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¿Era la expresión abatida de Balik un indicio de la culpabilidad que debía de sentir por haber fracasado en prever la llegada de la tormenta? ¿O parecía tan horrorizado porque ahora era capaz de calcular toda la extensión de la furia que estaba a punto de descender sobre ellos?

Todo hubiera podido ser diferente, pensó Siferra, si hubieran dispuesto de un poco más de tiempo para prepararse para el asalto. En retrospectiva, podía ver que todos los signos reveladores habían estado ahí para quienes tuvieran la habilidad de verlos: el estallido de aquel feroz calor seco, extremo incluso para los estándares de la península Sagikana, y la repentina calma chicha que remplazó la habitual brisa regular procedente del Norte, y luego el extraño viento húmedo que empezó a soplar del Sur. Los pájaros khalla, esos extraños y larguiruchos carroñeros que merodeaban por la zona como espectros, echaron a volar cuando empezó a soplar ese viento y desaparecieron entre las dunas del desierto occidental como si llevaran demonios agarrados a sus colas.

Eso hubiera debido ser un indicio, pensó Siferra. Cuando los pájaros khalla se alejaron chillando hacia la región de las dunas.

Pero todos habían estado demasiado ocupados excavando para prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Negar lo evidente. Finge que no te das cuenta de los signos de una tormenta de arena que se aproxima, y quizá la tormenta se marche a alguna otra parte.

Y, luego, aquella pequeña nube gris que apareció surgida de la nada en el lejano Norte, aquella mancha opaca en el ardiente escudo del cielo del desierto, que normalmente era siempre tan claro como el cristal…

¿Nube? ¿Tú ves alguna nube? Yo no veo nubes.

De nuevo la negación.

Ahora la nube era un inmenso monstruo negro que llenaba la mitad del cielo. El viento seguía soplando del Sur, pero ya no era húmedo —ahora era como el ardiente rebufar de un horno—, y había otro viento, más fuerte aún, que soplaba de la dirección opuesta. Un viento alimentaba al otro. Y, cuando se encontraran…

—¡Siferra! —aulló Balik—. ¡Ahí viene! ¡Busca refugio!

—¡Lo haré! ¡Lo haré!

No deseaba hacerlo. Lo que deseaba hacer era correr de una zona de la excavación a otra, vigilarlo todo a la vez, mantener bajados los faldones de las tiendas, rodear con sus brazos los fajos de preciosas placas fotográficas, lanzarse contra la fachada de la recientemente excavada Casa Octagonal para proteger los sorprendentes mosaicos que habían descubierto el mes antes.

Pero Balik tenía razón. Siferra había hecho todo lo que había podido, aquella frenética mañana, para proteger en lo posible la excavación. Ahora lo que quedaba por hacer era protegerse, allá a los pies del risco que gravitaba en el extremo superior del yacimiento, y confiar en que se convirtiera para ellos en un baluarte contra toda la fuerza de la tormenta.

Corrió hacia allá. Sus recias y poderosas piernas la llevaron con facilidad sobre la reseca y crujiente arena. Siferra no había cumplido todavía los cuarenta años y era una mujer alta y recia en la plenitud de su fuerza física, y hasta este momento nunca había sentido nada excepto optimismo hacia ningún aspecto de su existencia. Pero, de pronto, todo se había visto en peligro ahora: su carrera académica, su robusta buena salud, quizás incluso su propia vida.

Los otros estaban apiñados juntos en la base del risco, tras una apresuradamente improvisada pantalla de desnudos postes de madera con lonas impermeables unidas a ellos.

—Dejad sitio —dijo Siferra, al tiempo que se abría paso entre ellos.

—Mi dama —gimió Thuvvik—. ¡Mi dama, haga que la tormenta dé la vuelta! —Como si ella fuera alguna especie de diosa con poderes mágicos, Siferra rió secamente. El capataz hizo alguna especie de signo en dirección a ella…, un signo sagrado imaginó.

