Contuvo el aliento y entró en la sala, y se sintió aliviado al comprobar que su presencia no provocaba ninguna alteración en aquel lugar. No sonó ninguna alarma que provocase la llegada de los enfermeros. Un hombre, que enrollaba un rizo de su pelo alrededor del índice y pronunciaba un discurso a la pared como si se encontrase delante de un público de zopencos, guardó silencio para estudiarlo con ligero interés.
Scott examinó el lugar. No vio ningún uniforme, nadie que estuviese a cargo de esos pobres diablos. Avanzó por el pasillo que había entre las camas para unirse a la marcha. Ahora dos o tres hombres lo miraron; uno de ellos comenzó a gemir como un perro herido y otro lo imitó, profiriendo un sonido igualmente agudo. Miró a Scott y siguió gimiendo, y pronto la cola se deshizo, los hombres se volvieron para mirarlo y otros retrocedieron a sus camas. Todos se esfumaron en un instante de su alrededor. Dos hombres comenzaron a empujarse y pronto el nivel de ruido aumentó notablemente, como si una mano estuviese accionando el dial del volumen. Scott pasó rápidamente junto a un hombre que yacía en posición fetal en el suelo y se cubría la cabeza con ambas manos. Ahora el ruido era tan fuerte que Scott estaba seguro de que alguien tenía que oírlo en el edificio. Echó a correr hacia las puertas del pabellón.
Justo cuando llegó a ellas vio, a través de las pequeñas ventanas, que dos hombres con uniforme azul claro se acercaban a la carrera. No sabía si lo habían visto, pero se apartó rápidamente hacia la derecha y se ocultó detrás de la puerta con la espalda apoyada contra la pared. Las puertas se abrieron violentamente y los enfermeros irrumpieron en la sala haciendo que la conmoción aumentara. Los pacientes se apartaron como una piara de cerdos y parecieron olvidarse por completo de que Scott estaba allí. Los enfermeros se dirigieron hacia el centro de la sala para separar a los dos hombres que ahora rodaban por el suelo cogidos de los brazos. Scott aprovechó ese momento para escabullirse por las puertas giratorias. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver que cada uno de los enfermeros se hacía cargo de uno de los hombres que estaban enzarzados en la pelea y, detrás de él, mientras las puertas se abrían y se cerraban una y otra vez, oyó que el tumulto aumentaba y disminuía como el oleaje en una playa cercana.
Llegó a una oficina abierta. Dentro se oía el sonido de risas enlatadas, un televisor sintonizado en un canal donde un cómico estaba desarrollando su espectáculo con el micrófono pegado a la boca. Sobre una mesa había unos cuantos periódicos y una columna de humo ascendía desde un gran cenicero de cristal. El olor a marihuana saturaba el aire de la habitación.
Pasó rápidamente ante la oficina mientras sus ojos examinaban todo lo que tenían por delante, esperando algún movimiento, tratando de encontrar la puerta que estaba buscando. La halló en el extremo del corredor, una puerta gruesa con una pequeña ventana en forma de diamante. La abrió y entró. La escalera estaba débilmente iluminada. Comenzó a bajar.
La escalera giraba en una esquina, y Scott continuó velozmente, superando su precaución por la sensación de que estaba acercándose a su objetivo. Al llegar abajo encontró otra puerta, la abrió y se deslizó hacia el corredor del sótano. Era ancho y estaba recién pintado con un blanco aséptico que contribuyó a aumentar aún más su decisión. Alzó la vista y allí vio algo que golpeó sus ojos como si fuesen flechas y envió una oleada de calor a través de todo su cuerpo. Tuberías. Recorrían todo el techo del sótano, gruesas y cubiertas de pintura desconchada, exactamente las mismas que había visto en la imagen del ordenador y que le habían quemado en el cerebro.
Estaba allí. Cerca.
