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—Sí, señor —dijeron Yimot y Faro al mismo tiempo.

—Primero efectuamos todos los cálculos —aclaró Faro.

—Luego le echamos una segunda mirada, y el contexto se hizo evidente —remató Yimot.

—Oh. Sí —dijo Beenay.

Esos chicos a veces le ponían a uno un poco nervioso. Eran tan jóvenes…, sólo seis o siete años más jóvenes que él, de hecho, pero él era profesor ayudante y ellos estudiantes, y tanto para él como para ellos eso era una enorme barrera. Pese a lo jóvenes que eran, sin embargo, tenían unas mentes tan extraordinarias. No se sentía complacido en absoluto de que hubieran adivinado la matriz conceptual dentro de la cual estaban localizados aquellos cálculos. Dentro de unos pocos años estarían allí en la Facultad con él, quizá compitiendo para el mismo profesorado titular que él esperaba obtener, y eso podía no ser divertido. Pero intentó no pensar en aquello.

Tendió las manos hacia sus copias de impresora.

—¿Puedo verlos? —pidió.

Yimot le tendió las hojas. Con las manos aleteando locamente Beenay escrutó las hileras de cifras, calmadamente al principio, luego con creciente agitación.

Durante todo el año había estado meditando algunas implicaciones de la Teoría de la Gravitación Universal, que su mentor Athor había llevado hasta unas cimas tan grandes de perfección. Había sido el gran triunfo de Athor, la base de su encumbrada reputación, elaborar los movimientos orbitales de Kalgash y todos sus seis soles de acuerdo con los principios racionales de las fuerzas de atracción. Beenay, utilizando moderno equipo de cálculo, había calculado algunos aspectos de la órbita de Kalgash en torno a Onos, su sol primario, y en el proceso observó, horrorizado, que sus cifras no encajaban como correspondía con los términos de la Teoría de la Gravitación Universal. La teoría decía que al principio del año actual Kalgash tendría que estar aquí en relación con Onos, cuando era un hecho innegable que estaba allá.

La desviación era trivial —un asunto de unas pocas cifras decimales—, pero no era trivial en absoluto, en el sentido más amplio de las cosas. La Teoría de la Gravitación Universal era tan exacta que la mayoría de la gente prefería referirse a ella como la Ley de la Gravitación Universal. Su apuntalamiento matemático se consideraba impecable. Pero una teoría que pretende explicar los movimientos del mundo a través del espacio no tiene lugar para ni siquiera las discrepancias más pequeñas. O bien es correcta o no lo es: no son permisibles términos medios. Y una diferencia de unas cuantas cifras decimales en un cálculo de corto alcance podía ampliarse hasta convertirse en un gran abismo, sabía Beenay, si se intentaban algunos cálculos más ambiciosos. ¿De qué serviría la Teoría de la Gravitación Universal si la posición que decía que debería de tener Kalgash en el cielo dentro de un siglo resultaba estar a medio camino en torno a Onos de la ubicación real del planeta en aquel momento?

Beenay había revisado sus cifras hasta que se había sentido enfermo de tanto reelaborarlas. El resultado era siempre el mismo.

Pero, ¿qué se suponía que debía creer? ¿Sus cifras, o el impresionante esquema maestro de Athor? ¿Sus insignificantes nociones de astronomía, o la profunda intuición del gran Athor respecto a la estructura fundamental del Universo?

Se imaginó a sí mismo de pie en la parte superior de la cúpula del observatorio, llamando: «¡Escuchadme, todo el mundo! ¡La teoría de Athor está equivocada! ¡Tengo aquí las cifras que la desautorizan!» Lo cual traería tales estallidos de carcajadas que sería barrido hasta el otro extremo del continente. ¿Quién era él para enfrentarse al titánico Athor? ¿Quién podía creer que un inexperto profesor ayudante había derribado por los suelos la Ley de la Gravitación Universal?

