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—Está bien. Seguid adelante. Largaos de inmediato de aquí, y no os pongáis de nuevo ante mi vista dentro de la provincia de los Seis Soles o lo lamentaréis. ¡Apóstoles! ¡Amgando!

—Muchas gracias —dijo Theremon, con una educación que casi bordeaba el sarcasmo y que hizo que Siferra le sujetara por el brazo y tirara de él rápidamente lejos del punto de control antes de verse metidos en auténticos problemas.

Pudieron avanzar con rapidez por aquel tramo de la autopista, cubriendo una veintena de kilómetros o más por día, a veces incluso una cantidad superior. Los ciudadanos de las provincias que se hacían llamar de los Seis Soles y de la Tierra de Dios y de la Luz del Día estaban intensamente dedicados a su trabajo de limpiar los restos que cubrían la Gran Autopista del Sur desde el Anochecer. A intervalos regulares se alzaban barricadas de restos —nadie iba a circular de nuevo por la Gran Autopista del Sur conduciendo un coche en mucho, mucho tiempo, pensó Theremon—, pero entre los puntos de control era posible viajar ahora a buen ritmo, sin tener que arrastrarse y trepar por montones de horrible chatarra y cuerpos humanos.

Y los cadáveres eran retirados de la autopista y enterrados también. Poco a poco, las cosas estaban empezando a parecer casi civilizadas de nuevo. Pero no normales. Ni siquiera remotamente normales.

Se veían pocos incendios arder en el interior a los lados de la autopista, pero los pueblos completamente arrasados por el fuego eran visibles a lo largo de todo el camino. Se habían instalado campos de refugiados cada par de kilómetros o así y, mientras caminaban enérgicamente por la calzada elevada, Theremon y Siferra podían mirar hacia abajo y ver a la triste y desconcertada gente de los campamentos moverse con lentitud y sin ningún propósito por ellos como si todos hubieran envejecido cincuenta años en aquella sola y terrible noche.

Las nuevas provincias, se dio cuenta Theremon, eran simplemente hileras de esos campamentos unidos entre sí por la línea recta de la Gran Autopista del Sur. En cada distrito habían emergido los hombres fuertes locales que habían sido capaces de reunir a su alrededor un pequeño dominio, un miserable reino que cubría diez o quince kilómetros de autopista y se extendía quizás un par de kilómetros a ambos lados de la calzada. Lo que se extendía más allá de los límites oriental y occidental de las nuevas provincias era dejado a la imaginación de cada cual. No parecía existir ningún tipo de comunicaciones de radio o televisión.

—¿No había preparado ningún tipo de planes de emergencia? —preguntó Theremon, hablándole más al aire que a Siferra.

Pero fue Siferra quien respondió.

—Lo que predecía Athor era demasiado fantástico para que el Gobierno se lo tomara en serio. Y sería hacerle el juego a Mondior admitir que podía llegar a producirse algo parecido al colapso de la civilización en tan sólo un corto período de Oscuridad, en especial un período de Oscuridad que podía ser predicho de una forma tan específica.

—Pero el eclipse…

—Sí, quizás algunos altos cargos fueron capaces de contemplar los diagramas y creer realmente que iba a producirse un eclipse. Y que como resultado de él habría un período de Oscuridad. Pero, ¿cómo podían anticipar las Estrellas? Las Estrellas no eran más que la fantasía de los Apóstoles de la Llama, ¿recuerdas? Aunque el Gobierno supiera que iba a producirse algo como las Estrellas, nadie podía predecir el impacto que iban a tener.

—Sheerin sí pudo —indicó Theremon.

—Ni siquiera Sheerin. Él no tenía tampoco ningún indicio. La especialidad de Sheerin era la Oscuridad…, no la repentina e impensable luz que llenó de pronto todo el cielo.

—De todos modos —insistió Theremon—, contemplar toda esta devastación a tu alrededor, todo este caos… Uno siente deseos de pensar que era algo innecesario, que de algún modo hubiera podido ser evitado.

—Sin embargo, no fue evitado.