Un ruido extraño llegó hasta él y escuchó con atención. Una especie de zumbido, como un latido constante. Parecía surgir de una puerta que había a la derecha. Se movió como una sombra por el corredor, sus pasos amortiguados como los de un cazador, hasta llegar a esa puerta. Echó un vistazo al interior de la habitación: un resplandor, máquinas, una cortina de plástico claro. Y allí, justo detrás del plástico, ligeramente distorsionada por la cortina, una cama, y acostada sobre ésta, inmóvil bajo las sábanas blancas, una figura, una figura familiar.
«Tyler.»
Scott se quedó paralizado. Lo había deseado, imaginado, había soñado con ello durante algún tiempo. Pero ahora que se estaba enfrentando realmente a ello, comprendió que nunca lo había creído de verdad; la conmovedora posibilidad de que su hijo estuviese vivo, ahora una realidad que determinaría todo lo que habría en su existencia. Aún vivo.
«Allí, ¿lo ves?, su pecho se mueve arriba y abajo; está respirando.»
Pero con ayuda de las máquinas.
Las odiadas máquinas. Allí estaban, colocadas a un costado, zumbando y latiendo y exhibiendo su trabajo a través de líneas pulsantes que cruzaban las pantallas redondas de los monitores con pequeños saltos.
Y había algo más. Lo advirtió de inmediato, a través de una ventana que daba a una sala adyacente: movimiento.
Una persona.
Allí había un hombre, con un cuaderno de notas en la mano, mirando a Scott, la boca abierta en una expresión de absoluta sorpresa.
Kate había tratado de llamar a Scott y le había dejado dos mensajes en el contestador en diez minutos. Finalmente decidió ir al loft, subiendo en el ya familiar montacargas del viejo edificio. Llamó a la puerta. Nadie respondió, pero podía oír a Cometa que se movía por el apartamento, gimiendo y olfateando junto a la puerta. Intentó abrirla; como siempre, no tenía la llave echada, de modo que entró.
El lugar presentaba el desorden habitual. Kate había aprendido a leer el patrón que había en ello, acostumbrada como estaba ahora a los hábitos de Scott, que había registrado con ojo avizor y una memoria aún más aguda. Dio de comer a Cometa, que se sintió muy agradecido de poder contar con compañía, y aún más por el bote de comida. La cama de Scott estaba sin hacer, había una taza de café a medio beber, los restos de un almuerzo -a juzgar por las migas parecía haber sido un bocadillo-, pero nada más. Entonces vio que el ordenador estaba encendido y una reproducción de Kandinski a modo de protector de pantalla brillaba en el monitor. Pulsó una tecla. El protector de pantalla se esfumó pero la pantalla estaba vacía.
Había algo en el apartamento -tal vez fuese la taza de café a medio beber, tal vez el hecho de que Cometa estuviese rascando la puerta para salir, lo que indicaba que no lo habían sacado a pasear, tal vez alguna otra cosa que no alcanzaba a definir- que le sugería que Scott se había marchado precipitadamente de allí. Pero ¿adónde había ido? ¿Estaría fuera mucho tiempo?
Sacó a Cometa a dar un paseo, regresó y decidió que no seguiría esperando a Scott. Tenía que ir a Pinegrove sola. Tal vez pudiera descubrir algo que arrojase luz sobre lo que le había sucedido a Tyler, si efectivamente la ambulancia lo había llevado a ese lugar.
El decrépito asilo la había impresionado la primera vez que estuvo allí, hacía varios meses, cuando el autobús los había llevado a ella y al resto del grupo en esa visita deprimente al ruinoso pabellón. Recordó la breve sesión de preguntas y respuestas protagonizada por Cleaver y el patético desfile de pacientes. Desde el principio se había sentido asombrada por la institución que dirigía ese hombre, ya que representaba todo lo que ella detestaba, un lugar cruel donde se encerraba a la gente como en una tumba. Pero entonces no había tenido ni la más remota idea de lo que se convertiría para ella en un artículo de fe: cuán monstruoso era realmente el doctor Cleaver.