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– Me han trasladado a Nueva York hace algunas semanas, después de hacer mi residencia en California. Estoy en el St. Catherine.

Él pareció animarse.

– Con el famoso Saramaggio, -Así es.

Él soltó un débil silbido.

– ¿Qué piensas de él? -preguntó el hombre.

– Bueno, no hay duda de que es un médico brillante. Buenas manos, como suele decirse. Me sentiré satisfecha si algún día llego a ser la mitad de buena que él.

Su compañero de viaje asintió y ella se quedó en silencio. La verdad era que estaba nerviosa ante la perspectiva de encontrarse nuevamente con Saramaggio. La primera entrevista había ido bien -de hecho, él había estado encantador-, pero su reputación de perfeccionista implacable era pavorosa. Ella amaba la medicina y lo que más deseaba era sobresalir en el ejercicio de su profesión. Por ese motivo había ido al este a trabajar con uno de los mejores equipos de neurocirugía que había en el país. Pero había algo en Saramaggio que resultaba inquietante, un soplo del complejo de dios que afectaba a tantos neurocirujanos. Ella había llegado a detestar a su anterior jefe de cirugía en San Francisco, un hombre técnicamente brillante, pero que tenía un ego del tamaño de una pelota de playa. Cuando todo había acabado, no parecía preocuparse por sus pacientes. Raramente volvía a verlos después de la operación y ellos, a su vez, raramente le enviaban fotografías una vez recuperados. Era decepcionante pensar que el genio podía reducirse a una cuestión de destreza manual.

Obviamente, ella no compartió nada de todo eso con el señor Butterworth. Lo miró de reojo. No era feo, pero sus ojos parecían aburridos. Como muchas mujeres, incluyendo su homónima shakesperiana, Catalina de Aragón, Kate era exigente: sólo podía interesarle un hombre que estuviese a la altura de su inteligencia. Necesitaba que él tuviese esa agudeza juguetona tan propia de ella, de modo que no fuese necesario tener que decirlo todo. Ésa era la chispa que encendía el flirteo en ella.

Sus exigencias eran elevadas; no, según ella, exageradas. En una o dos ocasiones había estado cerca del amor, lo bastante cerca como para sentir algo sin que las llamas la abrasaran, y ya estaba empezando a perder la esperanza de encontrar al hombre adecuado. Su soledad se había visto acentuada por Nueva York, una ciudad que la abrumaba. La gente caminaba tan deprisa por las aceras que parecían dejarla inmóvil, y una o dos veces al anochecer, mientras se masajeaba los pies después de un día de exploración, le preocupaba la posibilidad de que hubiese cometido un error al ir allí. En San Francisco había dejado a un buen hombre, Harry. Era una persona ingeniosa y amable, tan presentable que sus amigas bromeaban diciendo que querían ser informadas cuando la ruptura fuese inminente. Pero hacía algún tiempo había comenzado a sospechar que no era el hombre adecuado para ella, y ahora la separación le confirmaba que no se había equivocado.

– Este lugar que vamos a visitar, Pinegrove, se supone que es realmente algo serio -dijo Butterworth-. Una especie de casa del terror.

Su rostro se ensombreció.

– Oh, lo siento -continuó-. El lugar donde trabajas,

St. Catherine, ¿no está asociado a Pinegrove?

– Sí -dijo ella-. Ésa es precisamente la razón de que esté aquí. Quiero verlo.

– Bien. Eso tiene sentido. Oye, te dejaré mi tarjeta.

Se incorporó a medias en el asiento y buscó en uno de sus bolsillos. Sacó una tarjeta y se la tendió. Ella le echó un vistazo.

FREDERICK BUTTERWORTH Corporación de suministros para hospitales Flushing, Queens, NY

Desde ambulancias hasta máquinas de rayos X. Si no lo tenemos, sabemos dónde encontrarlo.

– Gracias -dijo ella.

Guardó la tarjeta en su bolso y volvió a mirar a través de la ventanilla, tratando de imaginarse la ruta. Cuando se volvió para hablar con su acompañante no pudo evitar una sonrisa. El señor Butterworth se había dormido, y no se despertó hasta media hora más tarde, cuando el autobús giró en una esquina alrededor de un almacén en Queens y el conductor redujo la velocidad a segunda para cruzar el estrecho puente que conducía a Roosevelt Island.

