Выбрать главу

La puerta está cerrada con llave y una rápida lectura de las medidas de seguridad de la clínica me confirma que, esta vez, el recurso de la tarjeta de crédito no me servirá de nada. Una irrupción directa también está descartada, aunque en algunos aspectos sería mejor para todos los interesados si yo simplemente pudiese golpear la puerta de la clínica, anunciar mi presencia a quienquiera que me atendiera y preguntar si les molestaría mucho que yo me uniese a su reunión privada. Tal vez tomaría algunas notas, grabaría algunas conversaciones; sólo para la posteridad. Lamentablemente, tengo serias dudas de que pueda conseguir mis propósitos si utilizo esa táctica.

Las planchas de aluminio que sirven como puertas están aseguradas con candados y, aunque podría inutilizarlos en menos tiempo del que tarda un colibrí en estornudar, abrir esas monstruosidades metálicas no haría más que anunciar mi presencia con bombos y platillos. Es hora de buscar una entrada por la parte trasera del edificio. Me deslizo por el lateral de la clínica.

Pero ahora, en la cacería, todo cambia.

Es medianoche, y algo no funciona. Todo se ha intensificado: el olor de la podredumbre, la consistencia áspera de los muros de hormigón de la clínica. La noche se ha vuelto más oscura, los grafitos más obscenos, y puedo sentir una intensa picazón metálica en el fondo de la garganta. Siempre utilizo mis instintos, la base primordial de mi conocimiento, para guiar mis acciones sea cual sea la situación. Esa base primordial me está diciendo que eche a correr, que me largue ahora mismo de este lugar.

Avanzo de prisa.

En cualquier ciudad hay ruidos: los siseos de los sin hogar, los gritos lastimeros de los animales perdidos, los gemidos de la brisa que sopla a través de los cañones de hormigón. Pero ahora escucho sonidos ligeros y apagados, el zumbido producido por unos labios, el chasquido de la lengua contra los dientes. Estoy escuchando susurros y voces, y no sé cuánto de todo esto es real y cuánto es producto de mi imaginación, y no sé por qué me he vuelto tan aprensivo en cuestión de minutos, tanto que hasta me sobresalta el más leve soplo de brisa en la nuca.

Entonces llega hasta mí…

En algún lugar próximo, alguien está haciendo una barbacoa. Resulta un extraño vecindario para una comida familiar en el patio trasero, y un extraño momento de la noche también. Pero puedo oler… el carbón, el combustible del mechero, los jugos grasosos alimentando el fuego, arrancándole llamas, elevándolas hacia nuevas alturas. Y también hay algo más, algo… que no corresponde; algo en los márgenes de mi percepción que entra en juego, acelera el proceso, maniobra para colocarse en la primera fila de la parrilla de salida.

Plástico, que desprende un olor dulce y nauseabundo al quemarse.

Me agacho.

Una cola llena de púas choca contra la pared encima de mi cabeza. Pequeños trozos de hormigón salen disparados como metralla y retrocedo a trompicones en la oscuridad. ¡Qué diablos…!

El brazo izquierdo…, fuego…, un relámpago de dolor que se extiende por el hombro…, una respiración intermitente; no es la mía, pero está muy cerca… Me vuelvo y me aparto de un salto. Tengo el hombro hecho polvo, y los instintos a flor de piel.

Olor a agua azucarada mezclado con ese plástico ardiente, azúcar en el aire, y es sangre lo que huelo -mía, mía, toda mía-, corriendo por mi brazo mientras me apoyo en el muro. Hay algo aquí conmigo, algo que está al acecho. Mi disfraz se ha desgarrado, y el látex se ha convertido en jirones.

