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El hombre alto que había intentado registrar a Theremon en el claro había asomado la cabeza por las cortinas del pequeño refugio de Beenay.

—Acaba de llegar un mensajero, profesor. Trajo algunas noticias de la ciudad, por mediación de la Provincia Imperial. No podemos sacarles mucho sentido.

—Déjame ver —dijo Beenay; adelantó la mano y tomó la hoja de papel doblada que el otro le tendía. Luego, a Theremon—: Los mensajeros van todo el tiempo arriba y abajo entre las distintas nuevas provincias. La Imperial se halla al Norte y al Este de la autopista, y se extiende hasta la propia ciudad. La mayoría de esos Registradores no son demasiado buenos en la lectura. Su exposición a las Estrellas parece que ha dañado sus centros verbales o algo así.

Beenay guardó silencio mientras leía el mensaje. Frunció el ceño, su mirada se ensombreció, curvó los labios en una mueca y murmuró algo acerca de la ortografía de la escritura a mano post Anochecer. Luego, al cabo de un momento, su expresión se ensombreció aún más.

—¡Buen Dios! —exclamó—. De todas las podridas, miserables, terribles…

Su mano temblaba. Alzó la vista hacia Theremon, con los ojos muy abiertos.

—¡Beenay! ¿Qué ocurre?

Sombrío, Beenay dijo:

—Los Apóstoles de la Llama vienen en esa dirección. Han reunido un ejército y tienen intención de avanzar hasta Amgando, eliminando a su paso todos los nuevos pequeños gobiernos provinciales que han ido surgiendo a lo largo de la autopista. Y, cuando lleguen a Amgando, tienen intención de aplastar cualquier cuerpo gubernamental reconstituido que haya tomado forma allá abajo y proclamarse la única fuerza gobernante legalmente autorizada en toda la república.

Theremon sintió que los dedos de Siferra se hundían en su brazo. Se volvió para mirarla y vio el horror en su rostro. Sabía que su propio aspecto no debía de ser muy distinto.

—Vienen… hacia… aquí —dijo lentamente—. Un ejército de Apóstoles.

—Theremon, Sheerin…, tenéis que marcharas de aquí —dijo Beenay—. De inmediato. Si todavía estáis aquí cuando lleguen los Apóstoles, todo estará perdido.

—¿A Amgando, quieres decir? —preguntó Theremon.

—Exacto. Sin perder un minuto. Toda la comunidad universitaria que se hallaba en el Refugio está ahora ahí, y gente de otras universidades, gente erudita de toda la república. Tú y Siferra tenéis que advertirles de que deben dispersarse, rápido. Si se hallan aún en Amgando cuando lleguen los Apóstoles, Mondior conseguirá aplastar de un solo manotazo todo el núcleo de cualquier futuro Gobierno legítimo que este país pueda llegar a tener. Incluso puede ordenar la ejecución en masa de toda la gente universitaria… Mira, os proporcionaré pasaportes para que podáis cruzar sin problemas al menos las siguientes estaciones de Registro. Pero cuando os halléis más allá de nuestra autoridad tendréis que someteros al Registro y dejar que os cojan todo lo que quieran, y luego seguir vuestro camino hacia el Sur. No podéis permitiros el ser distraídos por cosas secundarias como resistiros a los Registros. El grupo de Amgando tiene que ser advertido, Theremon.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Vas a quedarte simplemente aquí?

Beenay pareció desconcertado.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Bueno, cuando los Apóstoles lleguen…

—Cuando los Apóstoles lleguen, harán lo que quieran conmigo. ¿Acaso sugieres que deje a Raissta detrás y corra a Amgando con vosotros?

—Bueno…, no…

—Entonces no tengo otra elección. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Me quedaré aquí, con Raissta.

Theremon se dio cuenta de que empezaba a dolerle la cabeza. Apretó las manos contra sus ojos.

—No hay otra forma, Theremon —dijo Siferra.

