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—Lo que necesitamos en estos momentos —dijo Sheerin con voz intensa— es alejar nuestras mentes de los efectos que estamos experimentando. Mantenerlas ocupadas, eso es lo importante. Le estaba diciendo hace un momento, Theremon, por qué los experimentos de Faro con los agujeros en el techo no dieron ningún resultado.

—Tan sólo empezó a decirlo —respondió Theremon, siguiéndole la corriente. Se acurrucó en su silla, rodeó una rodilla con ambos brazos y apoyó la barbilla contra ella. Lo que tendría que hacer, pensó, es disculparme y subir la escalera en busca de Siferra, ahora que el tiempo antes del eclipse total se está agotando. Pero se sentía curiosamente pasivo, incapaz de moverse. ¿O, pensó, tan sólo tengo miedo de enfrentarme a ella?

Sheerin dijo:

—Lo que iba a explicar era que ellos se equivocaron al tomar el Libro de las Revelaciones de una forma literal. Probablemente no tenía ningún sentido el darle un significado físico al concepto de Estrellas. ¿Sabe?, es posible que, en presencia de una Oscuridad total y sostenida, la mente halle absolutamente necesario crear luz. Esta ilusión de luz puede ser todo lo que sean en realidad las Estrellas.

—En otras palabras —dijo Theremon, y se dio cuenta de que se sentía interesado—, ¿quiere decir que las Estrellas son el resultado de la locura y no una de las causas? Entonces, ¿para qué servirán las fotografías que los astrónomos van a tomar?

—Para probar que las Estrellas son una ilusión, quizás. O para demostrar lo contrario, por todo lo que sé. Luego, además…

Beenay había acercado su silla, y había una expresión de repentino entusiasmo en su rostro.

—Ahora que tocamos el tema de las Estrellas… —empezó—. He estado pensando yo también en ellas, y realmente interesante. Por supuesto, es sólo una especulación loca, y no intento proseguirla de una manera seria hasta su final. Pero creo que vale la pena pensar en ella. ¿Queréis oírla?

—¿Por qué no? —dijo Sheerin, y se reclinó en su asiento. Beenay pareció reluctante. Sonrió con timidez y dijo:

—Muy bien. Supongamos que hay otros soles en el universo.

Theremon reprimió una carcajada.

—Dijiste que era una especulación loca, pero no esperaba…

—No, no es tan loca como eso. No quiero decir otros soles aquí al lado, a mano, que de alguna forma misteriosa no somos capaces de ver. Hablo de soles que se hallen tan lejanos que su luz no sea lo bastante fuerte como para que podamos distinguirlos. Si estuvieran cerca, serían tan brillantes como Onos quizá, o como Tano y Sitha. Pero si están muy lejos, la luz que nos llega de ellos no es más que un pequeño punto, y queda ahogado por el constante resplandor de nuestros seis soles.

—Pero, ¿qué hay de la Ley de la Gravitación Universal? —señaló Sheerin—. ¿No la estás olvidando? Si esos otros soles están ahí, ¿no alterarían también la órbita de nuestro mundo de la misma forma que lo hace Kalgash Dos, y por qué, entonces, no lo hemos observado?

—Un buen punto —dijo Beenay—. Pero esos soles, déjame decir, se hallan realmente muy lejos…, quizá tanto como a cuatro años luz de distancia, o incluso más.

—¿Cuántos años es un año luz? —preguntó Theremon.

—No cuántos. Cuán lejos. Un año luz es una medida de distancia…, la distancia que la luz recorre en un año. Lo cual es un número inmenso de kilómetros, porque la luz viaja muy rápido. La hemos medido, y el resultado es algo así como 300.000 kilómetros por hora, y mis sospechas son que ésta no es en realidad una cifra exacta, que si dispusiéramos de mejores instrumentos descubriríamos que la velocidad de la luz es incluso un poco más rápida que eso. Pero aún imaginándola a 300.000 kilómetros por hora, podemos calcular que Onos está a unos diez minutos luz de aquí, y Tano y Sitha unas once veces más lejos que eso, y así sucesivamente. De modo que un sol que se halle a unos cuantos años luz de distancia, bueno, eso sería realmente lejos. Nunca seríamos capaces de detectar ninguna perturbación que pudieran causar en la órbita de Kalgash, porque serían tan pequeñas. Bien: digamos que hay un puñado de soles ahí fuera, por todas partes en el cielo a nuestro alrededor, a una distancia entre cuatro a ocho años luz de nosotros…, digamos una docena o dos de ellos, quizá.

