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Pero tengo un presentimiento.

Antes de que pueda convencer a mis piernas de que abandonen ese lugar, antes incluso de que ese pensamiento haya iniciado su recorrido por mi médula espinal, las dos ciclistas se detienen delante del doctor Nadel y, sin dejar de lanzar risitas tontas en ningún momento, frenan la bicicleta en medio del camino y bloquean su avance. Ahora pongo mis piernas en movimiento y salgo de debajo del puente. Pese al estrépito que llega del zoológico, a los niños, a los sonidos de Central Park, puedo oír botones que se desabrochan y garras que se deslizan hasta ocupar sus lugares. Las dos mujeres se han girado en los sillines y ahora montan de lado para ocultar al doctor Nadel de mi vista con sus voluminosos cuerpos. Echo a correr.

No hay un gran tumulto; no oigo gritos ni protestas airadas. No hay lucha. ¿No es así como se supone que ocurren estas cosas? Se escucha un zumbido, un golpe seco, un chapoteo y un gruñido, y en menos tiempo del que emplearon las dos mujeres en frenar la bicicleta, reanudan la marcha y alcanzan la velocidad de crucero en cuestión de segundos. Nadel yace en el suelo.

Mientras me acerco y me arrodillo junto al cuerpo de Nadel, alzo la vista y compruebo que la bicicleta ya se ha alejado por uno de los numerosos senderos que atraviesan el parque; han desaparecido entre las sombras y la multitud. Un pequeño reguero de sangre brota de un corte largo y fino en la garganta de la mujer negra, y fluye al ritmo de los débiles latidos del corazón. El olor se desvanece; el médico se está muriendo.

Un rápido corte con una garra afilada; eso fue todo lo que necesitaron. No sé siquiera cuál de las dos mujeres lo hizo. El disfraz se conserva bien debajo de la distensión provocada por la herida; apenas si puedo distinguir la piel falsa del pellejo rasgado que hay debajo, aunque quizá la sangre ayuda a disimular la sustancia adhesiva. Nadel no tiene tiempo de musitar una última confesión; los ojos ya se han puesto vidriosos y la boca se abre y se cierra como si fuese un bacalao.

La carpeta ha desaparecido.

Una pequeña multitud ha comenzado a formarse alrededor del cuerpo caído -más por curiosidad que por altruismo, estoy seguro-, pero mi obligación sigue siendo la seguridad y el eventual levantamiento del cadáver del doctor Nadel. Alzo la cabeza hacia los curiosos.

– Ella está bien; ha sido un pequeño accidente. Se trata de un desmayo. Sucede a menudo.

Este comentario apacigua a algunos de los espectadores, que optan por alejarse del lugar. Otros, sin embargo, percibiendo tal vez que se trata de algo más que de una mujer que se ha desmayado mientras corría por el parque, permanecen inmóviles contemplando la escena. Descubro a un dinosaurio entre la multitud -una joven, aroma a jazmín, probablemente Diplodocus- y le guiño un ojo casi de manera imperceptible.

– Usted, señorita, ¿cree que puede avisar a alguien para que nos eche una mano? -le pregunto directamente, y parece que ella capta la idea. La muchacha se aleja corriendo velozmente hacia una cabina telefónica, desde donde espero que avise a las autoridades adecuadas.

Mientras tanto me dedico a examinar el nuevo -y ahora inutilizado- cuerpo del doctor Nade!. Registro el cadáver en busca de alguna información que las dos ciclistas no hayan encontrado. La búsqueda no da resultados en ese sentido, pero en el bolsillo del pantalón corto descubro un llavero, y lo guardo rápidamente en mi bolsillo.

Espero a que llegue la ambulancia mientras oculto a Nadel de los curiosos y finjo que hablo con la mujer afroamericana que yace en el suelo como si aún estuviese con vida.

– Se sentirá mejor cuando haya comido algo -le digo al cadáver-. Ya lo verá.

– Dejad paso, dejad paso -dice el tío de la ambulancia cuando llega al lugar de los hechos. Viene acompañado de dos compañeros y, por su olor, son todos carnosaurios. Se acuclillan junto al cuerpo tendido de Nadel mientras hablan entre ellos. Aquí el protocolo es muy sencillo: sacar al dinosaurio y llevarlo a un lugar seguro, lejos de las miradas de los humanos. Colocan el cuerpo de Nadel en una camilla y lo llevan hasta la parte trasera de la ambulancia. La multitud, decepcionada por la ausencia de sangre, decide dispersarse.

