—Todavía no hay ningún signo de las Estrellas —dijo. Era Yimot, el otro joven estudiante graduado—. Quizá no consigamos verlas. Quizá todo resulte al fin un fracaso, como el experimento que llevamos a cabo Faro y yo en ese edificio a oscuras.
—Todavía se ve mucha parte de Dovim —señaló Theremon—. Aún no nos hemos acercado lo suficiente a la Oscuridad total.
—Parece casi ansioso de que llegue —observó Siferra.
Él se volvió hacia ella.
—Me gustaría que hubiera pasado.
—¡Eh! —exclamó alguien—. ¡Mi ordenador falla!
—¡Las luces…! —exclamó otra voz.
—¿Qué ocurre? —preguntó Siferra.
—Un fallo eléctrico —dijo Theremon—. Tal como Sheerin predijo. La estación generadora debe de tener problemas. La primera oleada de locos, corriendo furiosos por la ciudad.
De hecho, las débiles luces en los candelabros de la pared parecían a punto de apagarse. Primero se volvieron mucho más brillantes, como si una rápida oleada final de energía hubiera pasado a través de ellos; luego disminuyeron; luego brillaron de nuevo, pero no tanto como un momento antes; y al fin descendieron hasta sólo una fracción de su luminosidad normal. Theremon sintió que la mano de Siferra se aferraba fuertemente a su antebrazo.
—Se han apagado —dijo alguien.
—Y lo mismo los ordenadores…, ¡que alguien conecte la energía de emergencia! ¡Eh! ¡La energía de emergencia!
—¡Rápido! ¡El solarscopio no está rastreando! ¡El obturador de la cámara no funciona!
—¿Por qué no estaban preparados para algo así? —preguntó Theremon.
Pero al parecer sí lo estaban. Hubo un vibrar en alguna parte en las profundidades del edificio; y luego las pantallas de los ordenadores dispersos por toda la habitación parpadearon de nuevo a la vida. Las lámparas en sus candelabros, sin embargo, no lo hicieron. Evidentemente estaban conectadas a otro circuito, y el generador de emergencia en el sótano no restablecería su funcionamiento.
El observatorio estaba prácticamente en una Oscuridad absoluta.
La mano de Siferra descansaba todavía en la muñeca de Theremon. Dudó de si deslizar un reconfortante brazo en torno a sus hombros.
Entonces pudo oír la voz de Athor:
—¡De acuerdo, echadme una mano aquí! ¡Estaremos bien de nuevo en un minuto!
—¿Qué ha hecho? —preguntó Theremon.
—Athor apagó las luces —le llegó la voz de Yimot.
Theremon se volvió para mirar. No era fácil ver nada, con un nivel de iluminación tan bajo, pero al cabo de un momento sus ojos empezaron a acostumbrarse. Athor llevaba como media docena de cilindros de treinta centímetros de largo por tres de diámetro bajo los brazos. Miró por encima de ellos a los miembros del personal.
—¡Faro! ¡Yimot! Venid aquí y ayudadme.
Los dos jóvenes trataron hasta el lado del director del observatorio y tomaron los cilindros. Yimot los alzó uno a uno, mientras Faro, en un absoluto silencio, rascaba una larga cerilla hasta encenderla con el aire de alguien que está realizando el más sagrado de los rituales. Cuando tocó con la llama el extremo superior de cada uno de los cilindros, el pequeño resplandor vaciló un instante y se agitó fútilmente, hasta que un repentino y crepitante resplandor llenó el arrugado rostro de Athor con un brillo amarillento. Unos aplausos espontáneos resonaron por toda la habitación.
¡El cilindro estaba rematado por quince centímetros de oscilante llama!
—¿Fuego? —se maravilló Theremon—, ¿Aquí dentro? ¿Por qué no usar luces de vela o algo parecido?
—Lo discutimos —dijo Siferra—. Pero las luces de vela son demasiado débiles. Van muy bien para un dormitorio, una presencia testimonial de que la luz sigue mientras uno duerme, pero para un lugar de estas dimensiones…
—¿Y abajo? ¿También hay antorchas ahí?