Después de la excursión, los visitantes entraron en una gran sala pintada de verde hospital, con sillas dispuestas en filas irregulares. Todos estaban callados como niños en una ejecución. Tal vez estaban conmocionados por los pabellones que acababan de visitar: el olor a antiséptico que asaltaba la nariz, los farfulleos y los sonidos chirriantes de las sillas al ser arrastradas por el suelo, los pacientes que vagaban sin rumbo o permanecían sentados en sus camas, meciéndose. Uno de los enfermos, un hombre con el pelo cortado al cero, con una sonrisa vacía y unos ojos que no cesaban de moverse, tenía llagas abiertas en la cabeza.

Como psicólogos y psiquiatras, todos ellos habían pasado mucho tiempo en pabellones que alojaban a enfermos mentales, y eran inmunes a la visión de individuos que susurraban continuamente sus propias alucinaciones. Muchos de esos pacientes eran como los que estaban ingresados en las instituciones estatales. Pero era todo en conjunto lo que resultaba difícil de asumir: el antiguo edificio de piedra, las plantas desiertas que resonaban con el sonido de sus pasos y, finalmente, los propios pabellones.

Kate se sentó cerca del fondo en una silla de madera cuyo brazo derecho se extendía ante ella, una silla de examen. Estaba furiosa por lo que había visto. No era que pareciera que los pacientes fuesen maltratados, sino que habían sido claramente enviados hacia un lugar donde podían olvidarse de ellos. Los imaginó viviendo sus vidas un largo día tras otro en aquel horrible lugar, sin sentido alguno y para siempre, sin hallar alivio.

Butterworth estaba sentado a su derecha; Kate comprobó que la breve visita guiada por el edificio lo había afectado. Ambos se miraron y él alzó las cejas y sacudió lentamente la cabeza de un lado a otro.

Presentaron a un hombre que llevaba bata de médico, el doctor Warren Cleaver. Kate reconoció el nombre. Trabajaba con Saramaggio y decían que era un médico brillante, licenciado en inteligencia artificial y neurología. Los rumores lo perseguían -decían que era más autómata que sus ordenadores-, pero ella los había atribuido a la envidia, porque era evidente que Cleaver tenía éxito. ¿Por qué estaba trabajando con enfermos mentales?, se preguntó. Lo observó detenidamente: un hombre bajo y robusto, con una cabeza grande y una calva en la coronilla, como Lenin, pensó.

La auxiliar administrativa, una mujer de pelo cano con gafas gruesas, se encargó de la mayor parte de la conferencia. Describió la historia de Pinegrove, habló del presupuesto y de lo difícil que resultaba conseguir más dinero de las arcas del estado y encontrar enfermeras y ayudantes que fuesen realmente competentes. No cabía duda de que el dinero era difícil de conseguir; estaba claro que la administración del hospital se enfrentaba a obstáculos enormes. Su retahíla de quejas se desgranó con una monotonía absolutamente desapasionada.

La mujer mencionó que Pinegrove había recibido una beca de investigación. De entre las primeras filas se alzó una mano y un hombre se puso en pie para formular una pregunta.

– ¿Qué clase de investigación se realiza aquí? ¿Están especializados en algo en concreto?

La mujer miró a Cleaver.

– Creo que es justo decir que nuestro programa ha sido preparado por el doctor Cleaver y se ajusta perfectamente a sus intereses.

– ¿Y qué es lo que le interesa a usted, doctor Cleaver? -preguntó el hombre.

Cleaver se adelantó hasta quedar frente al grupo, las manos cruzadas detrás de la espalda.

– En primer lugar, permítanme decir que percibo que algunos de ustedes se sienten un tanto conmocionados por lo que han tenido ocasión de ver hoy durante su visita. Espero que así sea. Es la razón por la que deseo que vengan a visitarnos. Quiero que vean con sus propios ojos lo que le sucede a una institución cuando los únicos que se preocupan por ella son quienes trabajan allí. Lo que han visto hoy aquí es el emblema de la negligencia de la sociedad.