Una vez que nos quedamos solos, el que parece ser el enfermero principal se vuelve hacia mí.

– ¿Ha visto lo que ha pasado?

– No, no lo he visto; pero estaba aquí.

– ¿Quiere explicarse?

– No tengo tiempo de explicaciones -digo-, pero puede llamarme a mi hotel esta noche.

Le doy las señas del hotel, le enseño mis credenciales de investigador privado y, discretamente, le advierto de que en el improbable caso de que el disfraz esté registrado (el mío no lo está), podría no coincidir con el dinosaurio que está dentro de él. El tío acepta mi palabra a regañadientes y se prepara para largarse de allí.

– ¡Oh, por cierto! -le digo-, tal vez tengan que buscarse a otro forense para que se haga cargo de la autopsia.

– ¿Por qué? -pregunta-. El tío de la morgue siempre ha hecho un buen trabajo con los nuestros.

– Sí, pero se ha marchado de vacaciones. Y estará fuera de la ciudad durante un largo tiempo.

No hay tiempo de cambiar de disfraces; no sé quién puede haber enviado a esos dos asesinos a liquidar a Nadel y tampoco sé si también me buscan a mí. Por el momento, lo mejor es que permanezca oculto. Estoy recorriendo los pasillos subterráneos del ayuntamiento mientras trato de encontrar alguna entrada trasera que me lleve al depósito de cadáveres. Si puedo entrar en la oficina de Nadel sin ser visto…

Pero no tengo esa suerte. Me veo obligado a entrar por la puerta principal. Wally, el ayudante del forense, se encuentra en su puesto detrás del escritorio y cabe la posibilidad de que se ponga como loco y comience a llamar a los tíos de seguridad en cuanto me vea. Sin embargo, no tengo el mismo aspecto del sujeto que le atacó hace nueve meses; soy sólo otro hombre desolado de mediana edad, y su patética nariz humana no está preparada para descubrir mi impostura.

– ¿Está…, está mi Myrtle… aquí? -pregunto entre sollozos.

– ¿Perdón?

Wally ya está confundido. Bien.

– Mi Myrtle, ella… fue una embolia, dijeron una… embolia…

– Yo…, no lo sé, señor. Eh… Permítame que compruebe el registro. ¿Apellido?

– Little.

– ¿Myrtle Little?

Wally no muestra ninguna señal de escepticismo y me resulta difícil contener la risa. La disimulo con una tos y un sollozo, y me cubro el rostro con las manos. Wally examina el registro de la morgue.

– Aquí no consta -dice-. ¿Cuánto hace que…?

– Unas pocas horas. No lo sé. Por favor…, tiene que encontrarla…, por favor…

Ahora me aferró a la bata blanca del pobre Wally, y tiro de ella en una desesperada súplica de ayuda.

– Tal vez podría regresar al hospital…

– Ellos me dijeron que viniese aquí…

– ¿En serio?

– Hace sólo un momento. Por favor, mi Myrtle…

Wally coge un teléfono, marca un número, y mantiene una breve conversación con la persona que se encuentra en el otro extremo de!a línea, una conversación que pronto se vuelve muy acalorada. Después de casi dejarme sordo con sus gritos destemplados, Wally cuelga el auricular con violencia y sale disparado de detrás de¡ escritorio con el rostro desfigurado por la indignación.

– No sé qué cono pasa en este lugar -exclama indignado-, pero, señor Little, le prometo que encontraré a su esposa.

– Gracias, joven-gimoteo-. Gracias.

Mantengo un flujo regular de lágrimas hasta que Wally desaparece tras la puerta, por el pasillo y hacia la planta superior. Luego estoy seco como un hueso y me pongo manos a la obra.

La puerta exterior no está cerrada con llave, por lo que la primera parte de mi plan resulta muy fácil. El despacho de Nadel es otra cosa y sólo consigo abrirlo cuando lo intento con la última llave que hay en el llavero. El lugar tiene el mismo aspecto que la vez anterior: ordenado, limpio, aburrido. Deposito toda mi fe en el archivador, un mueble metálico con cuatro cajones y una llave para cada uno de ellos; con esas precauciones, tal vez el interior me depare alguna sorpresa.