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No obstante, se permiten pequeños cambios, argucias individuales que el usuario final puede añadir o quitar del disfraz en función de su estado de ánimo. El disfraz que me estoy poniendo en este momento sobre mi cuerpo herido y magullado, por ejemplo, es una reproducción exacta de mi vestimenta habitual, salvo por un detalle: este disfraz lleva bigote.

Es un agradable y pequeño trozo de vello facial, un fino mechón de pelo que proclama mi machismo sin exagerarlo. Lo compré en la Corporación Nanjutsu -Accesorio para Disfraz 408, Bigote David Niven n." 3, 26,95 dólares- y lo incorporé de inmediato a mi disfraz de repuesto tan pronto como el camión de reparto de la UPS se hubo marchado. Me sentía como un niño con zapatos nuevos y quería probar mi nuevo juguete lo antes posible. Ponérmelo y comprobar cómo caían las nenas una a una; al menos, eso era lo que decía la publicidad.

Lamentablemente, como Ernie tenía la desagradable costumbre de echarse a reír como si se hubiese pasado todo el santo día aspirando éter cada vez que miraba el disfraz con el bigote, dejé de usarlo después de dos días de vergüenza permanente. Pero lo he conservado como disfraz de repuesto (nunca-se-sabe-lo-que-puede-pasar), y me alegra tenerlo conmigo en este momento. Me pongo una de las camisas que aún me quedan y unos pantalones, y lamento la pérdida del sombrero y la gabardina, prendas que dejé abandonadas estúpidamente durante mi frenética fuga.

Bajo del terrado por una escalera de incendios y, como no tengo ninguna intención de perder otra hora tratando de conseguir un taxi, me ¡leva apenas unos minutos encontrar la cabina telefónica más próxima. Está hecha polvo. Camino una manzana y encuentro otra, que también está fuera de servicio. ¿Así que éste es el juego, Nueva York? Finalmente doy con una cabina telefónica con el aparato en buen estado, le facilito las señas -el nombre de la calle, por fin, y aparentemente he acabado en el Bronx- a la primera compañía de taxis que puedo encontrar en el ejemplar de Páginas Amarillas diezmado que hay en la cabina, y espero a que llegue el coche para que me saque de aquí. Es aproximadamente la una de la mañana y ha pasado casi una hora desde que cola claveteada ha estado a punto de decapitarme. Sólo me cabe la esperanza de que el taxi llegue pronto. Estoy agotado.

Treinta minutos más tarde entro tambaleándome en el hotel Plaza con la bolsa de viaje de víctima de guerra plegada sobre mi cuerpo y me dirijo haciendo eses hasta el mostrador de recepción. Todos los pensamientos acerca del caso -Sa-rah Archer, la señora McBride, Donovan Burke, el club Evolución e incluso Ernie- se han comprimido en el subsótano de mi conciencia. No queda nada de mí; soy una cáscara, una concha, todas mis facultades han cogido hace rato el tren A.

– Mi nombre es Vincent Rubio -susurro ante el empleado de recepción, un chico tan joven que podría estar haciendo prácticas para un programa de una escuela primaria- y quiero una habitación.

El chico, sorprendido quizá ante la visión de mi equipaje, mis ojos cansados y mis modales un tanto bruscos, comienza a tartamudear una respuesta.

– ¿Tiene… tiene… tiene usted…?

\o que viene después y le atajo antes de que continúe.

– Si dice que no tiene una habitación para mí -le digo y siento que mi cerebro ya está profundamente dormido, soñando, dejando que sea el cuerpo quien haga todo el trabajo-, si dice que necesito una reserva, si incluso siquiera se atreve a pensar en pronunciar las palabras «lo siento, señor», saltaré detrás de este mostrador y le arrancaré las orejas a mordiscos. Le arrancaré ios ojos y se los haré tragar. También le arrancaré la nariz y se la meteré por el ano, y más aún, me aseguraré de que nunca, nunca jamás pueda ser padre, y lo haré de la manera más horrible, perversa, aterradora que su pequeña mente pueda imaginar. Así pues, a menos que usted disfrute escuchándose a sí mismo, chillando en medio de un charco de su propia sangre, arrodillado y doblado en dos por el dolor, le sugiero que acepte mi tarjeta de crédito, me dé una llave y me diga qué ascensor me lleva a mi habitación.

Mi alojamiento en la suite presidencial es realmente encantador.

9

Si el hotel Piaza de Nueva York no está considerado actualmente uno de los mejores establecimientos hoteleros del mundo, por la presente lo declaro como tal. Si ya se encuentra en esa lista exclusiva, sugiero que se cree la categoría de la «cama más confortable» y que la cama doble -la cama tamaño emperador, la cama tamaño dictador vitalicio- en la que tuve el inmenso placer de dormir anoche ocupe su merecido lugar en el primer puesto de esa categoría.

A pesar de las numerosas heridas que cubren varias partes de mi cuerpo, no me moví ni un centímetro. A pesar de tener la cola completamente magullada, y de que los cardenales de color azul cielo nocturno contrastan horriblemente con mi verde natural, no me giré ni una sola vez sobre las sábanas. A pesar de los mulares de imágenes que ocupaban mi cerebro como pasajeros en un vagón atestado del metro, imágenes mentales que proporcionarían material para varios años de psicoanálisis, no tuve una sola pesadilla. No hubo sueños perturbadores de ninguna clase, y mucho menos de dinosaurios mutantes al acecho, y lo atribuyo todo a esa cama, esa cama maravillosa, no demasiado firme, no demasiado blanda, que aceptó los contornos de mi cuerpo y de mi mente, hechos polvo, y los acolchó en todos los lugares adecuados. Ahora sé por qué los mamíferos son tan propensos a regresar al útero materno.

Llamo al servicio de habitaciones y pido que me suban el desayuno porque creo que me lo merezco después del estrepitoso fracaso de la noche anterior. Las reglas de Vincent establecen claramente que una vez que has sido atacado en un callejón por una criatura que no puede existir según las leyes de la naturaleza, el caso en que estás trabajando triplica automáticamente su presupuesto.

El desayuno -tres huevos fritos, dos lonchas de bacon, dos salchichas, revoltijo de carne picada con cebolla, sémola, seis tortitas con mantequilla, cuatro wafles, una rebanada de tostada francesa, tres bizcochos estilo sureño, un bistec de pollo frito, un bol de nueces fritas con miel, leche entera, semidesnatada y desnatada, y zumo de naranja- es colocado en la mesilla de noche por un camarero del servicio de habitaciones llamado Miguel, y aunque considero la posibilidad de pedirle que me traiga unos cuantos aderezos de la cocina, algo dentro de mí se revuelve ante el pensamiento de chupar unas hojas de albahaca a esta hora de la mañana. Es extraño. Esto también pasará.

Una rápida comprobación de mi buzón de voz en Los Ángeles da como resultado, entre las amenazas y los ruegos de diversos departamentos de préstamos, dos breves mensajes de Dan Patterson, en los que me pide que le llame cuando pueda. Tengo cierto reparo en decirle a Dan que estoy en Nueva York porque sé que se sentirá ofendido por no haberle avisado de mi corazonada, de modo que postergo la devolución de la llamada hasta más tarde, cuando esté en condiciones de mitigarla culpa con un bocado de hierbas.

Acabo de colgar y de concentrarme nuevamente en el bol de mantequilla derretida con un montón de hojuelas cuando suena el teléfono.

– ¿Sí? -mascullo con la boca llena.