Mientras Manny y Glenda me ayudan a quitarme mi vestimenta habitual y colocarla en una fina maleta de cuero -«un regalo para mi buen amigo Vincent»-, el resto de los expertos del almacén aplican los toques finales a mi disfraz; una marca de nacimiento aquí, una arruga allá. Es un trabajo rápido, pero está acabado, y debería mantenerse durante la siguiente hora aproximadamente.
Me visto, deslizándome dentro del disfraz como si fuese un cómodo pijama. El forro interior es de polímero de seda, me han dicho, y facilita agradablemente el procedimiento. Antes de meterme en la piel vacía imaginé que sería extraño ver a través de un nuevo par de ojos y sentir a través de un nuevo par de guantes. Pero encuentro que la experiencia es comparable a la que tuve con el antiguo disfraz; un ser humano es un ser humano. Alguien me acerca un espejo, y ahora, cuando saludo, un tío regordete de mediana edad me devuelve el saludo. Cuando sonrío, la papada de un tío regordete de mediana edad se agita bajo la barbilla. Cuando bailo, me tambaleo sobre mis propios pies. Resulta perfecto.
– ¿Le gusta? -me pregunta Manny cuando hemos acabado.
– Es un trabajo excelente.
Saco la tarjeta de crédito de TruTel sin apenas echar un vistazo a la factura -¡por Dios!, más de un vistazo podría matarme-, y Manny la pasa ansiosamente por la máquina lectora.
– Señor Vincent, es un buen cliente. Vuelva cuando le apetezca.
Manny nos besa las manos, las mejillas y nos conduce fuera del almacén a través del laberinto de puertas y de regreso al local de la galería de arte. Todo el proceso no ha durado más de treinta minutos.
– ¿Quieres que te acompañe? -pregunta Glenda cuando nos preparamos para marcharnos.
– Debo ir solo. No quiero que el tío se asuste más de lo que ya lo está.
– Tal vez si me mantengo a una distancia prudencial…
– Glen, todo está bien. Puedes volver a tu trabajo.
Cuando nos alejamos de la tienda de Manny detecto un olor familiar en el aire y me doy la vuelta como una peonza para tratar de localizar la fuente. Pero con todos esos transeúntes que pasan a mi lado, muchos con su fragancia particular, es imposible identificar el origen. Un joven entra confiadamente en el local de Manny; es posible que el olor proceda de él, pero no puedo reconocer el rostro y tampoco tengo tiempo para preocuparme por ello.
Necesito direcciones rápidamente.
– ¿Central Park está…?
– AI norte -dice Glenda-. El zoológico se encuentra aproximadamente a mitad de camino en la parte este del parque. Pégate a la derecha; no tiene pérdida.
– ¡Maldita sea!, casi lo olvido… -Me vuelvo hacia Glenda-. ¿Puedes hacer una pequeña comprobación para mí?
– ¿Comprobar cómo?
– En J &T, en el ordenador.
Glenda frunce elceño.
– Vincenl, ¿piensas meterme en problemas?
– Posiblemente.
– ¿Qué es lo que necesitas? -dice mientras se frota las manos.
– Tengo una pista que dice que Ernie podría haber estado trabajando en J &T cuando estuvo en Nueva York la última vez. Me vendrían bien notas, archivos, cualquier cosa que puedas encontrar.
– ¿Ernie es parte de esto ahora?
– Podría serlo. Y aunque no lo fuese…
– Esta es precisamente la clase de cosas que te metieron en problemas la última vez, ¿lo sabes?
Un ligero reproche, un bofetón de peso pluma.
– Lo sé. Sólo un favor. Para mí, para el seeeñor Viiincent.
Tan pronto como consigo que Glenda acepte husmear en sus oficinas y llamarme para darme cualquier información que pueda encontrar, nos despedimos. Tengo quince minutos para llegar al corazón de Central Park, que está a treinta manzanas de donde me encuentro, y me dirijo hacia los altos árboles que se divisan en la distancia; el norte, creo.
Es mediodía. El sol es fuerte, e incluso a través de mi nuevo atuendo puedo sentir cómo sus rayos calientan mi delicado pellejo. Un detalle que ya he advertido acerca del disfraz de Manny es que la estructura de los poros es débil, lo que retiene dentro de la piel una considerable cantidad de humedad, en lugar de permitir que se evapore en el aire. Rezo para que este fallo no eche a perder el pegamento.
