siquiera con irse a otro hospital, lo oyó quejarse.
– ¿Desde qué hospital lo trasladan? ¿Y qué es exactamente lo que tiene incrustado en la cabeza?
Una pausa.
– ¿Cómo diablos llegó eso ahí? Otra pausa.
– Ajá. ¿Qué edad tiene el chico? Una tercera pausa.
Por el espejo retrovisor, el chofer vio que Saramaggio echaba un vistazo a su Rolex.
– ¿Y dice que acaban de salir? Deberían estar allí en media hora, como máximo. -Suspiro-. Que todo el mundo se prepare. Me gustaría contar con Gully. Y esa nueva cirujana, la señorita Willet. Quiero el quirófano siete. Y, por supuesto, a Betsy.
Betsy era su enfermera, quien conocía el procedimiento tan bien: qué instrumento quería y cuándo lo quería, casi como un caddie profesional en el Open de Golf de Estados Unidos, que raramente tenía que hablar con ella. No quería trabajar con ninguna otra enfermera instrumentista por el momento, al menos hasta que cometiera algún error y tuviera que coger
a una enfermera nueva. Ése era, literalmente, su procedimiento operativo estándar.
Pulsó el botón que cortaba la comunicación.
– Da la vuelta, Harry. Tenemos que regresar al St. Catherine.
Volvió a suspirar y miró a través de la ventanilla. No le gustaba la cirugía de urgencia, especialmente cuando se realizaba inmediatamente, cuando el paciente llegaba al hospital al mismo tiempo que él y no tenía tiempo de prepararse. Cuando había una operación prevista, acostumbraba a pensar en ella varias horas antes, a veces incluso el día anterior, examinando todas las posibilidades, proyectándola como si fuese una película. De ese modo, cuando se instalaba junto a la mesa de operaciones, descubría que trabajaba casi a nivel subconsciente; a veces, su mente vagaba y los dedos parecían moverse de forma independiente. Era en esos momentos cuando desarrollaba toda su pericia. Y, naturalmente, no podía hacer lo mismo cuando no tenía ni idea de lo que se encontraría. Eso era pura improvisación, y la improvisación implicaba cierta cantidad de azar. Y a él no le gustaba el azar.
Bueno, al menos parecía que se trataba de un caso interesante. Y siempre existía la remota posibilidad -no quería anticiparla porque eso sería demasiado providencial- de que la herida encajara con el perfil que estaba buscando, de que finalmente le permitiese coronar los cientos de experimentos realizados en la sala de operaciones. Ése, naturalmente, sería el golpe de efecto final. Todo ese tiempo dedicado a los ensayos… ¿habría llegado realmente el momento de salir a escena?
Y el chico era joven. Eso estaba bien. Su cerebro aún estaba creciendo; era maleable.
Marcó un número en el teléfono, habló con el director de la galería de arte y le dijo que le reservase el Schiele. -Naturalmente, me quedaré con él -dijo-. Y si no me gusta, lo devolveré y podrá vendérselo a otro.
Durante el viaje en helicóptero, Scott no dejó de hablar con Tyler ni un momento, incluso con el ruido atronador del motor del aparato que amenazaba con ahogarlo. Sentado sobre un fino cojín de plástico en un banco de metal abatible, inclinado sobre la camilla y sosteniendo con fuerza la mano de su hijo, llenaba el oído de Tyler con una corriente continua de aliento.
– Todo saldrá bien. No te preocupes. Ya lo verás. Te examinará el mejor médico del mundo. Te pondrás bien. Lo repetía una y otra vez como si fuese un mantra, tanto para sí mismo como para su hijo. Pero después de un rato, las palabras parecieron perder su significado, y entonces comenzó a decir cualquier cosa que le venía a la cabeza. Contó a Tyler sus historias favoritas, como la que hablaba de cómo había conocido a su madre (en el salón de conferencias de la universidad, ella había llegado tarde y sin aliento). Y cómo había empujado con todas sus fuerzas en la sala de partos hasta que, finalmente, él había aparecido, ensangrentado y resbaladizo, y ella supo que su recién nacido era un niño.
– Ella se incorporó, agotada y transpirando, y, aún jadeando, le dijo al médico que quería cogerte. Y entonces contó los dedos de las manos y de los pies, dos veces, y miró entre tus piernas pequeñas y flacas, el pene y los testículos, hasta que, finalmente, cuando estuvo satisfecha de que todo estaba en su lugar, entonces y sólo entonces, volvió a recostarse con una enorme sonrisa y te sostuvo contra su pecho. Creo que nunca en mi vida la vi tan feliz.