Un bufido…, un rugido… Me preparo para el ataque… En la boca de lobo de este callejón puedo distinguir la cola cubierta de púas brillantes…, las garras como cuchillas de afeitar…, los dientes, cientos de ellos llenando una boca increíblemente grande, increíblemente profunda. Dos metros, tres metros de altura, más alto que cualquier dinosaurio que haya aparecido en el último millón de años. No es un estegosaurio, no es un velocirraptor, no es un Tyrannosaurus rex y no es un Dtplodocus. No pertenece a ninguna de las dieciséis especies de dinosaurios cuyos ancestros sobrevivieron al Diluvio Universal y evolucionaron hasta convertirse en nuestra especie en algún momento durante los últimos sesenta y cinco millones de años.

Pero me está pateando el culo.

Con el chirrido de un tren que clava los frenos, la criatura embiste; la carne firme y las afiladas púas se lanzan contra mi cuerpo. Sombras, contornos, se desplazan en la oscuridad, y me arriesgo. Salto hacia mi derecha. Perfecto. La cosa con la que lucho, de la que huyo, choca contra el muro de la clínica, y me llega un agradable sonido de huesos contra la superficie de hormigón.

Tengo que repeler el ataque, defenderme; poner al descubierto mis armas, liberarlas. Tengo que desplegarlo todo.

Con un dolor lacerante en el hombro, me despojo del disfraz tirando de él; mantengo las fajas ceñidas para evitar percances como el sufrido en el club Evolución. Lucho con la serie de grapas G; arranco los botones y destruyo las cremalleras. No hay tiempo para proteger el papel de embalar. Mi cola se descubre súbitamente; es una amplia rebanada de músculo cubierta por una gruesa capa de pellejo verde. Aunque carece de púas, es excelente para brincar, correr, defenderse y contestar a los ataques.

Ese olor -a plástico quemado, a desechos industriales, a creación abandonada- se vuelve más intenso. Ira y frustración manan de los poros de mí oponente mientras él/ella/eso se alza en toda su estatura y me desafía con un espantoso rugido.

Luchar o escapar; luchar o escapar. La adrenalina es la droga de la elección.

La serie G desaparece. Cola fuera, piernas descubiertas.

Serie E fuera. Mis garras retráctiles, antes doloridas en su encierro, salen disparadas de sus aberturas, y se curvan hacia abajo y a través de mis manos como cuchillos de obsidiana que brillan a la luz de la luna.

Series P-l y P-2 descartadas. Con un aullido que sumiría a los pequeños pueblos en paroxismos de pánico, me arranco la máscara, desgarrando la goma que cubre mi cabeza. Los huesos, ablandados, se acomodan en su lugar, mientras el morro, constreñido durante tanto tiempo debajo de sus límites de poliestireno, se coloca en posición.

La serie de grapas M continúa fija. Con un violento salivazo vomito el caballete de la nariz, mis fundas, mi boca, que caen sobre el suelo sucio. Hacía tres meses que no descubría mi verdadera dentadura, esas cincuenta y ocho jeringuillas afiladas, y es muy agradable lanzar dentelladas al aire, partirlo por la mitad con un vicioso mordisco.

La cosa vacila. Lanzo un rugido de satisfacción. ¡Venga, grandullón! ¡Venga!

El pensamiento está embotado y sólo me guían instintos primitivos.

El plástico aún está ardiente, y crecen y crecen oleadas de furia y confusión…

Una mirada, una husmeada…

Rugiendo. Esperando. Retumbando. Esperando.

Moverse es perder. Moverse es morir.

Una finta…, hacia la izquierda… Grito, rujo… Mis garras se proyectan hacia adelante. Buscan la carne, apuntan hacia los músculos, los tendones, los huesos… Las piernas golpean el asfalto tratando de encontrar un punto de apoyo… Corrientes rojas fluyen a borbotones. No siento nada. La boca trabaja, las mandíbulas se cierran, muerden el aire, avanzan lentamente hacia una garganta…

El olor a sangre y el olor a azúcar impregnan el aire, pero no siento dolor, no siento miedo; sólo está la cosa, ese revoltijo, con una cola, y garras, y dientes que no coinciden, que no pueden coincidir.