Y sin embargo…, sin embargo…

Sus ojos recorrieron las hojas que Yimot y Faro habían preparado. Los cálculos de las primeras dos páginas no le eran familiares; había establecido los datos para los dos estudiantes de tal modo que las relaciones subyacentes de las que derivaban los números no fueran obvias, y evidentemente habían enfocado el problema de una forma que cualquier astrónomo que intentara calcular una órbita planetaria consideraría absolutamente no ortodoxa. Lo cual era exactamente lo que Beenay había deseado. Las formas ortodoxas no habían hecho más que conducirle a él a catastróficas conclusiones; pero tenía demasiada información a su disposición para poder trabajar de otra manera que no fuese ortodoxa. Faro y Yimot no se habían visto en esa tesitura.

Pero, mientras seguía a lo largo de su línea de razonamiento, Beenay empezó a observar una inquietante convergencia en las cifras. A la tercera página encajaban ya con sus propios cálculos, que por aquel entonces se sabía ya de memoria.

Y, a partir de ahí, todo proseguía de una forma predecible, paso tras paso, hasta alcanzar el mismo resultado final consternador, cataclísmico, inconcebible, totalmente inaceptable.

Beenay alzó la vista a los dos estudiantes, horrorizado.

—¿No hay ninguna posibilidad de que os hayáis equivocado en alguna parte? Esta cadena de integrales aquí, por ejemplo…, parecen un tanto engañosas…

—¡Señor! —exclamó Yimot, y su voz sonó estrangulada hasta lo más profundo. Su rostro adquirió una coloración rojo brillante y sus brazos se agitaron como movidos por voluntad propia.

Faro dijo, más apaciblemente:

—Me temo que los cálculos son correctos, señor. Concuerdan hacia delante y hacia atrás.

—Sí. Imagino que lo hacen —dijo Beenay con voz apagada.

Luchó por ocultar su angustia. Pero sus manos temblaban tan fuertemente que las hojas empezaron a aletear entre sus dedos. Fue a depositarlas sobre la mesa ante él, pero su muñeca se agitó incontroladamente en un gesto muy propio de Yimot y las envió dispersas al suelo. Faro se arrodilló para recogerlas. Miró a Beenay de una forma turbada.

—Señor, si le hemos trastornado de alguna manera…

—No. No, en absoluto. Hoy no he dormido bien, ése es el problema. Pero habéis hecho un trabajo excelente, incuestionablemente espléndido. Me siento orgulloso de vosotros. Tomar un problema como éste, que no tiene ninguna resonancia en absoluto en el mundo real, que de hecho se halla en una contradicción total con la verdad científica del mundo real, y seguirlo tan metódicamente hasta la conclusión requerida por los datos, ignorando con éxito el hecho de que la premisa inicial es absurda…, bueno, es un trabajo estupendo, una admirable demostración de vuestros poderes de lógica, un experimento mental de primer orden…

Les vio intercambiar rápidas miradas. Se preguntó si realmente les estaba engañando.

—Y ahora —prosiguió—, si me disculpáis, amigos…, tengo otra conferencia…

Enrolló los malditos papeles en un prieto cilindro, se los metió bajo el brazo y salió apresurado por la puerta, bajó al vestíbulo y, prácticamente corriendo, se encaminó a la seguridad e intimidad de su propia y diminuta oficina.

Dios mío, pensó. Dios mío, Dios mío, Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Y qué haré ahora?

Enterró la cabeza entre las manos y aguardó a que cesara el pulsar. Pero éste no parecía querer detenerse. Al cabo de un momento se sentó y clavó el dedo en el botón del comunicador sobre su escritorio.

—Ponme con el Crónica de Ciudad de Saro —le dijo a la máquina—. Con Theremon 762.

Del comunicador brotaron una serie de largos y enloquecedores chasquidos y silbidos. Luego, bruscamente, la profunda voz de Theremon: