Pero entonces había llegado la turba, y Sheerin supo que su principal preocupación ya no era simplemente conservar su cordura. Ahora se trataba de salvar su vida. Si deseaba sobrevivir a esta noche no tenía más elección que recomponerse y hallar un lugar seguro. Su ingenuo plan de observar el fenómeno de la Oscuridad como un distante y desapasionado científico desapareció en un momento. Dejemos que alguien distinto observe el fenómeno de la Oscuridad. Él iba a ocultarse.
Y así, de algún modo, se había abierto camino hasta el nivel del sótano, hasta aquel pequeño y alegre almacén con su pequeña y alegre luz de vela arrojando un débil pero muy reconfortante resplandor. Y cerró la puerta por dentro, y aguardó a que hubiera pasado todo.
Incluso había dormido, un poco.
Y ahora era ya la mañana. O quizá la tarde, por todo lo que sabía. Una cosa era segura: la terrible noche había pasado, y todo estaba tranquilo, al menos en las inmediaciones del observatorio. Sheerin se metió de puntillas en el pasillo, se detuvo, escuchó, empezó a subir lentamente las escaleras.
Silencio por todas partes. Charcos de sucia agua de los aspersores antiincendios. El horrible hedor de humo viejo.
Se detuvo en la escalera y retiró pensativo un hacha del armarito antiincendios clavado a la pared. Dudaba mucho de que jamás fuera capaz de usarla contra alguna cosa viva; pero podía resultar útil llevarla consigo, si las condiciones afuera eran tan anárquicas como esperaba encontrarlas.
Arriba, a la planta baja. Sheerin abrió la puerta del sótano —la misma puerta que había cerrado violentamente tras él en su frenética huida hacia abajo la tarde antes— y miró fuera.
La visión que le recibió fue horripilante.
El gran vestíbulo del observatorio estaba lleno de gente, toda tirada por el suelo, desparramada por todos lados, como si se hubiera celebrado alguna colosal orgía alcohólica a lo largo de toda la noche. Pero aquella gente no estaba ebria. Muchos de ellos yacían retorcidos en ángulos horriblemente imposibles que sólo un cadáver podía adoptar. Otros yacían de bruces, apilados como alfombras desechadas en montones de dos o tres de alto. Éstos también parecían muertos, o perdidos en la última inconsciencia de la vida. Otros más estaban a todas luces vivos, sentados, lloriqueando y gimiendo como cosas rotas.
Todo lo que antes había formado la exposición en el gran vestíbulo, los instrumentos científicos, los retratos de los grandes astrónomos primitivos, los elaborados mapas astronómicos, habían sido arrancados y quemados o simplemente arrancados y pisoteados. Sheerin pudo ver restos informes y calcinados asomándose aquí y allá entre los montones de cuerpos.
La puerta principal estaba abierta. El cálido y reconfortante brillo de la luz del sol era visible al otro lado.
Sheerin se abrió camino con cautela por entre el caos en dirección a la salida.
—¿Doctor Sheerin? —dijo de pronto una voz inesperada.
Giró en redondo y blandió el hacha tan ferozmente que estuvo a punto de echarse a reír de su propia fingida beligerancia.
—¿Quién hay ahí?
—Soy yo. Yimot.
—¿Quién?
—Yimot. Me recuerda, ¿no?
—Yimot, sí. —El alto y desgarbado joven estudiante graduado de astronomía de alguna provincia del interior. Sheerin vio ahora al muchacho, medio oculto en una especie de nicho. Su rostro estaba ennegrecido por las cenizas y el hollín, sus ropas desgarradas, y su aspecto era estremecido y abrumado, pero por lo demás parecía estar bien. De hecho, cuando avanzó lo hizo de una forma mucho menos cárnica que de costumbre, sin ninguno de sus bruscos amaneramientos, sin agitar de brazos o giros de la cabeza. El terror hace cosas extrañas a la gente, se dijo Sheerin.
—¿Has permanecido oculto aquí toda la noche?
—Intenté salir del edificio cuando llegaron las Estrellas, pero me vi aprisionado aquí dentro por la gente. ¿Ha visto a Faro, doctor Sheerin?
—¿Tu amigo? No, no he visto a nadie.
