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—¿Almorzar? —dijo vagamente Kelaritan, como si el concepto no le resultara familiar.

—Almorzar, sí. La comida del mediodía. Una vieja costumbre mía, doctor. Pero puedo esperar un poco. Tenemos tiempo de visitar a uno de los pacientes primero.

Kelaritan asintió. Dijo al abogado:

—Creo que el mejor para empezar es Harrim. Hoy se halla en bastante buena forma. Lo bastante buena como para soportar el interrogatorio de un desconocido, al menos.

—¿Qué hay acerca de Gistin 190? —preguntó Cubello.

—Ella es otra posibilidad, pero no es tan fuerte como Harrim. Dejemos que consiga la historia básica de Harrim, y luego podemos hablar con Gistin, y…, oh, quizá Chimmlit. Es decir, después de almorzar.

—Gracias — dijo Sheerin.

—Si quiere venir por aquí, doctor Sheerin…

Kelaritan hizo un gesto hacia un pasillo acristalado que conducía desde la parte de atrás de su oficina al hospital propiamente dicho. Era una fresca pasarela elevada al aire libre con una vista de 360 grados del cielo y las bajas colinas gris verdosas que rodeaban la ciudad de Jonglor. La luz de los cuatro soles del día incidía en ella desde todos lados.

El director del hospital se detuvo por un momento y miró a su derecha, luego a su izquierda, absorbiendo todo el panorama. Los austeros y fruncidos rasgos del hombrecillo parecieron brillar con una repentina juventud y vitalidad mientras los cálidos rayos de Onos y los más severos y fuertemente contrastados rayos de Dovim, Patru y Trey convergían en una brillante exhibición.

—Un día absolutamente espléndido, ¿eh, caballeros? —exclamó Kelaritan, con un entusiasmo que Sheerin halló sorprendente en alguien tan contenido y austero como parecía ser el director—. ¡Qué glorioso resulta ver cuatro de los soles en el cielo al mismo tiempo! ¡Lo bien que me siento cuando sus rayos golpean mi rostro! Ah, me pregunto dónde estaríamos sin nuestros maravillosos soles.

—Por supuesto —dijo Sheerin.

De hecho, él también se sentía un poco mejor.

2

A medio mundo de distancia, una de los colegas de Sheerin de la Universidad de Saro miraba también el cielo. Pero la única emoción que sentía era horror.

Se trataba de Siferra 89, del Departamento de Arqueología, que durante el último año y medio había estado realizando excavaciones en el antiguo emplazamiento de Beklimot, en la remota península Sagikana. Ahora permanecía rígida por la aprensión, observando cómo la catástrofe avanzaba precipitadamente hacia ella.

El cielo no ofrecía ningún consuelo. En esta parte del mundo la única luz auténtica visible era la de Tano y Sitha, y su frío y duro resplandor siempre le había parecido falto de alegría, incluso deprimente. Contra el profundo azul oscuro del cielo del día de dos soles, proporcionaba una iluminación malsana, opresiva, que arrojaba recortadas y ominosas sombras. Dovim era visible también —apenas, emergiendo en aquellos momentos— allá en el horizonte, a una corta distancia por encima de las cimas de las distantes montañas Horkkan. El débil resplandor del pequeño sol rojo, sin embargo, difícilmente animaba un poco más.

Pero Siferra sabía que la cálida luz amarilla de Onos aparecería dentro de poco por el Este para alegrar un poco las cosas. Lo que la trastornaba era algo mucho más serio que la ausencia temporal del sol principal.

Una asesina tormenta de arena se encaminaba directamente hacia Beklimot. Dentro de pocos minutos barrería el yacimiento, y entonces cualquier cosa podía ocurrir. Cualquier cosa. Las tiendas podían resultar destruidas; las cuidadosamente escogidas bandejas de artefactos, utensilios y muestras podían verse volcadas y su contenido disperso; sus cámaras, su equipo de dibujo, sus dibujos estratigráficos laboriosamente compilados…, todo aquello en lo que habían trabajado durante tanto tiempo podía perderse en un momento.

Peor. Todos podían resultar muertos.

Peor aún. Las antiguas ruinas de Beklimot en sí —la cuna de la civilización, la ciudad más antigua conocida de Kalgash— se hallaban en peligro.

