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—¿Entiendes? —exclamó Sheerin—. ¡Ni siquiera te gusta como suena! Pero los habitantes de ese planeta estarán totalmente acostumbrados a una dosis diaria de Oscuridad. Es muy probable que hallen las horas de luz más alegres y más de su gusto, pero se encogerán de hombros ante la Oscuridad como un acontecimiento normal y cotidiano, nada por lo que excitarse, sólo un tiempo para dormir mientras esperan a que llegue la mañana. No nosotros, sin embargo. Nosotros hemos evolucionado bajo condiciones de perpetua luz solar, cada hora de cada día, durante todo el año. Si Onos no está en el cielo, están Tano y Sitha y Dovim, o Patru y Trey, o cualquier otra combinación de ellos. Nuestras mentes, incluso las psicologías de nuestros cuerpos, están acostumbradas a la luz constante. No nos gusta ni siquiera el más breve momento sin ella. Tú duermes con una luz de vela en tu habitación, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Beenay.

—¿Por supuesto? ¿Por qué «por supuesto»?

—¿Por qué…? ¡Pero todo el mundo duerme con una luz de vela!

—Vienes a mi punto de vista. Dime esto: ¿has experimentado alguna vez la Oscuridad, amigo Beenay?

Beenay se reclinó contra la pared cercana a la gran ventana panorámica y meditó aquello.

—No. No puedo decir que la haya experimentado. Pero sé lo que es. Es sólo, esto… —Hizo vagos movimientos con los dedos, y luego su rostro se iluminó—. Es sólo una ausencia de luz. Como en las cuevas.

—¿Has estado alguna vez en una cueva?

—¡En una cueva! Por supuesto que no he estado en una cueva.

—Eso pensé. Yo lo intenté una vez, hace mucho tiempo, cuando inicié mis estudios sobre los desórdenes inducidos por la Oscuridad. Pero salí a toda prisa. Seguí adelante hasta que la boca de la cueva apenas fue visible como una mancha de luz, con todo lo demás negro. Entonces me di la vuelta. —Sheerin rió agradablemente ante el recuerdo—. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tan aprisa.

Casi desafiante, Beenay dijo:

—Bueno, si lo pienso bien, supongo que yo no hubiera echado a correr, de estar allí.

El psicólogo sonrió gentilmente al joven astrónomo.

—¡Muy bien dicho! Admiro tu valor, amigo mío. —Se volvió hacia Athor—. ¿Tengo su permiso, señor, para realizar un pequeño experimento psicológico?

—Lo que usted quiera.

—Gracias. —Sheerin miró de nuevo a Beenay—. ¿Te importa correr la cortina que tienes al lado, amigo Beenay?

Beenay pareció sorprendido.

—¿Para qué? No es como si hubiera tres o cuatro soles brillando ahí fuera. Sólo están Onos y Dovim, y además ambos muy cerca del horizonte.

—Ése es el detalle precisamente. Tan sólo corre la cortina. Luego vuelve aquí y siéntate a mi lado.

—Bueno, si insistes…

Pesados cortinajes rojos colgaban de las ventanas. Athor no podía recordar que hubieran sido corridos alguna vez, y esta habitación era su oficina desde hacía unos cuarenta años. Beenay, con un filosófico encogerse de hombros, tiró del cordón rematado con una borla; la cortina se deslizó sobre la amplia ventana, con un ligero siseo de las anillas de cobre al deslizarse por la barra. Por un momento la luz rojo oscura de Dovim aún pudo verse. Luego todo quedó en sombras, e incluso las sombras se volvieron indistintas.

Los pasos de Beenay sonaron huecos en el silencio mientras se dirigía hacia la mesa, luego se detenían a medio camino.

—No puedo verte, Sheerin —susurró con voz desolada.

—Tantea tu camino —ordenó Sheerin con tono tenso.

—¡Pero no puedo verte! —El joven astrónomo respiraba fuertemente—. ¡No puedo ver nada!

—¿Qué esperabas? Esto es la Oscuridad. —Sheerin aguardó un momento—. Adelante. Tienes que saber cómo moverte de un lado para otro de esta habitación incluso con los ojos cerrados. Lo único que debes hacer es venir hasta aquí y sentarte.