—Estuvimos juntos durante un tiempo. Pero luego, con todo esto, las cosas se volvieron tan confusas… —Yimot consiguió esbozar una extraña sonrisa—. Pensé que iban a quemar el edificio hasta los cimientos. Pero entonces los aspersores se pusieron en funcionamiento. —Señaló hacia la gente de la ciudad esparcida por todo su alrededor—. ¿Cree que están todos muertos?
—Algunos de ellos simplemente están locos. Vieron las Estrellas.
—Yo también las vi, sólo por un momento —dijo Yimot—. Sólo por un momento.
—¿Cómo son? —preguntó Sheerin.
—¿No las vio usted, doctor? ¿O es que simplemente no lo recuerda?
—Estaba en el sótano. Seguro y protegido.
Yimot inclinó su largo cuello hacia arriba, como si las Estrellas brillaran todavía en el techo del pasillo.
—Eran… abrumadoras —susurró—. Sé que eso no le dice a usted nada, pero es la única palabra que puedo usar. Las vi sólo durante un par de segundos, quizá tres, y pude sentir que mi mente giraba, pude sentir que la tapa de mis sesos empezaba a saltar, así que desvié la vista. Porque no soy muy valiente, doctor Sheerin.
—No. Yo tampoco.
—Pero me alegra haber tenido esos dos o tres segundos. Las Estrellas son algo aterrador, pero también son muy hermosas. Al menos lo son para un astrónomo. No se parecen en nada a esos estúpidos puntos de luz que Faro y yo creamos en aquel alocado experimento nuestro. Debemos estar justo en medio de un inmenso racimo de ellas, ¿sabe? Tenemos seis soles en un apretado grupo muy cerca de nosotros, algunos más cerca que otros, quiero decir, y luego, mucho más lejos, a cinco o diez años luz de distancia, o más, hay toda una gigantesca esfera de Estrellas, que son soles, miles de soles, un tremendo globo de soles que nos envuelven por completo, pero invisibles normalmente para nosotros a causa de que la luz de nuestros propios soles brilla todo el tiempo. Exactamente como dijo Beenay. Beenay es un astrónomo maravilloso, ¿sabe? Algún día será más grande que el propio doctor Athor. ¿De veras que no vio usted las Estrellas?
—Sólo el más rápido de los atisbos —dijo Sheerin, un poco tristemente—. Luego fui a ocultarme… Mira, muchacho, tenemos que salir de este lugar.
—Me gustaría intentar hallar a Faro primero.
—Si está bien, estará fuera. Si no está, no hay nada que puedas hacer por él.
—Pero si está debajo de uno de esos montones…
—No —dijo Sheerin—. No puedes estar hurgando entre toda esa gente. Todavía están aturdidos, pero si les provocas no hay forma de decir lo que pueden hacer. Lo más seguro es salir de aquí. Voy a intentar llegar al Refugio. Si eres listo, vendrás conmigo.
—Pero Faro…
—Muy bien —dijo Sheerin con un suspiro—. Busquemos a Faro. O a Beenay, o a Athor, o a Theremon, a todos los demás.
Pero fue inútil. Durante quizá diez minutos rebuscaron entre los montones de gente muerta, inconsciente y semiinconsciente del vestíbulo; pero ninguno de ellos era de la universidad. Sus rostros eran impresionantes, horriblemente distorsionados por el miedo y la locura. Algunos se agitaban cuando eran importunados, o empezaban a echar espuma por la boca y a murmurar de una forma horrible. Uno agarró el hacha de Sheerin e intentó arrebatársela, y Sheerin tuvo que utilizar el mango para apartarlo. Era imposible subir la escalera a los niveles superiores del edificio; estaba bloqueada por los cuerpos, y había yeso roto por todas partes. Lagunas de lodosa agua se habían acumulado en el suelo. El duro y penetrante olor del humo era intolerable.
—Tiene razón —dijo finalmente Yimot—. Será mejor que nos vayamos.
Sheerin abrió camino y salió a la luz del sol. Tras las horas que acababan de transcurrir, el dorado Onos era la visión más bienvenida de todo el universo, aunque el psicólogo descubrió que sus ojos no estaban acostumbrados a tanta luz después de las largas horas de Oscuridad. La sensación le golpeó con una fuerza casi tangible. Durante unos breves momentos después de salir permaneció de pie parpadeando, aguardando a que sus ojos se readaptaran. Al cabo de un tiempo fue capaz de ver, y jadeó ante lo que vio.