—Lo que imaginábamos que podía ser el efecto de Estrellas —rectificó Yimot.
No se oyó ni un aliento en la pausa que siguió. Athor dijo rígidamente:
—No tenéis ningún derecho a efectuar experimentos particulares…
Faro pareció avergonzado.
—Lo sé, señor…, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento era un poco peligroso. Si el efecto funcionaba realmente, casi esperábamos volvernos locos… Por lo que decía el doctor Sheerin respecto a todo el asunto, creíamos que eso sería lo más probable. Así que pensamos que debíamos ser nosotros solos quienes corriéramos el riesgo. Por supuesto, si descubríamos que podíamos retener nuestra cordura, se nos ocurrió que tal vez pudiéramos desarrollar inmunidad al auténtico fenómeno, y luego exponer al resto de nosotros a lo que habíamos experimentado. Pero las cosas no funcionaron…
—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
Fue Yimot quien respondió:
—Nos encerramos ahí dentro y permitimos que nuestros ojos se acostumbraran a la oscuridad. Es una sensación extremadamente insidiosa, porque la total Oscuridad te hace sentir como si las paredes y el techo se derrumbaran sobre ti. Pero lo superamos y pulsamos el interruptor. Las caperuzas se apartaron a un lado, y el techo se llenó de pequeños puntos de luz.
—¿Y?
—Y… nada. Ésa fue la parte más ilógica de todo. Por todo lo que comprendimos del Libro de las Revelaciones, estábamos experimentando el efecto de ver las Estrellas contra un fondo de Oscuridad. Pero no ocurrió nada. Era sólo un techo con agujeros en él, y puntos brillantes de luz atravesándolos, y eso era exactamente lo que parecía. Lo probamos una y otra vez, eso fue lo que nos retrasó…, pero no se produjo ningún efecto.
Hubo un silencio impresionado. Todos los ojos se volvieron hacia Sheerin, que permanecía inmóvil, con la boca abierta.
Theremon fue el primero en hablar.
—Sabe lo que esto le hace a la teoría que ha construido usted, ¿verdad, Sheerin? —Sonreía con alivio.
Pero Sheerin alzó la mano.
—No tan aprisa, Theremon. Sólo déjeme pensar un poco en esto. Las llamadas «Estrellas» que construyeron los muchachos…, el tiempo total de su exposición a la Oscuridad… —Guardó silencio. Todo el mundo le miraba. Y de pronto hizo chasquear los dedos y, cuando alzó la cabeza, no había ni sorpresa ni incertidumbre en su rostro—. Por supuesto…
No terminó su frase. Thilanda, que había permanecido arriba en la cúpula del observatorio exponiendo placas fotográficas del cielo a intervalos de diez segundos a medida que se acercaba el momento del eclipse, entró a la carrera, agitando los brazos en amplios círculos que no tenían nada que envidiar a los de Yimot en sus momentos de mayor excitación.
—¡Doctor Athor! ¡Doctor Athor!
Athor se volvió.
—¿Qué ocurre?
—Acabamos de descubrir…, simplemente entró andando en la cúpula…, no lo creerá usted, doctor Athor…
—Tranquila, chiquilla. ¿Qué ocurrió? ¿Quién entró andando?
Hubo un sonido de forcejeo en el pasillo, y un seco clang. Beenay saltó en pie, corrió hacia la puerta y se detuvo en seco.
—¿Qué demonios…? —exclamó.
Davnit e Hikkinan, que deberían estar arriba en la cúpula con Thilanda, estaban ahí fuera. Los dos astrónomos forcejeaban con una tercera figura, un hombre de aspecto ágil y atlético que rozaba la cuarentena, con un extraño pelo rojo rizado, un rostro de rasgos afilados y ojos azul hielo. Lo arrastraron al interior de la habitación y se detuvieron sosteniéndolo con los brazos firmemente sujetos a la espalda.
El desconocido llevaba el oscuro hábito de los Apóstoles de la Llama.
—¡Folimun 66! —exclamó Athor.
Y, casi simultáneamente, de Theremon:
—¡Folimun! En nombre de la Oscuridad, ¿qué está haciendo usted aquí?
