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La ventana del dormitorio es un amplio mirador, que afortunadamente queda oculto detrás de las frondosas ramas de un roble cercano. Las cortinas, aunque corridas, se han separado ligeramente, y es a través de esa abertura por donde conseguiré las mejores fotos. Un rápido vistazo…

El señor Ohmsmeyer, respetado contable y padre de tres hermosos Iguanodon, se ha quitado completamente su disfraz humano. La cola está extendida en posición de apareamiento, tiene las garras contraídas por razones de seguridad, y un juego completo de dientes afilados como cuchillas de afeitar prueba el aire saturado de feromonas. El señor Ohmsmeyer está colocado encima de su amante, un ejemplar de Ornithomimus de proporciones normales: un buen saco de huevos, finas patas delanteras, pico redondeado y cola apropiada. No veo nada extraordinario en ese dormitorio; no alcanzo a entender qué clase de urgencia es la que incita al señor Ohmsmeyer a romper sus sagrados votos matrimoniales, pero quizá resulta difícil para un solterón veterano llegar a comprender las pasiones que consumen a los hombres casados. Sin embargo, no tengo que entender nada; simplemente debo tomar fotografías.

El obturador no es tan silencioso como a mí me gustaría, pero con todo el ruido que comenzarán a hacer esos dos dentro de un minuto, pasará desapercibido. Empiezo a disparar, ansioso por sacar la mayor cantidad de fotografías posible. La señora Ohmsmeyer ha accedido a pagar el coste de las películas y los revelados que sean necesarios para el buen fin de mi investigación, y si tengo suerte, no se dará cuenta de que también costeará la factura de algunas fotos que tomé el año pasado durante la excursión de pesca a Beaver Creek.

Se establece un ritmo regular: uno, dos, empujar; pausa, pausa, pausa; cuatro, cinco, retroceder; pausa, pausa; repetir.

El señor Ohmsmeyer tiene una forma intensa y brusca de copular (estilo meter-el-gol-desde-cualquier-posición), que estoy acostumbrado a ver en los adúlteros. En el proceso hay una clara urgencia y tal vez incluso un poco de ira en el movimiento de las caderas. Su flanco marrón y escamado se frota sin ninguna delicadeza contra la verde Ornithomimus, y la frágil cama con dosel cruje y se mece con cada embestida de] señor Ohmsmeyer.

Ellos continúan. Yo continúo. Clic, clic, clic. Este juego de fotografías representará lo que espero que sea el final de una investigación de dos semanas que no ha sido especialmente sencilla ni interesante. Cuando la señora Ohmsmeyer acudió a mi despacho hace quince días y me explicó la situación, yo pensé que se trataría del típico caso de cuernos, jodidamente aburrido pero que en tres días estaría resuelto; de ese modo, tal ve/, podría mantener a raya a mis acreedores durante una semana. Y considerando que era la primera mujer que atravesaba la puerta de mi despacho desde la rectificación del Consejo, acepté el trabajo antes de que dijera la última palabra. Lo que la señora Ohmsmeyer no me dijo, y lo que descubrí muy pronto, fue que el señor Ohmsmeyer presentaba una seria complicación, ya que, de alguna manera, había logrado tener acceso a una notable cantidad de disfraces humanos y no mostraba ningún pudor en cambiárselos con frecuencia. En determinadas situaciones, naturalmente, los disfraces de repuesto están permitidos, pero sólo cuando la orden procede de la fuente adecuada y se dispone de un número de identificación personal correcto. Pero teniendo en cuenta la cantidad de dinosaurios que cambian su identidad cuando les sale de las narices, en estos días resulta extremadamente fácil falsificarla. Es una clara violación de las normas del Consejo -de eso no hay duda alguna-, pero soy la última persona que presentaría cargos contra el señor Ohmsmeyer ante esa jodida organización.

