– Pero pensé que había dicho que quizá no tuviese necesidad de utilizar el ordenador. Pensé que era como… una red de seguridad. Un soporte, así lo llamó.
– No lo creo. Realmente no quise dar esa impresión. No, necesitaremos ese ordenador. Verá, para poder extraer las células madre tendremos que cerrar el encéfalo. Y el ordenador tendrá que hacerse cargo de sus funciones.
Saramaggio hizo una pausa y miró a Scott para ver si entendía lo que le estaba diciendo. Así era, y parecía horrorizado… y furioso.
– ¿Qué ocurre después? Quiero decir, al acabar la operación, ¿puede volver a conectarlo?
– Bueno, sí. Si no pudiéramos hacerlo, todo el procedimiento sería inútil.
– Pero ¿lo han llevado a cabo alguna vez? Saramaggio dudó una milésima de segundo antes de responder.
– Se ha hecho, sí. Pero, como ya le he dicho, sólo con animales.
– Pero nunca con seres humanos.
– No, nunca lo hemos probado con seres humanos. Con ratas, sobre todo. En una ocasión, con monos. Realizamos la operación completa. Y los monos son excelentes para prever lo que ocurre en los seres humanos. Es la misma disposición, básicamente.
– ¿Y cuáles fueron los resultados?
– Bueno, parecen ser buenos. Los animales se recuperan; funcionan. El deterioro es mínimo. Naturalmente, resulta difícil de decir, tratándose de monos.
Saramaggio fijó la vista en el secante que tenía en el escritorio.
– Mire -dijo finalmente-, su hijo ha sufrido un extenso daño cerebral. No sé si puedo recuperarlo. No sé si alguna vez volverá a ser el mismo. Pero sí sé que esta operación, a pesar de lo radical, excepcional y arriesgada que parece, es su única oportunidad.
Scott trató nuevamente de que su ira no fuese demasiado evidente. Chantaje. La elección forzosa, sin alternativa. Pero no quería hacer nada que pudiera poner en peligro las posibilidades de su hijo. Dejó que Saramaggio continuara.
– Ahora bien, usted ha dado su autorización. Puede retirarla si así lo desea. Pero una vez que hayamos comenzado el procedimiento, una vez que yo haya atravesado las puertas del quirófano, no quiero que…
– Creo que lo entiende perfectamente -intervino Kate con cierta brusquedad, en un tono que hizo que Saramaggio se callara.
A continuación se levantó y Saramaggio, con una exagerada cortesía, hizo lo propio. Luego Scott se levantó de su silla, lenta y cautelosamente.
– No voy a cambiar de idea -dijo-. Sólo quiero conocer todos los detalles.
Saramaggio le explicó que, efectivamente, se trataba de dos operaciones: una para sacar el objeto metálico, instalar el ordenador y extraer las células madre y luego, alunas semanas más tarde, una vez que las células se hubiesen multiplicado por millones en el laboratorio, realizarían otra operación para implantarlas.
Cuando abandonaban el despacho, y casi como una idea tardía, Saramaggio tocó a Scott levemente en el codo y le dijo:
– Por cierto, esta primera parte, el escáner cerebral, lleva mucho tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Bueno, con un mono, casi dos, tres horas. Con un ser humano es difícil decirlo, pero llevará más tiempo. No podemos decirlo con seguridad.
Ese último comentario no había contribuido a aumentar la confianza de Scott.
El quirófano 7, el favorito de Saramaggio, estaba descartado; no era lo bastante grande para alojar la mesa d operaciones con todo el nuevo equipo informático, y se encontraba demasiado lejos de la sala donde se hallaba el aparato de resonancia magnética. De modo que tuvieron que utilizar el quirófano 9. Era espacioso y totalmente nuevo, pero Saramaggio no estaba satisfecho. Como la mayoría de los neurocirujanos, cuya necesidad de exactitud rayaba en la superstición, sólo se sentía cómodo cuando trabajaba en un entorno familiar. Si, de pronto, tu paciente comienza a sangrar de manera incontrolable, no quieres empezar a buscar por todas partes el electrocauterizador bipolar.
