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– ¿Perdón?

– La tarjeta. Me alegro de que aún la tenga.

– Oh, sí. Así es como he conseguido su número de teléfono. En cualquier caso, pensé que ya que ustedes proporcionan ambulancias…

– En realidad no proporcionamos ambulancias, pero podemos tramitar su pedido. Operamos como intermediarios en la transacción.

– Comprendo. Bien, lo que me estaba preguntando era, ¿existe algún tipo de directorio donde conste qué clase de ambulancias tienen los hospitales, ya sabe, qué modelos son y qué aspecto tienen? '

– Por supuesto.

Y entonces ella le explicó lo que estaba buscando: el nombre de cada hospital y compañía en la ciudad cuyas ambulancias tuviesen marcas blancas y rojas. Y él le dijo:

– Puedo conseguirle esa información en un santiamén. Ni siquiera tengo que volver a llamarla.

Sin embargo, Butterworth abandonó el teléfono durante seis o siete minutos. Y cuando volvió, dijo: -¿Tiene algo con qué escribir? Me temo que la lista es bastante larga. Es una combinación muy popular. -¿Cuántas?

– Siete.

Butterworth comenzó a leer los nombres en voz alta y Kate fue anotándolos en una hoja de papel, pero cuando llegó a una que ella conocía, supo que ya no tenía que continuar. Lo dejó terminar, sólo para no defraudarlo. Luego le dio las gracias por la información y colgó. Él pareció lamentar que la conversación hubiese terminado.

«Por supuesto», pensó ella. Había sido algo evidente desde el principio y tendría que haberlo visto al instante. Tal vez, como en La carta robada, de Edgar Allan Poe, era simplemente demasiado obvio, tanto que le había pasado desapercibido.

De pronto supo a ciencia cierta dónde había llevado la ambulancia a Tyler aquella noche lluviosa, cuando abandonó el St. Catherine.

A Pinegrove.

A Gully le sorprendió que Scott no quisiera tomar café en la cafetería del hospital y, en cambio, insistiera en ir a un bar. Advirtió, además, mientras pasaban ante la sala de enfermeras, donde Saramaggio estaba dándole instrucciones a un enfermero, que Scott caminaba junto a él por el lado más alejado de la sala, con la cabeza gacha, como si estuviese manteniendo una animada conversación que no tenía mucho sentido. En realidad, el hombre parecía tan agitado y excitado que Gully se preguntó si no estaría un poco desequilibrado.

En el ascensor, Scott dejó de hablar de golpe. Luego cruzó el vestíbulo a grandes zancadas, llevando a Gully por el codo y apretándolo con tanta fuerza que casi le hizo daño mientras se dirigían hacia la puerta principal. La recepcionista pareció fruncir el ceño cuando pasaron delante de ella, una vez fuera del edificio, pareció perder todo interés en esa taza de café. En cambio, llevó al cirujano a una esquina del hospital, y antes de hablar miró en derredor. -Qué diablos… ¿adónde vamos? -preguntó Gully.

Pero Scott ignoró la pregunta, volviéndose hacia él con una mirada rabiosa en los ojos.

– ¿Es capaz de guardar un secreto? -le preguntó a bocajarro.

Gully pensó un momento antes de responder. -Bueno, sí -dijo-. Pero no alcanzo a comprender… -Prométame que lo hará.

Gully dudó, desconcertado.

– Prométalo -insistió Scott, con tanta urgencia que Gully comenzó a asentir al tiempo que decía:

– Lo haré, lo haré. Lo prometo.

– Bien. Ahora quiero que me escuche con mucha atención. Voy a hacerle una pregunta y quiero que lo piense muy bien y me dé una respuesta. ¿De acuerdo?

– Sí, sí.

Esta vez Gully no necesitaba que lo espolearan. Debía admitir que su nerviosismo estaba dejando paso a la curiosidad. ¿Qué podía querer ese hombre de él, y por qué estaba tan alterado?

– Muy bien. Allá vamos. Voy a mostrarle una fotograba, una fotografía en la que se ven unas tuberías y quiero que me diga si las ha visto antes, si le resultan familiares en algún sentido.

– De acuerdo -dijo Gully con cierta vacilación.

Scott metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó una hoja de papel doblada, la desplegó con mucho cuidado y se la enseñó. Los ojos de Gully se fijaron inmediatamente en el primer plano, en la cabeza oscura cortada a la altura de la boca.