Así pues, podía limitarme a vigilar la casa, instalar mi trasero en el coche y observar como un halcón; sin embargo, ¿quién podía saber dónde desarrollaría luego sus actos amorosos ese lío lujurioso? En una ocasión le seguí la pista a uno a quien le gustaba follar en las vigas maestras que hay debajo de los puentes, y a otro que sólo lo hacía en los lavabos del Hogar Internacional de las Tortillas. De este modo, si bien la vigilancia era una opción a tener en cuenta -y finalmente he acabado en el hogar familiar-, aún quedaba el problema de no perder de vista al señor Ohmsmeyer. Pero una vez que decidí meter mi nariz -mi principal fuente instintiva-, todo encajó perfectamente en su lugar.

El señor Ohmsmeyer exudaba un olor antiséptico, casi granulado, con un toque de lavanda en)os bordes; muy propio de un contable. También era intenso; podía olerlo a ciento cincuenta metros. Así, la siguiente vez que trató de practicar el cambio de imagen, las cosas sucedieron de este modo: entró en un restaurante vestido como el señor Ohmsmeyer y salió dos horas más tarde disfrazado de una anciana dama asiática con un andador. Pero daba igual, ya que dejó detrás de él grandes nubes de feromonas que flotaban como un rastro de migajas, y yo seguí ese sendero olfativo mientras el señor Ohmsmeyer llevaba a su muñeca a esta calle, esta casa y esta ventana del dormitorio. Se trataba de un movimiento realmente arriesgado, puesto que había convenido una cita clandestina en el mismísimo hogar familiar. No obstante, la señora Ohmsmeyer y los niños pasan el fin de semana en casa de una hermana en Bakersfield, de modo que el señor Ohmsmeyer está a salvo de un inoportuno descubrimiento por parte de su esposa legítima.

Ya he tirado tres rollos de película y casi es la hora de cerrar la tienda. Justo a tiempo también, puesto que el señor Ohmsmeyer está a punto de dar por terminados sus juegos y la diversión. Puedo deducirlo por los gruñidos que salen del dormitorio, cada vez más intensos, profundos y estridentes. El sonido reverbera por toda la casa y hace vibrar los cristales de la ventana. Los dos dinosaurios entrelazados se flexionan ante mis ojos, y el ritmo se intensifica mientras la Ornithomimus comienza a aullar, con los labios tensos, impulsando el cuerpo hacia arriba. Ciñe las patas con fuerza alrededor de la cola de su amante, ese pellejo de papel de lija teñido de sangre, que cambia de verde a púrpura y alcanza un caoba intenso barnizado con una capa de sudor. El señor Ohmsmeyer jadea con fuerza; la lengua lame el aire, el vapor que escapa de su lomo arrugado, mientras gira la cabeza hacia un lado, con la boca por completo abierta y comienza la última ascensión, preparándose para consumar totalmente su lujuria… Oigo un ruido a mis espaldas; metálico, chirriante. Conozco ese ruido. Conozco ese sonido metálico. Conozco ese tañido de metal contra metal, y no me gusta nada. Olvidando mi anterior falta de coordinación, me pongo de pie y me precipito contra el grupo de setos más cercano -a la mierda Ohmsmeyer, a la mierda el trabajo-, y las ramas se quiebran mientras caigo sobre ellas, como un aventurero enloquecido que avanza a machetazos a través de la maleza. Giro como una peonza y estoy a punto de perder el equilibrio mientras me dirijo hacia el frente de la casa. Me paro en seco a medio camino entre un gnomo de jardín y el espectáculo más aterrador que estos ojos han contemplado jamás. Alguien está remolcando mi coche con una grúa. -¡Eh! -grito-. ¡Eh, usted! ¡Sí, usted! El pequeño y regordete conductor de la grúa alza la vista; tiene la cabeza aparentemente separada del cuello, y enarca una ceja gruesa y velluda. Puedo oler su aroma desde veinte metros de distancia: verduras fermentadas y alcohol etílico, una mezcla potente que casi hace que se me salten las lágrimas. Demasiado pequeño para ser un Triceratops, de modo que debe tratarse de un Compsognathus, un detalle que convertirá la conversación en una situación realmente frustrante.

– ¿Yo? ¿Yo? -pregunta con voz chillona, y sus palabras tienen el mismo efecto de dos cristales frotados en mis oídos. -Sí, usted. Ése es mi coche. Esto…, esto que hay aquí… es mío.

– ¿Este coche?