Martillearon contra las raíces mismas de su ser. Golpearon como puños contra su cerebro. Su helada y monstruosa luz era como un millón de grandes gongs resonando a la vez.
Dios mío, pensó. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Pero no podía arrancar los ojos de la infernal visión que le ofrecían. Miró a través de la abertura de la cúpula, con todos los músculos rígidos, helados, y contempló con abrumada maravilla y horror aquel escudo de furia que llenaba el cielo. Sintió que su mente se encogía hasta reducirse a un pequeño punto bajo aquel incesante asalto. Su cerebro no era más grande que una canica y resonaba de un lado para otro contra la calabaza vacía que era su cráneo. Sus pulmones no funcionaban. Su sangre corría hacia atrás en sus venas.
Al menos era capaz de cerrar los ojos. Permaneció arrodillado por un tiempo, jadeando, murmurando para sí mismo, luchando por recobrar el control.
Luego se puso en pie, con la garganta constreñida hasta serle imposible respirar, con todos los músculos de su cuerpo estremecidos en un acceso de terror y absoluto miedo más allá de todo lo soportable. Confusamente se dio cuenta de que Siferra estaba en alguna parte cerca de él, pero tuvo que luchar para recordar quién era. De abajo le llegaron los sonidos de un terrible y firme golpetear de puños, un aterrado martilleo contra la puerta…, alguna bestia extraña con mil cabezas, luchando por entrar…
No importaba.
Nada importaba.
Se estaba volviendo loco, y lo sabía, y en alguna parte muy dentro de él una pizca de sanidad estaba gritando, luchando por arrojar fuera el dominante flujo del negro terror. Era muy horrible volverse loco y saber que uno se estaba volviendo loco…, saber que dentro de pocos minutos estarías allí físicamente y sin embargo la auténtica esencia que eras tú estaría muerta y ahogada en la negra locura. Para eso estaba la Oscuridad…, la Oscuridad y el Frío y la Condenación. Las brillantes paredes del universo se habían roto y sus horribles fragmentos negros caían para aplastarle y estrujarle y reducirle a la nada.
Alguien avanzó arrastrándose hasta él sobre manos y rodillas y le empujó. Theremon se apartó a un lado. Se llevó las manos a su torturada garganta y cojeó hacia las llamas de las antorchas que llenaban toda su loca visión.
—¡Luz! —gritó.
Athor, en alguna parte, estaba gritando también, lloriqueando de una forma horrible, como un niño terriblemente asustado.
—Estrellas…, todas las Estrellas…, no lo sabíamos. No sabíamos nada. Pensamos que seis estrellas es un universo es algo en lo que las Estrellas no reparan es la Oscuridad para siempre y las paredes se están rompiendo y nosotros no lo sabíamos no podíamos saberlo y nada…
Alguien agarró la antorcha, y cayó al suelo y se apagó. En ese instante el horrible esplendor de las indiferentes Estrellas saltó un poco más cerca de ellos.
Desde abajo les llegó el sonido de gritos y aullidos y el ruido de cristales rotos. La turba, enloquecida e incontrolable, había entrado en el observatorio.
Theremon miró a su alrededor. A la horrible luz de las Estrellas vio las atónitas figuras de los científicos tambaleándose horrorizadas. Se abrió camino hacia el pasillo. Un feroz restallido de helado aire procedente de una ventana abierta le golpeó, y se detuvo allí, dejando que abofeteara su rostro, riendo un poco ante su intensidad ártica.
—¿Theremon? —llamó una voz a sus espaldas—. ¿Theremon?
Siguió riendo.
—Mirad —dijo, al cabo de un tiempo—. Eso son las Estrellas. Eso es la Llama.
En el horizonte, al otro lado de la ventana, en dirección a Ciudad de Saro, un resplandor carmesí empezaba a crecer, fortaleciendo su brillar, que no era el resplandor del sol.