Los pasos sonaron de nuevo, vacilantes. Hubo el sonido de alguien tanteando con una silla. La voz de Beenay llegó en su soplo:

—Estoy aquí.

—¿Cómo te sientes?

—Estoy… gulp… bien.

—¿Te gusta?

Una larga pausa.

—No.

—¿No, Beenay?

—En absoluto. Es horrible. Es como si las paredes estuvieran… —Se detuvo de nuevo—. Parece como si se cerraran sobre mí. No dejo de desear apartarlas. Pero no estoy loco, en absoluto. De hecho, creo que estoy empezando a acostumbrarme a ello.

—Estupendo. ¿Siferra? ¿Qué dice usted?

—Puedo aceptar un poco de Oscuridad. Tengo que arrastrarme por algunos pasadizos subterráneos de tanto en tanto. No puedo decir que me importe mucho.

—¿Athor?

—Sobrevivo también. Pero creo que ha demostrado usted lo que quería demostrar, doctor Sheerin —dijo secamente el jefe del observatorio.

—De acuerdo. Beenay, puedes volver a abrir las cortinas.

Hubo el sonido de cautelosos pasos a través de la oscuridad, el roce del cuerpo de Beenay contra la cortina cuando tanteó en busca del cordón con la borla, y luego el alivio de oír el ru-u-uss de la cortina cuando se deslizó al abrirse. La roja luz de Dovim inundó la habitación, y con una exclamación de alegría Beenay miró por la ventana hacia el más pequeño de los seis soles.

Sheerin se secó la humedad que perlaba su frente con el dorso de la mano y dijo con voz temblorosa:

—Y eso fueron tan sólo unos pocos minutos en una habitación a oscuras.

—Puede tolerarse —afirmó Beenay con voz ligera.

—Sí, una habitación a oscuras puede tolerarse. Al menos durante un corto tiempo. Pero todos han oído hablar de la Exposición del Centenario de Jonglor, ¿no? El escándalo del Túnel del Misterio. Beenay, te conté la historia aquella tarde a finales del verano en el Club de los Seis Soles, cuando estabas con ese periodista, Theremon.

—Sí. Lo recuerdo. La gente que hizo el trayecto a través de la Oscuridad en el parque de diversiones y salió loca.

—Sólo un túnel de kilómetro y medio de largo…, sin luces. Entras en un pequeño cochecito abierto y recorres la Oscuridad durante quince minutos. Algunos que hicieron el trayecto murieron de terror. Otros salieron permanentemente trastornados.

—¿Y por qué fue eso? ¿Qué les volvió locos?

—Esencialmente lo mismo que actuó sobre ti justo ahora cuando tuvimos esa cortina cerrada y pensaste que las paredes de la habitación te estaban aplastando en la oscuridad. Hay un término psicológico para el miedo instintivo de la Humanidad a la ausencia de luz. Lo llamamos claustrofobia, porque la falta de luz va siempre asociada con los lugares cerrados, de modo que el miedo a una cosa es el miedo a la otra. ¿Entiendes?

—¿Y esa gente en el túnel que se volvió loca?

—Esa gente en el túnel que se volvió, hum, loca, por usar tu palabra, fueron esos desafortunados que no tuvieron suficiente resistencia psicológica para superar la claustrofobia que les envolvió con la Oscuridad. Fue un poderoso sentimiento. Créeme. Yo personalmente efectué el trayecto del Túnel. Ahora sólo tuviste un par de minutos sin luz, y creo que te trastornó un tanto. Ahora imagina quince minutos.

—¿Pero no se recobraron después?

—Algunos sí. Pero algunos sufrirán durante años, o quizá durante todo el resto de sus vidas, de fijaciones claustrofóbicas. Su miedo latente a la Oscuridad y a los lugares cerrados ha cristalizado y se ha convertido, por todo lo que podemos decir, en algo permanente. Y algunos, como he dicho, murieron del shock. No hubo recuperación para ellos. Eso es lo que pueden hacer quince minutos de Oscuridad.

—Para alguna gente —dijo Beenay, testarudo. Su frente se frunció con lentitud—. Sigo sin creer que vaya a ser tan malo para la mayoría de nosotros. Ciertamente, no para mí.