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Trey, pensó. Ese es Trey. Así que su hermano Patru tendría que estar por alguna parte cerca…

Sí. Sí, eso era. Ahí abajo, en una esquina del cielo, justo a la izquierda de Trey. Excepto que ése es Trey, y el otro es Patru.

Bueno, se dijo, los nombres no importan. Cuál es cuál no tiene importancia. Juntos son Trey y Patru. Y el grande es Onos. Y los otros tres soles deben de estar en alguna otra parte en este momento, porque no los veo. Y mi nombre es…

Theremon.

Sí. Eso es cierto. Me llamo Theremon.

Pero hay un número también. Permaneció de pie con el ceño fruncido, pensando en ello; su código de familia, eso era, un número que había conocido toda su vida, pero, ¿cuál era? ¿Cuál… era?

762.

Sí.

Soy Theremon 762.

Y luego otro pensamiento, más complejo, siguió suavemente al anterior: soy Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro.

De alguna forma esa afirmación le hizo sentir un poco mejor, aunque estaba llena de misterios para él.

¿Ciudad de Saro? ¿El Crónica?

Casi sabía lo que significaban esas palabras. Casi. Las cantó para sí mismo. Crónica crónica crónica. Ciudad ciudad ciudad. Saro saro saro. El Crónica de Ciudad de Saro.

Quizá si camino un poco, decidió. Dio un paso vacilante, otro, otro. Sus piernas estaban rígidas todavía. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en la ladera de una colina en el campo, en alguna parte. Vio una carretera, arbustos, árboles, un lago a la izquierda. Algunos de los arbustos y árboles parecían haber sido arrancados y rotos, con ramas que colgaban en extraños ángulos o estaban tiradas en el suelo debajo de ellos, como si unos gigantes hubieran pasado recientemente por allí pisoteándolo todo.

Detrás de él había un enorme edificio rematado por una cúpula, y de un agujero en su techo brotaba humo. La parte exterior del edificio estaba ennegrecida, como si se hubieran encendido fuegos a todo su alrededor, aunque sus paredes de piedra parecían haber resistido las llamas bastante bien. Vio a unas cuantas personas tendidas dispersas en los escalones del edificio, despatarradas como muñecos tirados. Había otras tendidas entre los arbustos, y otras aún a lo largo del sendero que descendía por la colina. Algunas de ellas se movían débilmente. La mayoría no.

Miró hacia el otro lado. Vio en el horizonte las torres de una gran ciudad. Un enorme manto de humo colgaba sobre ellas, y cuando frunció los ojos imaginó que podía ver lenguas de llamas brotar de las ventanas de los edificios más altos, aunque algo racional dentro de su mente le decía que era imposible distinguir tanto detalle a una distancia tan grande. Esa ciudad tenía que hallarse a kilómetros de donde él estaba.

Ciudad de Saro, pensó de pronto.

Donde se publica el Crónica.

Donde trabajo. Donde vivo.

Y soy Theremon. Sí. Theremon 762. Del Crónica de Ciudad de Saro.

Agitó lentamente la cabeza de un lado a otro, como habría hecho algún animal herido, intentando aclarar las brumas y el torpor que la infestaban. Era enloquecedor no ser capaz de pensar adecuadamente, no ser capaz de ir con libertad de un lado para otro en el almacén de sus propios recuerdos. La brillante luz de las Estrellas cruzaba su mente como un muro, separándole de sus propios recuerdos.

Pero algunas cosas empezaban a infiltrarse. Coloreados fragmentos del pasado, afilados, brillantes con una energía maníaca, danzaban girando y girando en su cerebro. Luchó por inmovilizarlos el tiempo suficiente como para comprenderlos.