No hay ningún doctor Nadel a la vista, aunque como él debe llevar un atuendo diferente, al igual que yo, la vista no es un sentido que en este caso ayude mucho. Afortunadamente, el disfraz que he elegido está provisto de fosas nasales extra-anchas, de modo que podré captar su olor en cuanto aparezca. Creo que era una fragancia boscosa, tal vez… ¿roble? La reconoceré en cuanto la huela en el aire.
Mientras me dirijo hacia el zoológico paso junto a una impresionante exposición herbácea instalada en medio de Central Park; se trata de una serie de árboles y arbustos procedentes de diferentes lugares, y cada uno lleva su correspondiente placa, en la que se incluye el nombre, hábitos de floración y país de origen. Discretamente cojo unas cuantas hojas aquí y allá para una pequeña ingestión experimental que tal vez pueda necesitar más adelante; nunca he estado en la Guyana francesa, por ejemplo, pero si descubro que sus árboles son capaces de colocarte, un viaje será lo más aconsejable. Me siento en uno de los bancos del parque y procedo a catalogar las hojas; posteriormente me las meto en el bolsillo delantero de un chaleco bastante desagradable que Glenda eligió para mí.
Aroma a pino lustrado en una débil ráfaga de viento: es Nadel. Miro a mi alrededor y trato de localizarlo. ¿Ese punk con trazas de indio mohawk que se acerca hacia aquí? No; es humano. ¿Un padre, furioso, casi corriendo hacía mí con un crío cogido de la muñeca? Nadel no sería capaz de presentarse con un niño, ¿verdad? Pasan delante de mí; ambos son humanos, me doy cuenta ahora. El aroma permanece en el aire. Es débil pero se acentúa por minutos. Miro a lo lejos, hacia las verdes laderas del parque.
Allí: la mujer negra con pelo corto, a unos cincuenta metros aproximadamente. Lleva pantalones cortos de deporte de colores brillantes y una camiseta rosa. Es delgada. Sostiene una pequeña carpeta en las manos. El olor se hace más intenso a medida que se aproxima, y cuando miro sus ojos, se produce un momento de muda comprensión. Es el doctor Nadel.
No es una mala idea para un trabajo clandestino el cambio hombre/mujer, aunque he rechazado una oferta similar de Manny hace media hora. Los dinosaurios ya soportamos demasiadas crisis de identidad sin necesidad de preocuparnos por confusiones transgenericas. Nadel se acerca sin prisa, aunque sin demorarse tampoco; se mueve a un ritmo regular en dirección a! puente. No creo que haya mucho que discutir; probablemente pasará de largo y dejará la carpeta en el banco, del que yo la recogeré momentos más tarde, antes de marcharme del parque. Retrocedo unos pasos en busca de la seguridad que me proporciona un pequeño puente.
Súbitamente me asalta otro olor, que cubre la fragancia a pino de Nade!. Este aroma me resulta absolutamente desconocido, pero me inmoviliza y me obliga a escudriñar el parque una vez más. Nada parece haber cambiado en el paisaje circundante: gente caminando, niños corriendo, malabaristas que lanzan sus palos al aire. Ahí está otra vez: desodorante y goma de mascar; está fuera de lugar.
Una bicicleta de tándem entra en escena. Dos mujeres rubias y obesas consiguen mantenerse erguidas en el vehículo rodado, a pesar de que el centro de gravedad es increíblemente elevado. Ambas llevan en las camisetas una inscripción que dice: «Demasiado caliente para ti», y ríen sin cesar por algún chiste privado. Las dos mujeres pedalean velozmente -tal vez la velocidad resulta excesiva incluso para ciclistas experimentados-, y ia bicicleta de dos sillines recorre el parque como una exhalación. Los olores se intensifican y colisionan entre sí, y se mezclan para formar una combinación espesa, que mis órganos olfativos son incapaces de separar. Clavado en el mismo lugar, debajo del pequeño puente, me encuentro mirando sucesivamente a la mujer negra, que sé positivamente que es el doctor Nadel, y a las dos mujeres gordas en la bicicleta, que no son más que dos mujeres gordas en una bicicleta.