No sabía qué hacer. Estaba agotado y confuso; se sentía incapaz de reaccionar, incapaz de pensar. No podía tomar siquiera la decisión más simple: ¿debía quedarse en el hospital o marcharse a casa? Odiaba ese lugar y, sin embargo, no quería estar en ninguna otra parte.
Un poco de tiempo y espacio lejos de allí para poder pensar, eso era lo que necesitaba. ¿Y qué debía hacer con respecto a la propuesta de Saramaggio? ¿Cómo podía pensar en marcharse? Tyler se encontraba arriba, en la sala de cuidados intensivos de la sexta planta, y Scott tenía que estar junto a él. Tenía que estar a su lado aunque no pudiese verlo porque no le permitían entrar en la sala. Saramaggio le había dicho que Tyler pasaría la noche allí, en una habitación aislada, totalmente aséptica. En esa etapa del proceso, el enemigo era la infección, eso le había dicho. Enemigo. Saramaggio había empleado una serie de metáforas bélicas cuando presentaba el caso antes de la operación. Palabras como «ataque», «retirada» y «rendición». El célebre neurocirujano no era precisamente un hombre agradable, pero a Scott eso no le importaba. Lo único que quería era que fuese el mejor neurocirujano del mundo. «No me importa si es el mayor hijo de puta del mundo. No me importa si cree que es un jodido general, siempre que sea el mejor hombre para hacer este trabajo.»
Scott sabía que Saramaggio le estaba presionando para que autorizase la operación, a pesar de sus intentos por parecer indiferente. Había admitido que se trataba de una operación que nunca se había hecho antes. Probablemente estaba ansioso por intentarlo. Tal vez buscaba la fama con desesperación; una operación de esas características seguramente le reportaría una enorme publicidad. ¿Cuál era la palabra que había utilizado? «Procedimientos.» Era absurdo, ¿cómo era posible relegar a la categoría de procedimiento algo que jamás se había hecho antes?
Reprimió una creciente oleada de ira y repasó todo lo que el cirujano le había explicado. La pieza de metal había penetrado tan profundamente en la porción subcortical del cerebro que ya había provocado un daño considerable. ¿Cuánto exactamente? Era imposible decirlo. En circunstancias normales, un daño de esa naturaleza sería irreversible, y aún podía llegar a serlo. Ésas habían sido sus palabras, y golpearon a Scott como una ráfaga de ametralladora. Pero… Un débil rayo de esperanza, un débil rayo junto a la orilla al que poder aferrarse… Pero recientemente -y en ese punto Saramaggio había medido sus palabras con mucho cuidado, como un joyero que coloca pequeños pesos en una balanza-, recientemente se habían producido descubrimientos muy importantes en el campo de la neurobiología; descubrimientos tan asombrosos que aún no se habían comprendido sus implicaciones. Entre otras cosas, esos descubrimientos podían hacer posible un tratamiento radical de las lesiones cerebrales y espinales.
El descubrimiento, había dicho Saramaggio, eran las células madre. Las células de construcción básicas, células que aún no se han diferenciado para convertirse en células de la piel, células hepáticas o células del estómago. Saramaggio le explicó que no se trataba de las células madre de los embriones que habían ocupado los titulares de los periódicos; estas células madre habían sido descubiertas en las profundidades de los sistemas nerviosos centrales de los animales y luego en los humanos. En las bandejas del laboratorio habían hecho cosas maravillosas: habían sido inducidas a desarrollarse en neuronas, las células cerebrales básicas, y células gliales o de la neuroglia, células que constituyen el «pegamento» del cerebro. Y como procedían directamente del paciente, era una unión perfecta.
– Lo que estamos proponiendo en este caso es un procedimiento doble -había dicho Saramaggio-. Extraemos células madre del cerebro, que luego serán cultivadas en el laboratorio. Cuando se hayan desarrollado completamente, las reimplantaremos en el paciente. Y luego volveremos a poblar la zona afectada con células activas.
– ¿Se ha intentado eso antes? -había preguntado Scott.