Entonces la imagen de una habitación llegó hasta él. Su habitación, llena de papeles amontonados, revistas, un par de terminales de ordenador, una caja de correo por contestar. Otra habitación: una cama. La pequeña cocina que casi nunca utilizaba. Esto, pensó, es el apartamento de Theremon 762, el conocido columnista del Crónica de Ciudad de Saro. Theremon no está en casa en este momento, damas y caballeros. En este momento Theremon está de pie frente a las ruinas del observatorio de la Universidad de Saro, intentando comprender…

Las ruinas…

El observatorio de la Universidad de Saro…

—¿Siferra? —llamó—. Siferra, ¿dónde está usted?

Ninguna respuesta. Se preguntó quién era Siferra. Alguien que conoció antes de que las ruinas se convirtieran en unas ruinas, probablemente. El nombre había surgido burbujeando de las profundidades de su trastornada mente.

Dio unos cuantos pasos inseguros más. Había un hombre tendido debajo de un arbusto, a poca distancia colina abajo. Theremon fue hacia él. Tenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente una antorcha consumida en su mano. Sus ropas estaban desgarradas.

¿Dormía? ¿O estaba muerto? Theremon lo agitó con cuidado con el pie. Sí, muerto. Era extraño, toda aquella gente muerta tendida a su alrededor. Normalmente uno no veía gente muerta por todos lados, ¿verdad? Y un coche volcado allá delante… Parecía muerto también, con su bastidor vuelto patéticamente hacia el cielo y volutas de humo brotando perezosamente de su interior.

—¿Siferra? —llamó de nuevo.

Algo terrible había ocurrido. Eso le resultaba muy claro, aunque muy poca cosa más lo era. Se acuclilló de nuevo y apretó las manos contra sus sienes. Los fragmentos de memoria al azar que habían estado revoloteando por su cabeza se movían más lentamente ahora, ya no se dedicaban a una frenética danza: habían empezado a flotar de una forma más reposada, como icebergs a la deriva en el Gran Océano del Sur. Si tan sólo pudiera conseguir que algunos de esos derivantes fragmentos se unieran…, obligarles a formar un esquema que tuviera un poco de sentido…

Revisó lo que ya había conseguido reconstruir. Su nombre. El nombre de la ciudad. Los nombres de los seis soles. El periódico. Su apartamento.

La última tarde…

Las Estrellas…

Siferra… Beenay… Sheerin… Athor… Nombres…

Bruscamente, las cosas empezaron a formar conexiones en su mente.

Los fragmentos de recuerdos de su pasado inmediato empezaron al fin a reagruparse. Pero al principio nada tuvo todavía ningún sentido real, porque cada pequeño racimo de recuerdos era algo independiente en sí mismo, y él era incapaz de ponerlos en ningún tipo de orden coherente. Cuanto más lo intentaba, más confuso se volvía todo de nuevo. Una vez comprendió eso, abandonó la idea de intentar forzar nada.

Simplemente relájate, se dijo a sí mismo. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Se dio cuenta de que había sufrido algún tipo de gran herida en su mente. Aunque no notaba hematomas, ningún bulto en la parte de atrás de su cabeza, sabía que tenía que estar herido de alguna forma. Todos sus recuerdos se habían visto cortados en un millar de fragmentos como por una espada vengativa, y los fragmentos habían sido mezclados y dispersados como las piezas de algún desconcertante rompecabezas. Pero parecía estar sanando de un momento a otro. De un momento a otro la fortaleza de su mente, la fortaleza de la entidad que era Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro, se estaba fortaleciendo, recomponiéndose.

Permanece tranquilo. Aguarda. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Efectuó una profunda inspiración, retuvo el aliento, luego lo expelió poco a poco. Inspiró de nuevo. Retén, suelta. Inspira, retén, suelta. Inspira, retén, suelta.

Vio con el ojo de su mente el interior del observatorio. Ahora recordaba. Era por la tarde. En el cielo sólo había el pequeño sol rojo…, Dovim, ése era su nombre. Aquella mujer alta: Siferra. Y el hombre gordo era Sheerin, y el joven delgado y ansioso era Beenay, y el furioso viejo con la melena patriarcal de pelo blanco era el gran y famoso astrónomo, el jefe del observatorio… ¿Ithor? ¿Uthor? Athor, sí. Athor.