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—Nada en particular. Pero te necesito de nuevo para efectuar otra vez toda la rutina de la Voz de la Ciencia. Mondior hizo otro de sus famosos discursos de Arrepentios, arrepentios, la condenación está cerca. Ahora dice que está preparado para revelar la hora exacta en que el mundo será destruido. En caso de que estés interesado, esto va a ocurrir el año próximo, el 19 de theptar exactamente.

—¡Ese loco! Es un desperdicio de papel y de espacio imprimir nada sobre él. ¿Cómo es posible que alguien preste la menor atención a los Apóstoles?

Theremon se encogió de hombros.

—El hecho es que la gente se la presta. Mucha gente, Beenay. Y si Mondior dice que el fin está cerca, necesito que alguien como tú se ponga en pie y diga: «¡Eso no es así, hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo! ¡Todo está bien!» O palabras parecidas. Puedo contar contigo, ¿verdad, Beenay?

—Sabes que sí.

—¿Esta tarde?

—¿Esta tarde? Oh, demonios, Theremon, esta tarde tengo un auténtico lío. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás?

—¿Media hora? ¿Cuarenta y cinco minutos?

—Mira —dijo Beenay—, tengo una reunión urgente en estos momentos…, por eso estoy aquí antes de lo previsto. Después de eso, le he jurado a Raissta que volvería a casa y le dedicaría, bueno, una o dos horas a ella. Hemos tenido unos turnos de trabajo tan diferentes estos últimos tiempos que apenas nos hemos visto el uno al otro. Y luego, más tarde, se supone que debo estar de nuevo aquí en el observatorio para supervisar la toma de un puñado de fotografías de…

—Está bien —dijo Theremon—. Veo que he escogido un mal momento para esto. Bueno, escucha, no hay ningún problema, Beenay. He conseguido hasta mañana por la tarde para entregar mi artículo. ¿Qué te parece si hablamos por la mañana?

—¿Por la mañana? —dijo Kelaritan, dubitativo.

—Ya sé que «por la mañana» es un concepto impensable para ti. Pero lo que quiero decir es: puedo volver aquí a la salida de Onos, justo en el momento en que tú termines tu trabajo de la tarde. Si tan sólo pudieras dedicarme unos minutos para una entrevista antes de ir a casa a dormir…

—Bueno…

—Por un amigo, Beenay.

Beenay lanzó al periodista una mirada de cansancio.

—Por supuesto que sí. No es ése el asunto. Es sólo que puede que esté tan grogui después de toda una tarde de trabajo que tal vez no te sirva de nada.

Theremon sonrió.

—Eso no me preocupa. He observado que eres capaz de desgroguificarte con una maldita rapidez cuando se trata de refutar tonterías anticientíficas. ¿Mañana a la salida de Onos, entonces? ¿En tu oficina de arriba?

—De acuerdo.

—Un millón de gracias, compañero. Te debo una por esto.

—No lo menciones.

Theremon le saludó y empezó a bajar los escalones.

—Transmítele mis saludos a esa hermosa dama tuya —dijo por encima del hombro—. Y te veré por la mañana.

—Te veré por la mañana, sí —hizo eco Beenay.

Qué extraño sonaba esto. Él nunca veía a nadie —o nada— por la mañana. Pero haría una excepción con Theremon. Para eso estaban los amigos, ¿no?

Se volvió y entró en el observatorio.

Dentro todo estaba tranquilo y en silencio, la familiar quietud del gran salón de la ciencia donde había pasado la mayor parte de su tiempo desde sus primeros días universitarios. Pero la calma, sabia, era engañosa. Este poderoso edificio, como los lugares más mundanos del planeta, era un continuo torbellino de conflictos de todo tipo, que se alineaban desde las más encumbradas disputas filosóficas hasta los más mezquinos feudos triviales; riñas fútiles e intrigas calumniadoras. Los astrónomos, como grupo, no eran más virtuosos que los demás.

Sea como fuere, el observatorio era un refugio para Beenay y la mayoría de los demás que trabajaban allí…, un lugar donde podían dejar atrás la mayor parte de los problemas del mundo y dedicarse más o menos pacíficamente a la sempiterna lucha por responder las grandes preguntas que planteaba el universo.