—Lo sé. Lo sé. Pero, de todos modos, pensar en Mondior y su gente haciendo prisionero a un hombre tan valioso como Beenay…, incluso quizás ejecutándole…

Beenay sonrió y apoyó por un momento su mano en el antebrazo de Theremon.

—¿Quién sabe? Quizá Mondior desee conservar a un par de profesores a su alrededor como animalillos de compañía. De todos modos, lo que me ocurra a mí carece de importancia ahora. Mi lugar está con Raissta. Vuestro lugar está en la autopista…, en dirección a Amgando, tan rápido como podáis. Venid: comed un poco, y os proporcionaré algunos documentos de aspecto oficial. Luego seguid vuestro camino. —Hizo una pausa—. Toma esto. Lo necesitarás también. —Sirvió el resto del brandy, apenas unas gotas, en el vaso vacío de Theremon—. Salud —dijo.

41

En el límite entre las provincias de la Restauración y de los Seis Soles no tuvieron ningún problema para pasar el Registro. Un agente de fronteras que parecía como si hubiera sido un contable o un abogado en el mundo que ya no existía echó simplemente una mirada al pasaporte que Beenay les había redactado, asintió con la cabeza cuando vio la florida inscripción «Beenay 25» al pie, y les hizo seña de que pasaran.

Dos días más tarde, cuando cruzaron de la provincia de los Seis Soles a la de la Tierra de Dios, la cosa no fue tan sencilla. Allá la patrulla de la frontera parecía una pandilla de degolladores, que simplemente hicieron que Theremon y Siferra se echaran a un lado del tramo elevado de la autopista sin siquiera mirar sus papeles. Hubo un largo e inquietante momento mientras Theremon permanecía de pie allí, agitando ante él el pasaporte como alguna especie de varita mágica. Al cabo de un momento la magia pareció funcionar, más o menos.

—¿Eso es un salvoconducto? —preguntó el degollador jefe.

—Un pasaporte, sí. Exención de Registro.

—¿De quién?

—Beenay 25, jefe administrador del Registro de la provincia de la Restauración. Es dos provincias más arriba.

—Sé dónde está la provincia de la Restauración. Léemelo.

—«A quien pueda interesar: Esto es para constatar que los portadores de este documento, Theremon 762 y Siferra 89, son emisarios adecuadamente acreditados de la Patrulla Contra el Fuego de Ciudad de Saro, y están autorizados a…»

—¿La Patrulla Contra el Fuego? ¿Qué es eso?

—La pandilla de Altinol —murmuró otro de los degolladores.

—Ah. —El jefe señaló con la cabeza las pistolas de aguja que Theremon y Siferra llevaban a plena vista en sus caderas—. ¿Así que Altinol desea que se os deje circular por los dominios de otra gente llevando armas que podrían provocar el fuego en todo el distrito?

—Cumplimos una misión urgente cuyo destino final es el parque nacional de Amgando —dijo Siferra—. Es vital que lleguemos allí sanos y salvos. —Se llevó la mano al pañuelo verde en el cuello—. ¿Sabe lo que significa esto? Lo que hacemos es impedir que se inicien los fuegos, no provocarlos. Y si no llegamos a Amgando a tiempo, los Apóstoles de la Llama aparecerán por esta autopista y destruirán todo lo que ustedes están intentando crear.

Aquello no tenía mucho sentido, pensó Theremon. Ir a Amgando, muy al Sur, no iba a salvar de los Apóstoles a las pequeñas repúblicas del extremo norte de la autopista. Pero Siferra había puesto la nota justa de convicción y pasión en sus palabras para conseguir que todo sonara muy significativo, de una manera un tanto confusa.

La respuesta fue silencio, por un momento, mientras el patrullero de la frontera intentaba imaginar de qué le estaban hablando. Luego exhibió un irritado fruncimiento de ceño y una perpleja mirada. Y después, de pronto, casi impetuosamente: