Pero entonces otro pensamiento empezó a cobrar forma, un pensamiento que incluía una insinuación de esperanza y que, hasta el momento, no se había atrevido a afrontar. Alguien le había enviado la contraseña, «Wordsworth», que había conseguido abrir la imagen en el directorio de Cleaver y conducirlo hasta allí. ¿Quién podía haberlo hecho? Y alguien le había enviado un mensaje diciendo «Papá, ayúdame». ¿Era tan inconcebible pensar que Tyler estaba allí, en alguna parte, aunque su cuerpo no diese ninguna evidencia de él? O más correctamente, ¿que su espíritu, la chispa que guiaba su intelecto, algún resto de él estuviese flotando en alguna parte, como había dicho Cybedon? Y si eso fuese verdad, si ese espíritu estuviese intacto en algún sentido, ¿sería posible volver a capturarlo para unirlo de nuevo al cuerpo?
Volvió a mirar al hombre que se encontraba en su camino; estaba sonrojado y no parecía saber muy bien qué hacer. Scott echó a andar por el corredor con calculada intencionalidad y desde allí fue a la habitación contigua. La luz era brillante y parecía incidir directamente en los ojos, pero se obligó a abrir la boca en una semisonrisa. Los labios de Félix comenzaron a curvarse como si estuviese a punto de hablar, de formular la pregunta que su cerebro parecía buscar en vano, algo que sin duda se refería a la identidad de este hombre que se acercaba a él con tanta confianza en sí mismo que seguramente pertenecía al personal del lugar.
Scott extendió la mano derecha y, en un acto reflejo, Félix hizo lo propio, extendiendo también la suya. Scott la cogió y la apretó con fuerza, luego la sacudió y continuó apretando hasta que los ojos de Félix se abrieron como platos y en sus pupilas apareció una luz de alarma. En su cerebro parecía instalarse la idea de que, después de todo, esa persona que le apretaba la mano como si fuese una prensa no era de aquí. Naturalmente, él no podía saber que en ese momento a esa persona nada le habría gustado más que partirle la cabeza como si fuese un melón.
– Me llamo Jessup -dijo Scott, sin soltarle la mano-. Y creo que ha llegado el momento de que tengamos una pequeña charla.
Llevó a Félix hasta una silla y lo obligó a que se sentara. Continuó:
– ¿Cómo se llama? -Félix.
– Muy bien, Félix. ¿Qué hace usted aquí?
Le hablaba como si lo hiciera con un crío recalcitrante.
– Soy auxiliar de laboratorio. -¿Para quién trabaja?
– Para Cleaver. El doctor Cleaver. -Muy bien.
Scott lo soltó y dio un paso hacia atrás. Sus ojos examinaron rápidamente la habitación. Una hoja de cristal grueso la separaba de la cama de hospital donde yacía Tyler. A un lado había armarios con productos médicos, una mesa de acero inoxidable. A lo largo de la pared había un artefacto de grandes dimensiones con un cilindro donde podía meterse un ser humano. Parecía una máquina de resonancia magnética y contenía una camilla que se apoyaba en unas guías y estaba coronada con una especie de casco de apariencia extraña provisto de dos óvalos cóncavos de metal como si fuesen cuencas oculares. Unido a ella había un ordenador.
«¿Qué demonios es eso?» Reanudó el interrogatorio.
– ¿Está el doctor Cleaver en el hospital en este momento?
– No, se ha marchado. Se fue hace aproximadamente media hora.
Que ese imbécil asustado le proporcionara información extra era una buena señal. Demostraba su espíritu cooperativo.
– ¿Y sabe adónde ha ido? -No, no lo sé. No me lo dijo. -Entiendo.
Scott acercó una silla y se sentó directamente frente al ayudante. Metió la mano en el bolsillo, sacó un paquete de cigarrillos, le ofreció uno a Félix, quien le dijo que no con la cabeza, y encendió el suyo, aspirando profundamente el humo. Dejó caer la cerilla al suelo.
– Bien, Félix -dijo-. Suponga que empezamos con esto.
Félix lo miró, dispuesto a complacerlo. Scott hizo una seña con la cabeza en dirección a la gran ventana y la cama con la figura inmóvil que había del otro lado. Trató de mantener el tono de voz tranquilo.
– ¿Por qué no me dice exactamente qué está haciendo mi hijo en este lugar?
El taxi en el que viajaba Kate comenzó a reducir la velocidad en la Tercera Avenida con la calle Veintiocho y, cuando llegaron a la Treinta y dos, marchaba a velocidad de peatón. Confinada detrás de una mampara de plástico a prueba de balas, sentía oleadas de ansiedad que le recorrían el cuerpo.
– ¿Qué sucede? -le gritó al conductor.
Un ruso de edad avanzada que parecía llevar el peso del mundo sobre su cabeza inclinada se volvió y se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? Tal vez haya llegado un tipo importante a la ciudad. O tal vez haya ocurrido un accidente. El hombre se inclinó hacia la derecha, cogió un termo y se sirvió una taza de café humeante. Bebió un trago y luego volvió a mirar a través del parabrisas, indiferente. Kate se sintió invadida de pronto por una sensación de urgencia.
– Pero tengo prisa. ¿No hay otro camino? Esta vez el hombre ni siquiera se volvió.
– Señora, si quiere llegar a Roosevelt Island, sólo hay un camino. Tomo por Queensboro y vuelvo al punto de partida. Si voy por el Triborough hago el doble de recorrido. Mi consejo, inténtelo otro día.
Buscó el teléfono móvil en su bolso. Pulsó el dial de llamada automática al loft de Scott. El teléfono sonó y sonó, exactamente lo que había esperado. ¿A quién más podía llamar? ¿A la policía, a ese sargento… Paganelli? «No-seas absurda, ¿qué esperas, balbucear algo acerca de ambulancias, colores y pacientes desaparecidos y que él deje todo lo que tiene entre manos y te recoja en un coche patrulla y te lleve a Pinegrove para arrestar a Cleaver? ¡Ni en sueños! ¿Saramaggio? No seas ridícula. Ese tío te despidió de tu trabajo. Despedida no, suspendida. Hay una gran diferencia. Por lo que sabes, él podría formar parte de todo eso, sea lo que sea. Y aunque no fuera así, ¿piensas que él te creería? ¿Quién más queda? Nadie.»
Se percató, con una punzada de dolor, de que nunca se había sentido tan completa, abrumadoramente sola. Su corazón se aceleró, y sentía las palmas de las manos húmedas. La sensación dentro del taxi era claustrofóbica, sin espacio para los pies y con las ventanillas cerradas. Abrió una.
Entonces se dio una lección, una de las lecciones de su madre. «En momentos de crisis, debes respirar profundamente, no una vez, sino dos, tres, cuatro veces. Relajarte y pensar con claridad. Visualiza qué es lo que quieres hacer y luego hazlo. Nada de tonterías, nada de demoras, nada de compadecerse de uno mismo. Eso es para los débiles, no para nosotros, que somos de la helada Groenlandia.»
Comprobó el taxímetro, metió la mano en el bolso y encontró un billete de cinco dólares, que lanzó sobre el asiento del conductor.
– Quédese con el cambio -dijo, bajando del taxi.
El hombre se encogió de hombros y bebió otro trago de café.