La larga noche había vuelto de nuevo.
TRES — AMANECER
28
Lo primero de lo que fue consciente Theremon, después de un largo período de un ser consciente de nada en absoluto, fue de que algo enorme y amarillo colgaba encima de él en el cielo.
Era una inmensa y resplandeciente bola dorada. No había forma de que pudiera mirarla de una forma directa durante más de una fracción de segundo debido a su resplandor. Un calor que abrasaba brotaba de ella en pulsantes oleadas.
Se encogió en una posición acurrucada, con la cabeza baja, y cruzó las muñecas frente a sus ojos para protegerse de aquel enorme brotar de calor y luz encima de su cabeza. ¿Qué lo mantenía allá arriba? ¿Por qué simplemente no caía?
Si cae, pensó, caerá sobre mí.
¿Dónde puedo ocultarme? ¿Cómo puedo protegerme?
Durante un largo momento permaneció acurrucado allá donde estaba, sin apenas atreverse a pensar. Luego, con cautela, abrió los ojos sólo una rendija. La gigantesca cosa llameante estaba aún allá arriba en el cielo. No se había movido ni un centímetro. No iba a caerle encima.
Empezó a temblar pese al calor.
El seco y asfixiante olor a humo llegó hasta él. Algo ardía, no muy lejos.
Era el cielo, pensó. El cielo estaba ardiendo.
Esa cosa dorada esta prendiendo fuego al mundo.
No. No. Había otra razón para el humo. La recordaría dentro de un momento, si tan solo podía eliminar la bruma de su mente. La cosa dorada no había causado los fuegos. Ni siquiera había estado ahí cuando los fuegos empezaron. Eran esas otras cosas, esas cosas brillantes, frías y blancas, que llenaban el cielo de extremo a extremo…, ellas lo habían hecho, ellas habían iniciado las Llamas…
¿Cómo se llamaban? Las Estrellas. Sí, pensó.
Las Estrellas.
Y empezó a recordar, sólo un poco, y se estremeció de nuevo, un profundo temblor convulsivo. Recordó cómo había sido cuando aparecieron las Estrellas, y su cerebro se convirtió en una canica y sus pulmones se negaron a bombear aire y su alma gritó sumida en el más profundo de los horrores.
Pero ahora las Estrellas habían desaparecido. Aquella brillante cosa dorada estaba en el cielo en su lugar.
¿Aquella brillante cosa dorada?
Onos. Ése era su nombre. Onos, el sol. El sol principal. Uno de…, uno de los seis soles. Sí. Theremon sonrió. Las cosas empezaban a regresar a él. Onos pertenecía al cielo. Las Estrellas no. El sol, el generoso sol, el buen y cálido Onos. Y Onos había regresado. En consecuencia, todo estaba bien en el mundo, aunque parte del mundo pareciera estar sumido en el fuego.
¿Seis soles? ¿Dónde estaban entonces los otros cinco?
Incluso recordaba sus nombres. Dovim, Trey, Patru, Tano, Sitha. Y Onos hacía el sexto. Veía a Onos, de acuerdo…, estaba inmediatamente encima de él, parecía llenar la mitad del cielo. ¿Qué pasaba con el resto? Se puso en pie, temblando un poco, aún medio temeroso de la ardiente cosa dorada sobre su cabeza, preguntándose si tal vez, por el hecho de ponerse en pie, no lo tocaría y se quemaría. No, no, eso no tenía sentido. Onos era bueno, Onos era compasivo. Sonrió.
Miró a su alrededor. ¿Había más soles ahí arriba?
Había uno. Muy lejano, muy pequeño. Pero éste no producía miedo…, como lo habían producido las Estrellas, como lo producía este llameante globo que ardía sobre su cabeza. No era más que un alegre punto blanco en el cielo, sólo eso. Lo bastante pequeño como para metérselo en su bolsillo, casi, si pudiera alcanzarlo.