Theremon silbó suavemente.

¡Qué idea para un artículo para el suplemento de fin de semana! ¡Dos docenas de soles en un universo de ocho años luz de diámetro! ¡Dioses! ¡Eso encogería nuestro universo a la insignificancia! Hay que imaginarlo…, ¡Kalgash y sus soles convertidos en tan sólo un pequeño suburbio trivial del auténtico universo, y aquí estamos nosotros pensando que somos la totalidad, sólo nosotros y nuestros seis soles, completamente únicos en el cosmos!

—Es sólo una idea loca —dijo Beenay con una sonrisa—, pero espero que veas a dónde quiero ir a parar. Durante el eclipse, esa docena de soles se harán bruscamente visibles, porque durante un corto tiempo no habrá ninguna auténtica luz solar que ahogue su brillo. Puesto que se hallan tan lejos, aparecerán muy pequeños, como meras canicas. Pero ahí los tendremos: las Estrellas. Los repentinos puntos emergentes de luz que los Apóstoles nos han estado prometiendo.

—Los Apóstoles hablan de un «número incontable» de Estrellas —observó Sheerin—. Eso no me parecen una o dos docenas. Más bien unos cuantos millones, ¿no crees?

—Una exageración poética —dijo Beenay—. No hay espacio suficiente en el universo para un millón de soles…, ni aunque estuvieran apelotonados el uno contra el otro de modo que se tocaran.

—Además —ofreció Theremon—, una vez tenemos una o dos docenas, ¿podemos realmente hacer distinción en el número? Apuesto a que dos docenas de Estrellas pueden parecer un «número incontable»…, sobre todo si resulta que nos hallamos en medio de un eclipse y todo el mundo está ya loco a causa de contemplar la Oscuridad. Hay tribus en las tierras interiores que sólo tienen tres números en su lenguaje: «uno», «dos», «muchos». Nosotros somos un poco más sofisticados que eso, supongo. Así que para nosotros una o dos docenas son algo comprensible, y luego, simplemente, nos parecen «incontables». —Se estremeció de excitación—. ¡Una docena de soles, de pronto! ¡Resulta difícil imaginarlo!

—Hay más —dijo Beenay—. Otra idea extravagante. ¿Habéis pensado en el sencillo problema que sería la gravitación si tan sólo dispusiéramos de un sistema lo suficientemente simple? Supongamos que tenemos un universo en el que sólo hay un planeta y un único sol. El planeta viajaría en una elipse perfecta, y la naturaleza exacta de la fuerza gravitatoria sería tan evidente que podría ser aceptada como un axioma. En un mundo así, los astrónomos habían establecido la gravedad probablemente antes incluso de inventar el telescopio. Las observaciones a simple vista hubieran sido suficientes para deducirlo todo.

Sheerin pareció dubitativo.

—Pero, un sistema así, ¿sería dinámicamente estable? —preguntó.

—¡Por supuesto! Lo llaman un caso «uno y uno». Ha sido elaborado matemáticamente, pero son las implicaciones filosóficas las que me interesan.

—Es agradable pensar en ello como en una hermosa abstracción…, como un gas perfecto o el cero absoluto —admitió Sheerin.

—Por supuesto —siguió Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No recibiría suficiente luz y calor, y si girara sobre sí mismo habría una Oscuridad total durante la mitad de cada día. Ese fue el planeta que me pediste en una ocasión que imaginara, ¿recuerdas, Sheerin? Donde los habitantes nativos estarían completamente adaptados a una alternancia de día y noche. Pero he estado pensando en ello. No podría haber habitantes nativos. No se puede esperar que la vida, que depende fundamentalmente de la luz, se desarrolle bajo unas condiciones tan extremas de ausencia de luz. ¡La mitad de cada rotación axial se produciría en la Oscuridad! No, nada podría existir bajo condiciones como ésas. Pero, para continuar: hablando hipotéticamente, el sistema «uno y uno» tendría…