Sus ojos parecían amarillos a la extraña luz. Su piel parecía amarilla también. Tendió de nuevo las manos hacia ella, ansioso, una se cerró sobre su pecho, la otra se deslizó hacia abajo por su espalda en busca de la base de su espina dorsal. Inclinó la cabeza contra el hueco de su garganta y hociqueó ruidosamente, como un animal. Sus caderas se agitaron y empujaron contra ella de una forma revulsiva. Al mismo tiempo empezó a forzarla hacia atrás en dirección a una esquina de la habitación.
De pronto Siferra recordó el palo que había recogido en alguna parte durante la noche en el edificio del observatorio. Todavía lo sujetaba, colgado blandamente de su mano. Lo alzó con rapidez y estrelló la punta contra la barbilla de Balik, con fuerza. La cabeza del hombre se sacudió hacia arriba y hacia atrás, sus dientes chasquearon.
La soltó y retrocedió unos tambaleantes pasos. Sus ojos estaban muy abiertos por la sorpresa y el dolor. Su labio estaba partido allá donde se lo había mordido, y la sangre resbalaba por una comisura de su boca.
—¡Eh, puta! ¿Por qué me has pegado?
—Me tocaste.
—Malditamente cierto. ¡Te toqué! Y ya era hora de que lo hiciera. —Se frotó la mandíbula—. Escucha, Siferra, tira ese palo y deja de mirarme de este modo. Soy tu amigo. Tu aliado. El mundo se ha convertido en una jungla ahora, y sólo estamos nosotros dos. Nos necesitamos el uno al otro. No es seguro intentar ir solos ahora. No puedes permitirte correr ese riesgo.
Avanzó de nuevo hacia ella, las manos alzadas, buscándola.
Le golpeó de nuevo.
Esta vez hizo girar el palo en un arco y lo estrelló contra un lado de su rostro, conectando con hueso. Hubo el audible restallar del impacto, y Balik se tambaleó hacia un lado por la fuerza del golpe. Con la cabeza vuelta a medias, la miró absolutamente asombrado y trastabilló hacia atrás. Pero mantuvo aún el equilibrio. Siferra le golpeó una tercera vez, por encima de la oreja, haciendo girar el palo en un largo arco con todas sus fuerzas. Cuando cayó, Siferra le golpeó una vez más, en el mismo lugar, y notó que todo cedía bajo el golpe. Los ojos del hombre se cerraron y emitió un sonido extrañamente blando, como un globo hinchado soltando el aire, y se derrumbó en la esquina contra la pared, con la cabeza hacia un lado y los hombros hacia el otro.
—No vuelvas a tocarme nunca más de esa forma —dijo Siferra, pinchándole con la punta del palo. Balik no respondió. Tampoco se movió.
Balik dejó de preocuparla.
Ahora a por las tablillas, pensó, sintiéndose maravillosamente tranquila.
No. Las tablillas habían desaparecido, había dicho Balik. Robadas. Y ahora recordó: lo habían sido realmente. Habían desaparecido justo antes del eclipse. Muy bien, los mapas entonces. Todos esos espléndidos dibujos que habían hecho de la Colina de Thombo. Las paredes de piedra, las cenizas en las líneas de los cimientos. Esos antiguos incendios, exactamente iguales que el fuego que estaba asolando Ciudad de Saro en este mismo momento.
¿Dónde estaban?
Oh. Aquí. En el archivador de los mapas, donde correspondía.
Rebuscó en él, extrajo un puñado de papeles como pergamino, los enrolló, se los metió bajo el brazo. Entonces recordó al hombre caído y lo miró. Pero Balik no se había movido. Ni parecía que volviera a hacerlo nunca, tampoco.
Fuera de la oficina, escaleras abajo. Mudrin permanecía allá donde lo había visto antes, tendido inmóvil y rígido en el descansillo. Siferra lo rodeó y siguió hacia la planta baja.
Fuera ya era bien entrada la mañana. Onos trepaba firmemente en el cielo, y las Estrellas eran pálidas ahora contra su brillo. El aire parecía más fresco y claro, aunque el olor del humo era denso todavía en la brisa. Allá junto al edificio de matemáticas vio a un grupo de hombres rompiendo ventanas. Un momento más tarde la vieron y le gritaron roncas e incoherentes palabras. Un par echaron a correr hacia ella.
