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El aire se había vuelto, de algún modo, más denso. El ocaso, como una entidad, penetraba en la habitación, y el danzante círculo de luz amarilla en torno a las antorchas formaba una distinción más nítida aún contra el creciente gris de más allá. El olor a humo de este lugar era tan penetrante como lo había sido arriba. Theremon se dio cuenta de que le preocupaban incluso los pequeños sonidos cloqueantes que hacían las antorchas mientras ardían, el blando resonar de los pasos de Sheerin mientras el grueso psicólogo daba vueltas y vueltas en torno a la mesa del centro de la habitación.

Cada vez resultaba más difícil ver, con o sin antorchas.

De modo que así empieza, pensó Theremon. El tiempo de la Oscuridad total…, y la llegada de las Estrellas.

Por un instante pensó que tal vez fuera más juicioso buscar algún lugar tranquilo y abrigado donde encerrarse hasta que todo hubiera terminado. Apartarse del camino, eludir la visión de las Estrellas, acurrucarse y aguardar a que las cosas volvieran a ser normales. Pero un momento de contemplación le dijo que era una mala idea. Cualquier lugar tranquilo y abrigado —cualquier lugar cerrado— estaría oscuro también. En vez de ser un refugio tranquilo y seguro, podía convertirse en una cámara de los horrores mucho más aterradora que las habitaciones del observatorio.

Y luego, además, si algo grande iba a ocurrir, algo que pudiera remodelar la historia del mundo, Theremon no deseaba hallarse con la cabeza metida bajo el brazo mientras ocurría. Eso sería cobarde y estúpido; y podía ser algo que lamentara todo el resto de su vida. Nunca había pertenecido al tipo de hombre que se oculta del peligro, si creía que podía haber una buena historia allí. Además, sentía la suficiente confianza en sí mismo como para ser capaz de resistir todo lo que pudiera ocurrir…, y todavía le quedaba el suficiente escepticismo como para que al menos parte de él se preguntara si realmente iba a ocurrir algo significativo después de todo.

Permaneció inmóvil, escuchando las ocasionales inspiraciones del aliento de Siferra, la rápida y superficial respiración de alguien que intentaba mantener la compostura en un mundo que se estaba retirando con demasiada rapidez hacia las sombras.

Entonces le llegó otro sonido, uno nuevo, una vaga y desorganizada impresión de sonido que hubiera podido pasar muy bien inadvertida excepto por el silencio absoluto que reinaba en la habitación y por el innatural enfoque de la atención de Theremon a medida que el momento del eclipse total se acercaba.

El periodista escuchó atentamente mientras contenía la respiración. Al cabo de un momento se movió cuidadosamente hacia la ventana y miró fuera. El silencio se hizo pedazos ante su sorprendido grito:

—¡Sheerin!

Hubo un rugir generalizado en la habitación. Todos le miraban, señalaban, preguntaban. El psicólogo estuvo a su lado en un momento. Siferra le siguió. Incluso Beenay, inclinado frente a su ordenador, se volvió en redondo para mirar.

Fuera, Dovim era una mera astilla menguante que lanzaba una última y desesperada mirada a Kalgash. El horizonte oriental, en dirección a la ciudad, estaba ya perdido en la Oscuridad, y la carretera de Ciudad de Saro al observatorio era una apagada línea roja. Los árboles que bordeaban la autopista por ambos lados habían perdido toda individualidad y se fundían en una única masa sombría.

Pero era la carretera en sí la que atraía su atención, porque a lo largo de ella se divisaba otra masa sombría, infinitamente más amenazadora, que avanzaba como una extraña bestia bamboleante por la ladera que conducía al observatorio.

—¡Miren! —exclamó Theremon, roncamente—. ¡Que alguien se lo diga a Athor! ¡Los locos de la ciudad! ¡La gente de Folimun! ¡Vienen hacia aquí!

—¿Cuánto falta para que se consume el eclipse? —preguntó Sheerin.

—Quince minutos —jadeó Beenay—. Pero estarán aquí en cinco.

