—A Athor le dará un ataque. Ha dado órdenes de que todo el mundo permanezca sobrio aquí esta tarde.
—Así, ¿no hay nada a mano excepto agua? —preguntó Sheerin.
—Bueno…
—Oh, vamos, Beenay. Athor no vendrá aquí.
—No, supongo que no.
Beenay se dirigió de puntillas hasta la ventana más próxima, se acuclilló, y de un macetero bajo junto a ella extrajo una botella de un líquido rojo que gorgoteó sugerentemente cuando la agitó.
—Pensé que Athor no sabría nada de esta botella —observó mientras regresaba a la mesa—. Bien. Sólo tenemos un vaso, así que como huésped será para ti, Theremon. Sheerin y yo podemos beber de la botella. —Y llenó el pequeño vaso con juicioso cuidado.
Riendo, Theremon dijo:
—Nunca tocabas el alcohol cuando nos conocimos, Beenay.
—Eso era entonces. Esto es ahora. Corren tensos tiempos, Theremon. Estoy aprendiendo. Un buen trago puede ser muy relajante en momentos como éste.
—Eso he oído —dijo Theremon alegremente. Dio un sorbo. Era alguna especie de vino tinto, fuerte y áspero, probablemente vino barato de alguna de las provincias del sur. Exactamente el tipo de cosa que un ex abstemio como Beenay tendería a comprar, al no conocer nada mejor. Pero era preferible a nada.
Beenay dio un buen sorbo de la botella y pasó ésta a Sheerin. El psicólogo la empinó y se la llevó a los labios para dar un lento y largo trago. Luego la depositó con un gruñido satisfecho y un chasquear de los labios y dijo a Beenay:
—Athor parece extraño esta tarde. Quiero decir, aceptando incluso circunstancias especiales. ¿Qué es lo que ocurre?
—Está preocupado por Faro y Yimot, supongo.
—¿Quiénes?
—Un par de jóvenes estudiantes graduados. Tenían que estar aquí hace horas y todavía no se han presentado. Athor se halla terriblemente falto de manos, por supuesto, ya que toda la gente menos la realmente esencial ha ido al Refugio.
—No crees que hayan desertado, ¿verdad? —preguntó Theremon.
—¿Quién? ¿Faro y Yimot? Por supuesto que no. No son el tipo. Darían todo y más por estar aquí esta tarde tomando mediciones cuando se produzca el eclipse. Pero, ¿y si se ha producido algún tipo de disturbio en Ciudad de Saro y se han visto atrapados por él? —Beenay se encogió de hombros—. Bueno, aparecerán más pronto o más tarde, imagino. Pero, si no están aquí cuando nos acerquemos a la fase crítica, las cosas pueden volverse un poco difíciles en el momento en que empiece a acumularse el trabajo. Eso debe de ser lo que preocupa a Athor.
—No estoy tan seguro —dijo Sheerin—. La falta de dos hombres debe de preocuparle, sí. Pero hay algo más. Su aspecto se ha vuelto de pronto tan viejo. Cansado. Incluso derrotado. La última vez que le vi estaba lleno de lucha, lleno de charla acerca de la reconstrucción de la sociedad después del eclipse…, el auténtico Athor, el hombre de hierro. Ahora todo lo que veo es a un triste, cansado y patético viejo que aguarda simplemente la llegada del fin. El hecho de que ni siquiera se molestara en echar a Theremon fuera…
—Lo intentó —dijo Theremon—. Beenay le convenció de lo contrario. Y Siferra.
—A eso me refiero precisamente. Beenay, ¿has conocido nunca a nadie que haya sido capaz de convencer a Athor de algo? Pásame el vino.
—Puede que sea culpa mía —dijo Theremon—. Todo lo que escribí, atacando su plan de erigir por todo el país Refugios donde la gente pudiera ocultarse. Si cree genuinamente que va a producirse una Oscuridad de alcance mundial dentro de unas pocas horas y que toda la Humanidad se volverá violentamente loca…
—Lo cree genuinamente —dijo Beenay—. Todos nosotros lo creemos.
