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Las puertas se cerraron y el funicular se puso en movimiento como si fuese un remonte de esquí. Ascendió por el cable en un suave ángulo pero con sorprendente velocidad. Scott miró a su alrededor; los rostros tenían expresiones pasivas y aburridas, máscaras de pasajeros cansados después de una dura jornada de trabajo. De pie, sosteniéndose de una de las barras de metal y con la mochila de alguien presionándole la espalda, sintió una pequeña oleada de claustrofobia. La combatió concentrándose en la vista que podía contemplarse desde la amplia ventana. El funicular alcanzó su nivel y se movió velozmente. El puente obstruía su visión pero, por un momento, entre los tensores de acero, alcanzó a vislumbrar unos techos oscuros y empinados que se alzaban por encima de las copas de los árboles: las torres de Pinegrove, estaba seguro.

Trató de pensar. No había planeado ninguna estrategia y no tenía tiempo de elaborarla, salvo entrar subrepticiamente en ese lugar e iniciar una búsqueda minuciosa que lo llevase hasta su hijo. Todo lo que quería era rescatarlo, no importaba en qué estado se encontrara, y luego asegurarse de que tuviese todo lo que necesitaba, para vivir, o para morir, por fin… Una muerte con el mínimo de dignidad que aún fuese posible conseguir.

.Por el cable paralelo se acercaba una cabina que acababa de salir de la isla. Scott miró mientras pasaba a escasa distancia de la suya y comprobó qué iba medio vacía, aproximadamente una docena de personas de pie o sentadas. Y entonces una figura familiar cruzó por su campo visual. Se quedó paralizado; cogió con fuerza la barra metálica, incapaz de moverse, mientras no apartaba la vista de esa figura. Allí estaba, en el coche del funicular que se dirigía en la dirección contraria, sentado tranquilamente, el mismo pelo alrededor de las orejas, la amplia calva en la coronilla, la nariz afilada. Cleaver. Era inconfundible. Estaba sentado, mirando ociosamente al frente, casi como si estuviese soñando despierto, un busto inmóvil deslizándose a menos de tres metros de distancia. El funicular continuó su camino y Cleaver desapareció, una visión fugaz en la penumbra del anochecer, cuya imagen ardía en el cerebro de Scott.

El corazón le golpeaba contra las costillas como si quisiera salirse del pecho. Trató de pensar. ¿Qué hacer? ¿Debía saltar al siguiente funicular para el viaje de regreso? ¿Tratar de coger a Cleaver y obligarlo a admitir lo que había hecho con su hijo? ¿Obligarlo a que revelase dónde estaba Tyler y que lo llevase hasta él? De alguna manera, mientras Scott elaboraba la escena en su mente, había imaginado que irrumpía en Pinegrove y sorprendía a Cleaver con Tyler, poniendo al descubierto toda la trama -cualquiera que fuese- de un solo golpe. Había sido un imbécil; naturalmente, siempre existía la posibilidad de que el hombre a cuyo alrededor giraba toda esa trama no estuviese allí cuando él llegara.

Su vehículo siguió avanzando e inició su trayecto descendente. Tal vez fuese una circunstancia afortunada que Cleaver abandonara la isla; puede que fuera más fácil hacer un reconocimiento, averiguar qué estaba pasando y localizar a Tyler. Ésa era su meta, encontrarlo y salvarlo. Todo lo demás podía esperar, incluso la venganza.

Al llegar a la terminal, la multitud abandonó la cabina, moviéndose de un modo dolorosamente lento y caminando en una única dirección. Scott se apartó y tomó un camino en la dirección opuesta. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a correr. Lo último que necesitaba era llamar la atención.

Atravesó la isla y enfiló una pasarela que discurría por la orilla del río del lado de Queens. Estaba desierta. Entre los sonidos de las olas que lamían las rocas y el ruido de los coches que cruzaban el puente podía oír sus propios pasos. Le parecía que podían oírse desde la distancia. El olor procedente del río, una penetrante combinación de pescado y agua salada, le dio de lleno en el rostro. El sol se estaba poniendo detrás de las cumbres oscurecidas de los edificios de Queens, proyectando a través del cielo rayos anaranjados y rojos que bañaban los árboles y el enorme puente, haciendo que pareciera casi hermoso. Era como un decorado.