Tampoco estaba contento con el aparato de resonancia magnética. Hubiese preferido disponer de la versión ligeramente más antigua, ajustado como el tubo metálico de un puro, porque la resolución era fraccionalmente mayor, y Cleaver también había insistido en ello. Pero las paredes más estrechas del modelo antiguo aumentaban el peligro de infección, y finalmente había decidido que no merecía la pena correr el riesgo. Por esa razón, dos ayudantes habían estado limpiando la máquina a fondo, cada superficie, cada curva, durante dos horas.
Para la operación se había reunido a un equipo compuesto por catorce personas. El anestesista contaba con la ayuda de dos asistentes; la enfermera instrumentista tenía a su lado a otras dos enfermeras; Saramaggio tenía a Gully Singh, Kate y Thomas Greer, un neurocirujano de cincuenta y nueve años conocido por ser un hombre sensato y prudente, quien resultaría de inestimable ayuda si se necesitaba una opinión rápida sobre el terreno. Luego estaban los tres técnicos en imagen de resonancia magnética y un experto informático para asistir a Cleaver. Además, toda clase de neurólogos y cirujanos se dejarían caer por el quirófano en algún momento, probablemente incluso el propio administrador del hospital, Calvin Brewster, el viejo bufón. Permanecerían en un rincón, observando y estirando el cuello para poder ver mejor lo que sucedía en la mesa de operaciones, todo con tal de ser capaces más tarde de decir que habían estado presentes cuando se produjo el gran acontecimiento. Siempre, claro está, que todo saliese bien. Si no era así, todos ellos se evaporarían al instante.
Saramaggio no era totalmente optimista. Pero se esforzó en transmitir un aire de absoluta confianza y seguridad durante toda la mañana; es asombroso cómo los efectos teatrales intervienen en nuestra profesión, solía decirse a sí mismo. Estaba convencido de que había manejado con éxito la reunión con el padre del chico, sin importarle lo que pensara Kate. Él se daba cuenta de que lo culpaba de carecer de lo que ella podría llamar sensibilidad, y eso le preocupaba; si había algo de lo que se sentía realmente orgulloso, además de la propia cirugía, era su habilidad para explicarles las cosas de una manera sencilla a los afligidos familiares del paciente. Incluso disfrutaba al hacerlo. Pero Kate parecía tener ese aire de recriminación. Y quizá lo había imaginado, pero ella parecía haber puesto fin a la reunión de un modo casi abrupto. Tenía que admitirlo: aquella mujer estaba empezando a exasperarle. Parecía creer que tenía todas las respuestas. Esperaba no haber cometido un error cuando decidió contratarla. Era inteligente y capaz, tenía que reconocerlo, y siempre era gratificante tener a una mujer hermosa alrededor; sólo el aroma de su perfume era suficiente para despertar en él esa jactancia que siempre lo ayudaba a hacer mejor su trabajo. Pero si ella pensaba convertirse en una arpía que juzgara todos sus actos, entonces las cosas no funcionarían. Por no mencionar el hecho de que no sería capaz de llevársela a la cama. Ah, bueno. Suspiró. Tal vez se estaba volviendo viejo para ese tipo de cosas.
Reunió al equipo quirúrgico y les explicó que la operación se realizaría en cuatro fases. Primero quitarían el objeto metálico. Ésa sería, por muchas razones, la parte más peligrosa de la operación: extraer esa pieza metálica sin destruir tejido cerebral vital. Luego, siempre que el daño no hubiese sido importante y el paciente sobreviviera, se aplicaría el escaneado total con resonancia magnética. Eso solo llevaría entre cuatro y cinco horas. A continuación se implantarían los electrodos y se pondría en marcha el ordenador. La cuarta fase consistiría en la extracción de las; células madre de la zona subventricular situada debajo de los ventrículos laterales llenos de líquido. Esas células se dejarían aparte para su cultivo exocraneal.