—Entonces el fracaso del gobierno en tomar en serio las predicciones de Athor debe de haber sido una abrumadora, aplastante derrota para él. Y me siento tan responsable como cualquiera. Si resulta que su gente tenía razón, nunca me lo perdonaré.
—No se halague a sí mismo, Theremon —dijo Sheerin—. Aunque usted hubiera escrito cinco columnas al día exigiendo un colosal movimiento de preparación, el gobierno hubiera seguido sin hacer nada al respecto. Es probable que incluso hubiera tomado las advertencias de Athor menos en serio de lo que lo hizo, si es que es posible, con un periodista amante de las cruzadas populares como usted del lado de Athor.
—Gracias — dijo Theremon—. Aprecio realmente eso. ¿Queda algo de vino? —Miró a Beenay—. Y, por supuesto, tengo problemas con Siferra también. Cree que soy demasiado ruin como para dignarse dirigirme la palabra.
—Hubo un tiempo en el que parecía realmente interesada en ti —dijo Beenay—. De hecho, el asunto me preocupó. Quiero decir, si tú y ella estabais…, esto…
—No —dijo Theremon con una sonrisa—. En absoluto. Y nunca llegará esa posibilidad, ahora. Pero fuimos muy buenos amigos durante un tiempo. Una mujer fascinante, realmente fascinante. ¿Qué hay acerca de esa teoría suya de la prehistoria cíclica? ¿Hay algo ahí?
—No si escucha usted a algunos de los demás miembros de su departamento —dijo Sheerin—. Se muestran más bien burlones al respecto. Por supuesto, todos ellos poseen antiguos intereses en el esquema arqueológico establecido, que dice que Beklimot fue el primer centro urbano y que si retrocedes más de un par de miles de años no puedes hallar ninguna civilización en absoluto, tan sólo primitivos y peludos moradores de la jungla.
—Pero, ¿cómo pueden refutar esas catástrofes recurrentes en la Colina de Thombo? —preguntó Theremon.
—Los científicos que creen conocer la auténtica historia pueden argumentar cualquier cosa en contra de lo que amenace sus creencias —dijo Sheerin—. Rasque a un académico atrincherado y descubrirá que debajo es muy similar en muchos aspectos a un Apóstol de la Llama. Simplemente lleva un tipo distinto de hábito. —Tomó la botella, que Theremon había estado sujetando ociosamente, y echó un nuevo trago—. Al diablo con ellos. Incluso un profano como yo puede ver que los descubrimientos de Siferra en Thombo vuelven completamente del revés la imagen que teníamos de la prehistoria. La cuestión no es si hubo o no incendios recurrentes a lo largo de un período de todos esos miles de años. La cuestión es por qué.
—He visto montones de explicaciones últimamente, todas ellas más o menos fantásticas —indicó Theremon—. Alguien de la universidad de Kitro argumentaba que se producen lluvias periódicas de fuego cada pocos miles de años. Y recibimos una carta en el periódico de alguien que afirmaba ser astrónomo independiente y decía haber «demostrado» que Kalgash pasa a través de uno de los soles a cada uno de esos períodos. Creo que se propusieron incluso cosas más disparatadas.
—Sólo hay una idea que tiene algo de sentido —dijo con voz tranquila Beenay—. Recuerda el concepto de la Espada de Thargola. Tienes que hacer caso omiso de las hipótesis que requieren campanas y silbatos extras a fin de tener sentido. No hay ninguna razón por la que deba caer del cielo sobre nosotros una lluvia de fuego de tanto en tanto, y es una evidente estupidez hablar de pasar a través de soles. Pero la teoría del eclipse se halla perfectamente respaldada por las matemáticas de la órbita de Kalgash de la forma en que es afectada por la Gravitación Universal.
—La teoría del eclipse puede mantenerse en pie, sí. Por supuesto que sí. Lo descubriremos muy pronto, ¿no? —dijo Theremon—. Pero aplica también la Espada de Thargola a lo que acabas de decir. No hay nada en la teoría del eclipse que nos diga que habrá necesariamente tremendos incendios inmediatamente después.