—No importa, que todo el mundo siga trabajando —dijo Sheerin. Su voz era firme, controlada, inesperadamente autoritaria, como si hubiera conseguido recurrir a algún depósito interior de fortaleza profundamente enterrado en aquel momento climático—. Los mantendremos a raya. Este lugar está construido como una fortaleza. Usted, Siferra, vaya arriba y hágale saber a Athor lo que está ocurriendo. Tú, Beenay, mantén vigilado a Folimun. Derríbalo y siéntate sobre él si es necesario, pero no le dejes que se aparte de tu vista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin estaba ya fuera de la puerta, y Theremon le siguió a sus talones. La escalera se extendía bajo ellos en tensos bucles circulares en torno al eje central y desaparecía en un húmedo y deprimente gris.

El primer impulso de su salida les llevó quince metros hacia abajo, de modo que el tenue y parpadeante resplandor amarillo de la puerta abierta de la habitación tras ellos había desaparecido ya, y tanto arriba como abajo la misma semioscuridad se aplastó contra ellos.

Sheerin hizo una pausa y se llevó una gordezuela mano al pecho. Sus ojos se abrieron mucho y su voz se convirtió en una tos seca. Todo su cuerpo se estremecía de miedo. Fuera cual fuese la fuente de resolución que había hallado hacía un momento, ahora parecía agotada.

—No puedo… respirar…, baje usted… solo. Asegúrese de que todas las puertas… están cerradas…

Theremon dio unos cuantos pasos más hacia abajo. Luego se volvió.

—¡Espere! ¿Puede resistir un minuto? —Él también jadeaba.

El aire entraba y salía de sus pulmones como melaza, y había un pequeño germen de chillante pánico en su mente ante el pensamiento de seguir bajando solo.

¿Y si los guardias, por alguna razón, habían dejado la puerta principal abierta?

No era de la multitud de lo que tenía miedo. Era… La Oscuridad.

¡Theremon se dio cuenta de que, después de todo, le tenía miedo a la Oscuridad!

—Espere aquí —dijo innecesariamente a Sheerin, que estaba acurrucado desmañadamente en la escalera allá donde Theremon le había dejado—. Volveré en un segundo.

Subió de nuevo de dos en dos peldaños, con el corazón martilleando, en absoluto por el ejercicio…, penetró tambaleante en la habitación principal y arrancó una antorcha de su sujeción. Siferra le miró, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¿Voy con usted? —preguntó.

—Sí. No. ¡No!

Corrió fuera de nuevo. La antorcha olía horriblemente y el humo hacía que le lagrimearan los ojos hasta casi cegarlos, pero la aferró como si deseara besarla de pura alegría. Su llama se inclinó hacia atrás cuando bajó de nuevo a toda prisa la escalera.

Sheerin no se había movido. Abrió los ojos y gimió cuando Theremon se inclinó sobre él. El periodista lo sacudió bruscamente.

—Está bien, recompóngase. Tenemos una luz.

Alzó la antorcha por encima de sus cabezas y, empujando al tambaleante psicólogo por un codo, siguió bajando, protegido ahora por el chisporroteante círculo de iluminación.

En la planta baja todo estaba oscuro. Theremon notó que el horror ascendía de nuevo en su interior. Pero la antorcha hendió un camino a través de la Oscuridad para él.

—Los hombres de seguridad… —dijo Sheerin.

¿Dónde estaban? ¿Habían huido? Eso parecía. No, ahí estaba un par de los guardias que Athor había apostado, acurrucados contra un rincón del vestíbulo, temblando como jalea. Sus ojos estaban en blanco, sus lenguas colgaban. De los otros no había ningún signo.

—Tome —dijo Theremon bruscamente, y le pasó la antorcha a Sheerin—. Puede oírles fuera.

Y podían. Pequeños retazos de roncos e indistintos gritos.

Pero Sheerin había tenido razón: el observatorio estaba construido como una fortaleza. Erigido el siglo pasado, cuando el estilo arquitectónico neogavottiano estaba en su fea cúspide, había sido diseñado pensando en la estabilidad y la duración antes que en la belleza.