—Creo que sí.
Theremon agitó la cabeza.
—No me sorprende que la ciudad vaya a arder esta tarde. Si incluso ustedes recurren a algo tan primitivo como el fuego para echar atrás la Oscuridad…
La luz era débil, más débil aún que la más tenue luz solar. Las llamas se agitaban alocadamente, dando nacimiento a ebrias sombras vacilantes. Las antorchas humeaban de una forma diabólica y olían como un mal día en la cocina. Pero emitían una luz amarilla.
Había algo alegre en la luz amarilla, pensó Theremon. En especial después de casi cuatro horas de sombrío y menguante Dovim. Siferra se calentó las manos en la más cercana, sin importarle el tizne que se posaba sobre ellas en un fino polvo gris y murmurando extáticamente para sí misma:
—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había dado cuenta de lo maravilloso que es el color amarillo.
Pero Theremon siguió mirando suspicazmente las antorchas. Frunció la nariz ante su olor rancio y dijo:
—¿De qué están hechas estas cosas?
—De madera —respondió ella.
—Oh, no, no lo están. No arden. El par de centímetros superiores están carbonizados, y la llama simplemente sigue brotando de la nada.
—Eso es lo más hermoso. En realidad se trata de un eficiente mecanismo de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos cientos de ellos, pero la mayoría fueron al Refugio, por supuesto. ¿Ve? —se volvió y se sacudió el polvo de sus ennegrecidas manos—, toma usted el núcleo medular de unas recias cañas de agua, lo seca cuidadosamente, y lo empapa con grasa animal. Luego lo enciende, y la grasa arde, poco a poco. Estas antorchas arderán al menos durante media hora sin parar. Ingenioso, ¿no?
—Maravilloso —dijo Theremon con voz hosca—. Muy moderno. Muy impresionante.
Pero fue incapaz de permanecer más tiempo en aquella estancia. La misma inquietud que le había conducido a subir allí le afligía ahora. El hedor de las antorchas ya era bastante malo; pero también estaba el frío soplo del aire que penetraba por el panel abierto de la cúpula, un seco flujo ventoso, el helado dedo de la noche. Se estremeció. Deseó que él y Sheerin y Beenay no hubieran terminado tan rápidamente aquella botella de miserable vino.
—Vuelvo abajo —dijo a Siferra—. No hay nada que ver aquí arriba si no eres astrónomo.
—Está bien. Iré con usted.
A la parpadeante luz amarilla vio una sonrisa asomada al rostro de ella, inconfundible esta vez, en absoluto ambigua.
27
Descendieron por la resonante escalera en espiral hasta la habitación inferior. No mucho había cambiado ahí abajo. La gente del nivel inferior había encendido antorchas también. Beenay estaba atareado en tres ordenadores a la vez, procesando datos de los telescopios de arriba. Otros astrónomos hacían otras cosas, todas ellas incomprensibles para Theremon. Sheerin iba de un lado para otro, solo, un alma perdida. Folimun había situado su silla directamente debajo de una antorcha y seguía leyendo, sus labios se movían en un monótono recital de invocaciones a las Estrellas.
Por la mente de Theremon pasaron frases descriptivas, fragmentos y detalles del artículo que había planeado escribir para el Crónica de Ciudad de Saro. Varias veces antes, aquella misma tarde, la máquina de escribir de su cerebro había tecleado del mismo modo…, un proceso perfectamente metódico, perfectamente deliberado y, era muy consciente ahora, perfectamente sin significado. Era absolutamente ridículo imaginar que iba a haber un número del Crónica mañana. Intercambió una mirada con Siferra.
—El cielo —murmuró ella.
—Lo veo, sí.
Había cambiado nuevamente de tono. Ahora era aún más oscuro, un horrible rojo púrpura profundo, un color monstruoso, como si alguna enorme herida en la tela del cielo estuviera derramando fuentes de sangre.