Se dirigió a Sheerin:
—He estado en el comunicador durante los últimos quince minutos. He hablado con el Refugio, y con la gente de seguridad, y con el centro de Ciudad de Saro.
—¿Y?
—El periodista de aquí se sentirá muy complacido de su trabajo. He sabido que la ciudad es un caos. Hay tumultos por todos lados, saqueos, multitudes presas del pánico…
—¿Qué pasa en el Refugio? —preguntó ansiosamente Sheerin.
—Están seguros. Han sellado los accesos de acuerdo con el plan, y permanecerán ocultos hasta que despunte de nuevo el día, como mínimo. Estarán bien. Pero la ciudad, Sheerin: no tiene ni idea… —Tenía dificultad en hablar.
—Señor —dijo Theremon—, si tan sólo pudiera creerme cuando le digo lo profundamente que lamento…
—No hay tiempo para eso ahora —restalló Sheerin, impaciente. Apoyó una mano en el brazo de Athor—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien, doctor Athor?
—¿Importa eso? —Athor se inclinó hacia la ventana, como si intentara ver los tumultos desde allí. Dijo con voz apagada—: En el momento en que empezó el eclipse, todo el mundo ahí fuera se dio cuenta de que todo lo demás iba a ocurrir tal como nosotros habíamos predicho…, nosotros y los Apóstoles. Y se asentó la histeria. Los fuegos empezarán pronto. Y supongo que las turbas de Folimun estarán ahí también de un momento a otro. ¿Qué vamos a hacer, Sheerin? ¡Deme alguna sugerencia!
Sheerin inclinó la cabeza y se contempló abstraído las puntas de los pies. Durante un momento tamborileó con un nudillo contra su barbilla. Luego alzó la vista y dijo crispadamente:
—¿Hacer? ¿Qué es lo que hay que hacer? Cerrar las puertas, esperar lo mejor.
—¿Y si les decimos que mataremos a Folimun si intentan entrar por la fuerza?
—¿Lo haría realmente? —preguntó Sheerin.
Los ojos de Athor destellaron sorprendidos.
—Bueno…, supongo…
—No —dijo Sheerin—. No lo haría.
—Pero si le amenazáramos con…
—No. No. Son fanáticos, Athor. Ya saben que lo retenemos como rehén. Probablemente esperan que lo matemos en el momento en que entren violentamente en el observatorio, y eso no les preocupa en absoluto. Y usted sabe que no lo haría de todos modos.
—Por supuesto que no.
—Así pues: ¿cuánto tiempo falta para que el eclipse sea total?
—Menos de una hora.
—Tendremos que correr el riesgo. Les tomará tiempo a los Apóstoles reunir a sus turbas…, no van a ser un puñado de Apóstoles, apuesto a que no, será una enorme masa de gente normal de la ciudad agitada hasta el pánico por unos cuantos Apóstoles que les prometerán la entrada inmediata en la gracia, les prometerán la salvación, se lo prometerán todo…, y necesitarán más tiempo aún para traerlos hasta aquí. El Monte del Observatorio se halla a unos buenos ocho kilómetros de la ciudad…
Sheerin miró por la ventana. Theremon, a su lado, miró también, y su vista resbaló colina abajo. Allá al fondo, las cuadrículas de las granjas dejaban paso a grupos de casas blancas en los suburbios. La metrópolis más allá era una mancha imprecisa en la distancia…, una bruma en el desvaneciente brillo de Dovim. Una pesadillesca luz sobrenatural bañaba el paisaje.
Sin volverse, Sheerin dijo:
—Sí, les tomará tiempo llegar hasta aquí. Hay que mantener las puertas cerradas, seguir trabajando, rezar para que el eclipse total llegue antes. Una vez empiecen a brillar las Estrellas, creo que ni siquiera los Apóstoles podrán mantener a la turba centrada en el trabajo de abrirse paso hasta aquí.
Dovim estaba cortado ya por la mitad. La línea divisoria creaba una ligera concavidad en el centro de la aún brillante porción del sol rojo. Era como un gigantesco párpado cerrándose inexorablemente sobre la luz de un mundo.