Tranquilamente, en un frío tono autoritario, el Apóstol dijo:
—No es en nombre de la Oscuridad que he venido aquí esta tarde, sino en nombre de la luz.
Athor miró a Thilanda.
—¿Dónde encontrasteis a este hombre?
—Ya se lo he dicho, doctor. Estábamos atareados con las placas, y entonces le oímos. Había entrado directamente y estaba de pie detrás de nosotros. «¿Dónde está Athor? —preguntó—. Tengo que ver a Athor.»
—Llamad a los guardias de seguridad —dijo Athor, mientras su rostro se iba oscureciendo con la furia—. Se supone que el observatorio está sellado esta tarde. Quiero saber cómo consiguió pasar este hombre.
—Evidentemente tienen ustedes uno o dos Apóstoles en su nómina —dijo Theremon con voz placentera—. Naturalmente, se sintieron encantados cuando el Apóstol Folimun apareció y les pidió que le abrieran la puerta.
Athor le lanzó una mirada ampollante. Pero la expresión de su rostro indicaba que el viejo astrónomo se daba cuenta de la probable exactitud de la suposición de Theremon.
Todo el mundo en la habitación había formado un anillo en torno a Folimun ahora. Todos le miraban sorprendidos: Siferra, Theremon, Beenay, Athor, los demás.
Calmadamente, Folimun dijo:
—Soy Folimun 66, ayudante especial de Su Serenidad Mondior 71. He venido esta tarde no como un criminal, como parecen ustedes pensar, sino como un enviado de Su Serenidad. ¿Cree usted que puede persuadir a esos dos fanáticos suyos de que me suelten, Athor?
Athor hizo un gesto irritado.
—Soltadle.
—Gracias —dijo Folimun. Se frotó los brazos y ajustó la caída de su hábito. Luego hizo una agradecida inclinación de cabeza, ¿o fue sólo burlona gratitud?, a Athor. El aire en torno al Apóstol parecía hormiguear con una clase especial de electricidad.
—Bien, ahora —dijo Athor—, ¿qué está haciendo usted aquí? ¿Qué es lo que quiere?
—Nada, supongo, que usted esté dispuesto a darme por su propia voluntad.
—Probablemente tenga razón acerca de eso.
—Cuando usted y yo nos reunimos hace unos meses, Athor —dijo Folimun—, fue, diría yo, una reunión más bien tensa, una reunión de dos hombres que muy bien podrían considerarse como príncipes de reinos hostiles. Para usted, yo era un peligroso fanático. Para mí, usted era el líder de una pandilla de pecadores sacrílegos. Y, sin embargo, conseguimos llegar a un cierto campo de entendimiento, que fue, recordará usted, que en la tarde del 19 de theptar la Oscuridad caería sobre Kalgash y permanecería ahí durante varias horas.
Athor frunció el ceño.
—Vaya al grano, si es que ha venido a decir algo, Folimun. La Oscuridad está a punto de caer, y no tenemos mucho tiempo.
—Para mí, la llegada de la Oscuridad era contemplada como algo que nos era enviado por la voluntad de los dioses. Para usted, no representaba más que el movimiento sin alma de cuerpos astronómicos. Muy bien: admitimos que estábamos en desacuerdo. Yo le proporcioné algunos datos que habían permanecido en posesión de los Apóstoles desde el anterior Año de Gracia, ciertas tablas de los movimientos de los soles en el cielo, y otros datos aún más abstrusos. A cambio, usted prometió demostrar la verdad esencial del credo de nuestra fe y hacer que esa prueba fuera conocida por la gente de Kalgash.
Athor miró su reloj y dijo:
—Y eso fue exactamente lo que hice. ¿Qué es lo que quiere su amo ahora? He cumplido con mi parte del trato.
Folimun sonrió débilmente pero no dijo nada. Hubo un inquieto agitar en la habitación.
—Le pedí unos datos astronómicos, si —dijo Athor, mirando a su alrededor—. Datos que sólo los Apóstoles poseían. Y me fueron entregados. Le estoy agradecido por ello. A cambio acepté, es un modo de hablar, hacer pública mi confirmación matemática del dogma básico de los Apóstoles de que la Oscuridad descendería sobre nosotros el 19 de theptar.