– ¿Quién es ése? ¿No es…?

– No importa quién pueda ser -lo interrumpió Scott bruscamente-. Sólo tiene que echar un vistazo a las tuberías que se ven en el fondo. ¿Las había visto alguna vez?

Gully examinó atentamente la imagen. Luego negó con la cabeza.

– ¿Está seguro? ¿Podrían estar aquí, en este hospital? ¿En el sótano del St. Catherine?

El tono de voz era tan suplicante que Gully quiso darle la respuesta que él parecía estar esperando, pero no pudo. -No, creo que no. Es difícil decirlo con seguridad, por supuesto, pero he estado en el sótano y no las reconozco. -¿Nunca las había visto antes, aquí o en cualquier otra parte?

– No, estoy casi seguro de que nunca las había visto. Scott parecía decepcionado, de modo que Gully añadió:

– Pero todas las tuberías se parecen mucho entre sí. Da la impresión de que éstas parecen muy viejas. ¿Alcanza a ver cómo tienen la pintura desconchada en algunas partes? En el St. Catherine las instalaciones son bastante más nuevas. No creo que haya nada parecido en el sótano de este edificio.

– Muy bien. Ahora concentrémonos en el hombre que hay en primer plano. Creo que ambos sabemos de quién se trata.

Gully asintió. Todo eso le resultaba sorprendentemente extraño, pensó. ¿Dónde había conseguido ese hombre la fotograba y qué significado pensaba que tenía?

– Ahora quiero que me diga una cosa… los médicos a veces trabajan en varios hospitales, ¿verdad?

– Así es.

– Bien, ¿este tío trabaja en alguna otra parte? -Sí, trabaja en otra parte.

– ¿Dónde? -Pinegrove. -Pinegrove. ¿Qué es Pinegrove?

– Es un hospital psiquiátrico. Allí se ocupan de casos graves; es un edificio viejo. Escuche -añadió, captando el espíritu de aquel interrogatorio-, en realidad se está cayendo a pedazos. Allí podrían tener aún esa clase de tuberías.

– ¿Y dónde está Pinegrove?

No muy lejos de aquí. Al otro lado del río. En Roosevelt Island..

Scott se marchó sin decir nada más.

«Extraño individuo, extraño encuentro», pensó Gully, sintiéndose ligeramente aliviado de que se hubiese marchado, pero a la vez frustrado, ya que su curiosidad ahora quedaría insatisfecha. Observó a Scott, que corría por la avenida mientras agitaba frenéticamente los brazos para detener un taxi.

Una multitud se había reunido en la plataforma de carga del funicular a Roosevelt Island cuando Scott llegó al lugar. Era el comienzo de la hora punta y había una mezcla de profesionales y diplomáticos de las Naciones Unidas, la mayoría de ellos de países del Tercer Mundo. Había cuatro hombres atractivos y majestuosos, de piel de ébano, vestidos con la indumentaria colorida y amplia del África occidental. Scott estaba sin aliento -el taxi se había movido con tanta lentitud a causa del intenso tráfico que, finalmente, había bajado del coche para cubrir a la carrera las últimas tres manzanas-, y se abrió paso como pudo hasta llegar al frente y asegurarse de que podría coger el siguiente funicular. Un hombre, vestido con un traje ligero de lino azul muy arrugado, pareció a punto de protestar, pero le bastó observar la expresión desencajada de Scott para cambiar de idea.

El funicular llegó, deslizándose limpiamente en su anclaje y liberándose de su carga, un numeroso grupo de personas vestidas para una noche en la ciudad. Las puertas se abrieron y la gente alrededor de Scott se apresuró a entrar. Se movió con la corriente y encontró un lugar junto a una de las ventanas que miraban al sur. Quería examinar el lugar desde el aire y escoger un sendero aislado que lo llevase hasta el extremo inferior de la isla. El puente de Queensboro, junto a la línea del funicular, dividía la isla por la mitad. Hacia el norte se extendía el distrito residencial, macizos rectángulos de ladrillo marrón y rojo que se volvían grises bajo la luz del crepúsculo. Hacia el sur había una zona desierta de vegetación rala y tres viejas moles de piedra y cemento: los edificios médicos. Él sabía que Pinegrove se encontraba en la punta de la isla.