Theremon permanecía inmóvil, mirando. Los débiles sonidos de la habitación a sus espaldas se desvanecieron en el olvido, y sólo captó el denso silencio de los campos de allá fuera. Los propios insectos parecían temerosamente mudos. Y las cosas eran cada vez más y más oscuras. Aquel extraño tono sangriento lo teñía todo.
—No mire durante tanto rato seguido —murmuró Sheerin en su oído.
—¿Al sol, quiere decir?
—A la ciudad. Al cielo. No me preocupa que pueda hacerse daño en los ojos. Es su mente, Theremon.
—Mi mente está bien.
—Deseará que siga así. ¿Cómo se siente?
—Bueno… —Theremon entrecerró los ojos. Su garganta estaba un poco seca. Pasó el dedo a lo largo de la parte interior del cuello de su camisa. Le apretaba demasiado. Demasiado. Parecía como si una mano se cerrara sobre su garganta. Giró el cuello hacia uno y otro lado pero no halló ningún alivio.
—Algún problema al respirar, quizá.
—La dificultad en respirar es uno de los primeros síntomas de un ataque de claustrofobia —dijo Sheerin. Cuando sienta que su pecho se constriñe, será mejor que se aparte de la ventana.
—Quiero ver lo que ocurre.
—Está bien. Está bien. Lo que usted diga.
Theremon abrió mucho los ojos e inspiró profundamente dos o tres veces.
—No cree que pueda resistirlo, ¿verdad?
—No sé nada acerca de nada, Theremon —dijo con voz cansada Sheerin—. Las cosas cambian de un momento a otro, ¿no? Oh. Aquí está Beenay.
26
El astrónomo se había interpuesto entre la luz y la pareja en el rincón. Sheerin le miró intranquilo, con los ojos entrecerrados.
—Hola, Beenay.
—¿Os importa si me uno a vosotros? —preguntó—. Ya he terminado mis cálculos, y no puedo hacer nada hasta el eclipse total. —Beenay hizo una pausa y miró al Apóstol, que estaba hojeando intensamente un pequeño libro encuadernado en piel que había extraído de la manga de su hábito—. Eh, ¿no íbamos a echarlo de aquí?
—Decidimos que no —respondió Theremon—. ¿Sabes dónde está Siferra, Beenay? La vi hace un momento, pero no parece estar aquí ahora.
—Está arriba, en la cúpula. Deseaba echar un vistazo a través del telescopio grande. No es que haya mucho que ver que no podamos contemplar a simple vista.
—¿Qué hay de Kalgash Dos? —preguntó Theremon.
—¿Qué hay que ver? Oscuridad en Oscuridad. Podemos ver los efectos de su presencia a medida que se mueve delante de Dovim. El propio Kalgash Dos, sin embargo…, es sólo un pedazo de noche contra el cielo nocturno.
—Noche —murmuró Sheerin—. Qué extraña palabra.
—Ya no —dijo Theremon—. ¿Así que en realidad el satélite errante en sí no puede verse, ni siquiera con el telescopio grande?
Beenay pareció avergonzado.
—En realidad nuestros telescopios no son muy buenos, ¿sabes? Son estupendos para observaciones solares, pero, si hay un poco de oscuridad, entonces… —Agitó la cabeza. Echó hacia atrás los hombros y pareció luchar por introducir aire en sus pulmones—. Pero Kalgash Dos es real, eso ha quedado demostrado. La extraña zona de Oscuridad que está cruzando entre nosotros y Dovim…, eso es Kalgash Dos.
—¿Tienes problemas para respirar, Beenay? —preguntó Sheerin.
—Un poco, sí. —Resopló ligeramente—. Un resfriado, supongo.
—Más bien un conato de claustrofobia.
—¿Tú crees?
—Estoy casi seguro. ¿Te sientes extraño de alguna otra manera?
—Bueno —dijo Beenay—, tengo la impresión de que les pasa algo a mis ojos. Las cosas parecen volverse confusas en algunos momentos y… La verdad es que nada es tan claro como debería. Y tengo frío también.
—Oh, eso no es ninguna ilusión. Hace frío, sí —dijo Theremon con una mueca—. Noto los dedos de los pies como si hubiera hecho un viaje de extremo a extremo del país metido en una nevera.