Pasó junto a un grupo de edificios cuyas ventanas estaban a oscuras y continuó su camino hacia el sur. Pocos minutos más tarde llegó a una línea de arbustos. Se detuvo y atisbó a través de ellos. Vio la mole de Pinegrove que se alzaba frente a él, súbitamente inmensa, una aparición surgida de una pesadilla gótica con sus ventanas abovedadas, las torres almenadas y los gruesos muros de piedra. Las únicas luces iluminaban las tres plantas inferiores.

«Eso facilitará mi búsqueda», pensó Scott. Rodeó los arbustos y atravesó un campo de maleza tan espesa que se le enredaba en los tobillos. A campo abierto se sentía vulnerable, de modo que corrió hacia una entrada en arco que había en la parte trasera del edificio. Al llegar allí se ocultó entre las sombras. Se detuvo para escuchar. Nada. Avanzó un par de pasos y accionó el grueso picaporte, tirando de la lengua de bronce hacia abajo. Pero la puerta no se movió, estaba cerrada con llave. Hizo una breve pausa y luego retrocedió y se dirigió hacia la derecha, siguiendo el contorno del muro. Llegó a una ventana, a la altura de la cintura, y trató de mirar hacia el interior. Estaba oscuro.

– Apoyó los brazos sobre el grueso antepecho de piedra y se impulsó hacia arriba. Se raspó la rodilla contra la piedra pero apenas lo notó. Se irguió y se inclinó hacia la ventana, curvando los dedos debajo del marco de madera y haciendo fuerza para levantarla. Pero no cedió. Colocó las manos a los costados de la cara y miró hacia dentro. El cerrojo estaba echado.

Pensó rápidamente pero con calma. Tenía la mente despejada, ni preguntas, ni dudas ni vacilaciones. El tiempo fluía lentamente. Tenía mucho tiempo para considerar sus opciones; enfocó cada una de ellas como si fuese un haz de luz. Se quitó la camisa, la envolvió alrededor de la mano derecha y golpeó el cristal de la ventana. El ruido de los cristales cayendo al suelo por la parte de dentro fue suficiente para que se quedara inmóvil, pero sólo un instante. Aguzó el oído un momento para comprobar si se acercaba alguien. No había nadie.

Metió la mano y descorrió el cerrojo. Luego levantó la ventana, haciendo temblar el cristal roto. Un triángulo de cristal se inclinó lentamente hacia dentro, se precipitó al suelo y se rompió en varios pedazos. Rápidamente, se agachó debajo del marco, saltó al suelo y aterrizó sobre los cristales rotos. Se puso la camisa y examinó el lugar; una oficina de suministros de alguna clase, desordenada. No había nadie. Se movió en silencio hacia la puerta cerrada y apoyó la oreja. Alcanzó a oír un sonido extraño, como un burbujeo apagado, subiendo y bajando. Unos momentos después casi se detuvo, pero volvió a comenzar. Escuchó. Voces, muchas voces. Pero sonaban de un modo extraño, como una torre de Babel, muchas conversaciones al mismo tiempo.

Apoyó una mano en el picaporte y lo hizo girar lentamente. El mecanismo era viejo y cedió con un chirrido. Empujó la puerta, pero no se abrió. Acto seguido tiró hacia sí y pareció como si alguna fuerza la estuviese empujando desde el otro lado. La luz entró por la abertura junto con un estallido de sonidos misteriosamente cacofónicos. Entonces descubrió de qué se trataba: hombres hablando consigo mismos, algunos de forma monótona y repitiendo lo mismo una y otra vez, algunos en susurros, otros airadamente o de forma vacilante. Asomó la cabeza y miró hacia el otro extremo del pabellón. La vista era impresionante. A ambos lados, la larga sala tenía camas de metal pintadas de blanco cuyas sábanas estaban desordenadas y dejaban ver los colchones de rayas azules y grises. Acostados o de pie entre ellas, caminando por el pasillo, había pacientes en camiseta y bata. Un puñado de ellos sólo llevaba la parte inferior de los pijamas -los cuerpos delgados o repulsivamente gordos, pálidos como la cera- y uno de los hombres estaba completamente desnudo, el pene colgando hacia un lado. En mitad del pabellón, ahora que miraba con mayor detenimiento, un grupo caminaba arriba y abajo más o menos en fila; se movían como si siguieran una especie de ritual, como los habitantes de una aldea italiana que salen de paseo al atardecer, excepto, por supuesto, que algunos balbuceaban y otros parecían tan impasibles como zombis.