Caminó rápidamente por el largo vestíbulo principal, intentando como siempre sin éxito ahogar el resonar de sus botas contra el suelo de mármol.

Como hacía invariablemente, miró con rapidez las vitrinas de exhibición a lo largo de la pared a su derecha e izquierda, donde algunos de los sagrados artefactos de la historia de la astronomía se hallaban en exhibición perpetua. Estaban los toscos, casi cómicos telescopios que pioneros tales como Chekktor y Stanta habían usado, cuatrocientos o quinientos años antes. Allí estaban las oscuras masas llenas de protuberancias de los meteoritos que habían caído del cielo a lo largo de los siglos, enigmáticos recordatorios de los misterios que se hallaban detrás de las nubes. Había primeras ediciones de los grandes mapas celestes astronómicos y libros de texto, y los manuscritos amarillentos por el tiempo de algunas de las obras teóricas de los grandes pensadores que habían marcado una época.

Beenay hizo una momentánea pausa delante del último de esos manuscritos, que al contrario de los otros parecía fresco y casi nuevo…, porque tenía tan sólo una generación de antigüedad: la clásica codificación de Athor 77 de la Teoría de la Gravitación Universal, elaborada no mucho antes de que el propio Beenay naciera. Aunque no era un hombre particularmente religioso, Beenay contempló la delgada hoja de papel con algo muy parecido a la reverencia, y se halló pensando en algo muy parecido a una plegaria.

La Teoría de la Gravitación Universal era uno de los pilares del cosmos para éclass="underline" quizás el pilar más básico. No podía imaginar qué haría él si aquel pilar se derrumbara. Y en estos momentos tenía la impresión de que tal vez se estuviera tambaleando.

Al final del vestíbulo, detrás de una hermosa puerta de bronce, estaba la oficina del doctor Athor en persona. Beenay le echó una rápida mirada y se apresuró hacia la escalera. El venerable y aún formidable director del observatorio era la última persona en el mundo, absolutamente la última, a la que Beenay deseaba ver en este momento.

Faro y Yimot le aguardaban arriba en la Sala de Mapas, donde habían quedado que se reunirían.

—Siento llegar con retraso —dijo Beenay—. Hasta ahora ha sido una tarde más bien complicada.

Le dirigieron nerviosas y formales sonrisas. Qué extraña pareja formaban, pensó, no por primera vez. Ambos procedían de una lejana provincia campesina, Sithin quizás, o Gatamber.

Faro 24 era bajo y rechoncho, con una forma lánguida, casi indolente, de moverse. Su estilo general era pausado e informal. Su amigo Yimot 70 eran increíblemente alto y delgado, algo parecido a una escalerilla colgada con brazos, piernas y un rostro, y se necesitaba prácticamente un telescopio para ver su cabeza, gravitando ahí arriba en la estratosfera encima de uno. Yimot era tan tenso e inquieto como relajado era su amigo. Sin embargo eran inseparables, siempre lo habían sido. De todos los jóvenes estudiantes graduados, una muesca más abajo del nivel de Beenay en la tabla organizativa del observatorio, eran con mucho los más brillantes.

—No llevamos mucho tiempo aguardando —dijo Yimot de inmediato.

—Sólo un minuto o dos, doctor Beenay —añadió Faro.

—Todavía no «doctor», gracias —indicó Beenay—. Aún tengo que pasar la inquisición final. ¿Cómo os ha ido con esos cálculos?

—Se trata de algo gravitatorio, ¿verdad, señor? —preguntó Yimot, agitando nervioso sus imposiblemente largas piernas.

Faro le dio un codazo tan vigoroso en las costillas que Beenay esperó oír el sonido del hueso al partirse.

—Está bien —dijo Beenay—. De hecho, Yimot tiene razón. —Dirigió al alto joven una pálida sonrisa—. Deseaba que esto fuera un ejercicio matemático puramente abstracto para vosotros. Pero no me sorprende que hayáis sido capaces de imaginar el contexto. Lo imaginasteis después de obtener vuestro resultado, ¿verdad?