Las zanjas de ensayo que Siferra había abierto en la llanura aluvial que rodeaba la ciudad permanecían aún abiertas. La arremetida del viento, si era lo bastante fuerte, alzaría más arena aún de la que ya arrastraba y la arrojaría con terrible fuerza contra los frágiles restos de Beklimot…, restregando, erosionando, volviendo a enterrar, quizás incluso arrancando cimientos enteros y lanzándolos a través de la reseca llanura.

Beklimot era un tesoro histórico que pertenecía al mundo entero. Lo que Siferra había dejado expuesto al posible daño al excavar en ella había sido un riesgo calculado. Nunca se podía efectuar ningún trabajo arqueológico sin destruir algo: ésa era la naturaleza misma del trabajo. Pero dejar al desnudo de aquel modo todo el corazón de la llanura, y luego tener la mala suerte de ser golpeados por la peor tormenta de arena en todo un siglo…

No. No, era demasiado. Su nombre se vería vilipendiado durante siglos si el yacimiento de Beklimot resultaba destruido por esta tormenta como resultado de lo que ella había hecho allí.

Quizás había realmente una maldición sobre el lugar, como alguna gente supersticiosa acostumbraba a decir. Siferra 89 nunca había tenido mucha tolerancia hacia los chiflados de ningún tipo. Pero esta excavación, que había esperado que se convirtiera en el gran logro que coronaría su carrera, no había sido más que dolores de cabeza desde el mismo momento en que se había iniciado. Y ahora amenazaba con terminar profesionalmente con ella para el resto de su vida…, si no acababa con ella al mismo tiempo.

Eilis 18, uno de sus ayudantes, se acercó a la carrera. Era un hombre delgado y nervudo, que parecía insignificante al lado de la alta y atlética figura de Siferra.

—¡Hemos asegurado todo lo que hemos podido! —dijo, medio sin aliento—. ¡Ahora todo está en manos de los dioses!

—¿De los dioses? —respondió ella, con el ceño fruncido—. ¿Qué dioses? ¿Ves algún dios por estos alrededores, Eilis?

—Yo sólo quería decir…

—Sé lo que querías decir. Olvídalo.

Desde el otro lado llegó Thuvvik 443, el capataz de los obreros. Tenía los ojos desorbitados por el miedo.

—Mi dama —dijo—. Mi dama, ¿dónde podemos ocultarnos? ¡No hay ningún lugar donde hacerlo!

—Ya te lo dije, Thuvvik. En la parte baja del risco.

—¡Seremos sepultados! ¡Nos asfixiaremos!

—El risco os protegerá, no te preocupes —le dijo Siferra, con una convicción que estaba muy lejos de sentir—. ¡Id allí! ¡Y aseguraos de que todos los demás permanecen allí!

—¿Y usted, mi dama? ¿Por qué usted no va allí?

Ella le lanzó una repentina mirada sobresaltada. ¿Acaso el hombre creía que disponía de algún refugio privado donde estaría más segura que el resto?

—Iré, Thuvvik. ¡Ahora ve! ¡Deja de molestarme!

Al otro lado del camino, cerca del edificio hexagonal de ladrillo que los primeros exploradores habían llamado el Templo de los Soles, Siferra vio la recia figura de Balik 338.

Con los ojos fruncidos y escudados contra la helada luz de Tano y Sitha, el hombre miraba hacia el Norte, la dirección de donde venía la tormenta. La expresión de su rostro era de angustia.

Balik era su estratígrafo jefe, pero también era el experto meteorólogo de la expedición. Parte de su trabajo consistía en efectuar las previsiones del tiempo y estar pendiente de la posibilidad de cualquier acontecimiento inusual.

Normalmente no había muchas variaciones meteorológicas en la península Sagikana: todo el lugar era increíblemente árido, con una pluviometría mensurable de no más de una lluvia cada diez o veinte años. El único acontecimiento climático desacostumbrado que ocurría allí era un cambio ocasional en el esquema dominante de las corrientes de aire, que ponía en movimiento fuerzas ciclónicas y traía consigo una tormenta de arena, e incluso eso no ocurría más que unas pocas veces en un siglo.