Le dolía el pecho allá donde Balik había apretado. No deseaba que más manos la tocaran ahora. Se volvió y echó a correr detrás del edificio de arqueología, se abrió camino por entre los arbustos en el extremo más alejado del sendero de atrás, cruzó diagonalmente un prado a la carrera, y se halló frente a un recio edificio gris que reconoció como el de Botánica. Había un pequeño jardín botánico detrás, y un vivero experimental en la colina más allá, al borde del bosque que rodeaba el campus.
Siferra miró hacia atrás y creyó ver a los hombres que aún la perseguían, aunque no podía estar segura. Corrió más allá de Botánica y saltó con facilidad la baja verja en torno al jardín botánico.
Un hombre que manejaba una máquina de segar la saludó con la mano. Llevaba el uniforme verde oliva de los jardineros de la universidad; y estaba segando metódicamente los arbustos, abriendo un amplio sendero de destrucción a un lado y a otro en el centro del jardín. Reía quedamente para sí mismo mientras trabajaba.
Siferra lo rodeó. Desde allí era una corta carrera hasta el vivero. ¿Todavía la estaban siguiendo? No deseaba tomarse el tiempo de mirar a sus espaldas. Sólo correr, correr, correr, ésa era la mejor idea. Sus largas y poderosas piernas la llevaron con facilidad entre las hileras de cuidadosamente plantados árboles. Avanzaba a zancadas regulares. Era bueno correr así. Correr. Correr.
Entonces llegó a una zona más silvestre del vivero, toda zarzas y espinas, todo fuertemente entrelazado. Siferra se hundió en ella sin vacilar, segura de que nadie iba a ir tras ella allí. Las ramas arañaron su rostro, rasgaron sus ropas. Mientras se abría camino por un denso grupo de vegetación perdió su presa sobre el rollo de mapas, y emergió al otro lado sin ellos.
Que se queden aquí, pensó. De todos modos ya no significan nada.
Pero ahora tenía que descansar. Jadeante, agotada, cruzó un pequeño arroyo en el extremo del vivero y se dejó caer sobre una extensión de frío musgo verde. Nadie la había seguido. Estaba sola.
Alzó la vista más allá de las copas de los árboles. La dorada luz de Onos inundaba el cielo. Las Estrellas ya no se veían por ninguna parte. La noche había terminado al fin, y la pesadilla también.
No, pensó. La pesadilla sólo acababa de empezar.
Oleadas de shock y náusea la atravesaron. El extraño aturdimiento que se había apoderado de su mente a lo largo de toda la noche empezaba a desaparecer. Al cabo de horas de disociación mental, empezaba a comprender de nuevo los esquemas de las cosas, juntar un acontecimiento más otro más otro y comprender su significado. Pensó en el campus en ruinas, y en las llamas que se elevaban por encima de la distante ciudad. En los locos que vagaban por todas partes, en el caos, en la devastación.
Balik. La fea sonrisa en su rostro cuando intentaba manosearla. Y la expresión de desconcierto cuando ella le golpeó.
Hoy he matado a un hombre, pensó Siferra, entre el asombro y el desánimo. Yo. ¿Cómo puedo haber hecho una cosa así?
Empezó a temblar. El horrible recuerdo marchitó su mente: el sonido que había hecho el palo cuando le golpeó, la forma en que Balik trastabilló hacia atrás, los otros golpes, la sangre, el retorcido ángulo de su cabeza. El hombre con el cual había trabajado durante año y medio, cavando pacientemente en las ruinas de Beklimot, caído como un animal en el matadero bajo sus mortíferos golpes. Y su absoluta calma mientras permanecía de pie sobre él después…, su satisfacción por el hecho de haber impedido que la siguiera molestando. Ésa era quizá la parte más horrible de todo.
Entonces Siferra se dijo que el hombre al que había matado no era Balik, sino sólo un loco que se había alojado dentro del cuerpo de Balik, con los ojos salvajes y la boca babeante mientras tendía sus garras hacia ella y la manoseaba. Como tampoco ella había sido realmente Siferra cuando dejó caer aquel palo, sino una Siferra fantasma, una Siferra onírica, caminando sonámbula por entre los horrores del amanecer.