—Mejor que lo sea, la próxima vez.

Siferra se echó a reír.

—La próxima vez será dentro de dos mil cuarenta y nueve años. Espero que podamos dejar a nuestros descendientes algún tipo de advertencia que parezca más plausible para ellos que el Libro de las Revelaciones nos lo pareció a la mayoría de nosotros.

Se volvió y miró aprensivamente, por encima del hombro, a la larga extensión de autopista que habían cubierto en los últimos días de intensa marcha.

Theremon dijo:

—¿Temes ver a los Apóstoles avanzar a la carga contra nosotros a nuestras espaldas?

—¿Acaso tú no? Estamos aún a cientos de kilómetros de Amgando, incluso al ritmo al que estamos yendo últimamente. ¿Qué ocurrirá si nos alcanzan, Theremon?

—No lo harán. Todo un ejército no puede avanzar con la misma rapidez que un par de personas sanas y decididas. Sus medios de transporte no son mejores que los nuestros…, un par de pies por soldado, punto. Y hay todo tipo de consideraciones logísticas que los frenarán.

—Eso supongo.

—Además, ese mensaje decía que los Apóstoles estaban planeando pararse en cada nueva provincia a lo largo del camino para establecer su autoridad. Va a tomarles mucho tiempo anular todos esos pequeños, mezquinos y testarudos reinos. Si no nos encontramos con alguna complicación inesperada, estaremos en Amgando con semanas de anticipación a ellos.

—¿Qué crees que les ocurrirá a Beenay y Raissta? —preguntó Siferra al cabo de un silencio.

—Beenay es un chico listo. Supongo que ideará alguna forma de hacerse útil a Mondior.

—¿Y si no puede?

—Siferra, ¿necesitamos realmente quemar nuestras energías preocupándonos sobre horribles posibilidades respecto a las cuales no podemos hacer ninguna maldita cosa?

—Lo siento —dijo ella secamente—. No me había dado cuenta de que fueras tan susceptible.

—Siferra…

—Olvídalo —dijo ella—. Quizá sea yo la susceptible.

—Todo va a ir bien —dijo Theremon—. Beenay y Raissta no sufrirán ningún daño. Llegaremos a Amgando con tiempo más que suficiente para dar la alarma, Los Apóstoles de la Llama no van a conquistar el mundo.

—Y todo esos cadáveres se levantarán también de entre los muertos. Oh, Theremon, Theremon… —Su voz se quebró.

—Lo sé.

—¿Qué vamos a hacer?

—Caminar aprisa, eso es lo que vamos a hacer. Y no miraremos.

—No. De nada en absoluto —admitió Siferra. Y sonrió, y tomó su mano. Y siguieron caminando en silencio.

Era sorprendente, pensó Theremon, lo rápido que iban, ahora que habían cogido el ritmo. Los primeros días, apenas salir de Ciudad de Saro e iniciar su camino por la parte superior de la autopista llena de restos, el avance había sido lento y sus cuerpos habían protestado amargamente contra los esfuerzos que se les imponían. Pero ahora avanzaban como dos máquinas, perfectamente sintonizadas a su tarea. Las piernas de Siferra eran casi tan largas como las de él, y caminaban lado a lado, con sus músculos actuando eficientemente, sus corazones bombeando con firmeza, sus pulmones expandiéndose y contrayéndose a un ritmo seguro. Paso paso paso. Paso paso paso. Paso paso paso…

Todavía quedaban cientos de kilómetros por recorrer, seguro. Pero no les tomaría demasiado tiempo, no a ese paso.

Otro mes, quizá. Tal vez incluso menos. La calzada estaba casi completamente despejada, allá abajo en las regiones rurales, más allá de los límites de la ciudad. Nunca había habido tanto tráfico aquí como en la parte Norte, y parecía como si muchos de los conductores hubieran sido capaces de salirse sanos y salvos de la autopista mientras las Estrellas brillaban, puesto que corrían menos peligro de ser golpeados por los coches de otros conductores que hubieran perdido el control.