– Como ya he dicho, sólo en animales, concretamente en ratas. Pero hemos obtenido buenos resultados. «¡Ratas!», había pensado Scott entonces. «¡Ratas!» Reprimió un estallido de cólera.
– ¿Y qué pasa con mi hijo mientras tanto? ¿Cómo puede asegurarme que seguirá con vida?
Saramaggio había hecho una pausa por primera vez. -Ésa es la parte delicada -le había contestado-. Contamos con su propio sistema para que lo mantenga con vida. Pero, si falla, tenemos otro recurso. Uno de mis colegas, el doctor Cleaver, ha desarrollado un ordenador que puede ayudar al cerebro. El aparato controla la actividad en el metencéfalo, concretamente en la médula, que se encarga de regular las funciones corporales vitales, incluida la respiración, el ritmo cardíaco y el funcionamiento gastrointestinal. Si se produce algún problema, el aparato puede enviar impulsos eléctricos a los núcleos específicos, que son racimos de neuronas, para que el sistema vuelva a funcionar.
Scott no podía creer lo que Saramaggio le dijo a continuación. La arrogancia con que lo dijo.
– En la médula, por cierto, fue donde impactó la bala que acabó con la vida del presidente Kennedy. Por esa razón no había ninguna esperanza para él. Pero actualmente, o quizá dentro de pocos años, podríamos haberle salvado la vida. Siempre que, naturalmente, tuviese la buena suerte de que lo trasladasen al St. Catherine.
Buena suerte. Scott había sentido que la furia subía como la bilis hacia la garganta. Pero sabía que debía contenerse en nombre de su hijo; estaba más interesado en llegar a la decisión acertada para Tyler. Había formulado la pregunta fundamental que rondaba por su mente: ¿Tyler estaba sufriendo?
– En absoluto -contestó Saramaggio-. Créame, su hijo no tiene ni idea de lo que está pasando. Es como si estuviese durmiendo en un bote de goma en medio de un lago un día sin viento.
Por una vez, el sincero entusiasmo del cirujano resultó alentador.
Saramaggio había dicho que la Junta de Revisión Institucional se reuniría a la mañana siguiente para aprobar la operación y que a él le llevaría uno o dos días prepararla. Scott tenía toda la noche para pensarlo y llegar a una decisión con respecto a autorizar la operación de Tyler.
La cafetería estaba prácticamente vacía. Bebió un trago de café. Nunca había echado tanto de menos a Lydia como en ese momento.,
Una sombra se proyectó sobre la mesa, engullendo el vaso de plástico.
– ¿Le importa si me siento con usted, o preferiría estar solo? Si es así, lo comprendo.
Alzó la vista. Era aquella cirujana, la mujer que se había mostrado tan comprensiva con él. Estaba de pie junto a la mesa con una taza en la mano.
Hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a él. Actuaba siguiendo un atávico sentido de la amabilidad; para ser sincero, quería estar solo.
Ella se sentó, se acomodó en la silla y miró el vaso de plástico de Scott.
– Es horrible. Él asintió.
Ella se sonrojó.
– Me refería al café. Tan flojo.
Distraído, Scott alzó ligeramente la barbilla para denotar que había entendido.
– Ah, doctora… -Willet. Kate Willet. -Doctora Willet, permítame hacerle una pregunta. -Adelante.
– Esa junta de revisión, la que debe reunirse mañana, ¿con qué frecuencia lo hacen, quiero decir, reunirse para decidir si una operación debe llevarse a cabo o no?
– Raramente. Muy raramente. Llevo aquí sólo unas cuantas semanas, de modo que resulta difícil decirlo. Pero en el hospital en el que estaba antes, en San Francisco, sólo ocurrió cinco veces en diez años. Una vez debido a un trasplante de corazón que era muy especial (implicaba la implantación de una nueva clase de válvula temporal) y, en otra ocasión, por un nuevo método de reparación de aneurismas. La junta tenía que dar su aprobación para ambas intervenciones. Sucede siempre que hay algo nuevo en cualquiera de las tres áreas: procedimiento, equipo o técnica.