Los otros obreros, todos ellos hombres del pequeño poblado justo al este de las ruinas, hicieron el mismo gesto y empezaron a murmurarle cosas. ¿Plegarias? ¿A ella? Fue un momento extraño. Aquellos hombres, como sus padres y abuelos, habían estado excavando en Beklimot todas sus vidas, empleados por uno u otro arqueólogo, poniendo al descubierto pacientemente antiguos edificios y cerniendo la arena en busca de diminutos artefactos. Presumiblemente habían sufrido otras tormentas de arena antes. ¿Siempre se mostraban tan aterrados? ¿O era ésta alguna especie de supertormenta?

—Aquí está —murmuró Balik—. Aquí está. —Y se cubrió el rostro con las manos.

Toda la energía de la tormenta de arena estalló sobre ellos.

Al principio Siferra permaneció de pie, mirando a través de una abertura en las lonas la monumental muralla ciclópea de la ciudad al otro lado del camino, como si simplemente manteniendo sus ojos fijos en el lugar fuera capaz de librarlo de todo daño. Pero, al cabo de un momento, eso se hizo imposible. Ráfagas de increíble calor barrían el aire, tan feroces que creyó que su pelo y sus cejas iban a estallar en llamas. Se apartó y alzó un brazo para protegerse el rostro.

Entonces llegó la arena y bloqueó toda visión. Era como un aguacero, una torrencial lluvia sólida. El sonido era tremendo, un tronar que no eran truenos exactamente sino el tamborilear de una miríada de diminutas partículas de arena contra el suelo. Dentro de ese gran sonido había otros, uno deslizante como un susurro, un raspar entrecortado, un delicado tamborileo. Y un terrible aullar. Siferra imaginó toneladas de arena cayendo en cascada, sepultando las paredes, sepultando los templos, sepultando los extensos cimientos de la zona residencial, sepultando todo el campamento.

Y sepultándolos a ellos.

Se situó de cara a la pared del risco y aguardó la llegada del final. Un poco para su sorpresa y pesar, se dio cuenta de que estaba sollozando histéricamente, de que bruscos y profundos gemidos brotaban de lo más profundo de su cuerpo. No quería morir. Por supuesto que no: ¿quién quería? Pero nunca se había dado cuenta hasta este momento de que podía haber algo peor que morir.

Beklimot, el más famoso yacimiento arqueológico del mundo, la más antigua ciudad conocida de la Humanidad, los cimientos de la civilización, iba a ser destruido…, y todo ello como resultado de su negligencia. Generaciones de los más grandes arqueólogos de Kalgash habían trabajado allí en el siglo y medio desde su descubrimiento: primero Galdo 221, el más grande de todos, y luego Marpin, Stinnupad, Shelbik, Numoin, toda la gloriosa lista…, y ahora Siferra, que había dejado todo el lugar estúpidamente desprotegido mientras la tormenta de arena se acercaba.

Mientras Beklimot había permanecido enterrada en la arena, las ruinas habían dormido pacíficamente durante miles de años, preservadas tal como estaban el día en que sus últimos habitantes cedieron finalmente a la rudeza del cambio de clima y abandonaron el lugar. Cada arqueólogo que había trabajado allí desde los días de Galdo había tomado mucho cuidado de exponer tan sólo una pequeña sección del yacimiento, y erigir pantallas y vallas contra la arena para protegerla contra el improbable pero serio peligro de una tormenta de arena. Hasta ahora.

Ella también había erigido las habituales pantallas y vallas, por supuesto. Pero no frente a las nuevas excavaciones, no en la zona del santuario donde había enfocado últimamente sus investigaciones. Algunos de los más antiguos y espléndidos edificios de Beklimot estaban allí. Y ella, impaciente por empezar a excavar, arrastrada por su perpetuo impulso de seguir y seguir adelante, había fracasado en tomar las más elementales precauciones. Pero ahora, con el demoníaco rugir de la tormenta de arena en sus oídos y el cielo negro de destrucción…