Vuelvo al principio, preparado para repasar la escena del club Evolución en el Betamax de mi cerebro, pero un elegante sedán Lincoln se detiene junto a mí. El asunto no tendría más historia de no ser por el hecho de que continúa avanzando a mi lado a unos escasos ocho kilómetros por hora. De ese modo consumirá una escandalosa cantidad de gasolina.
No hay forma de echarle un vistazo al conductor. Los cristales son negros, mucho más oscuros de lo que permite la ley y el buen gusto, y la identificación resulta del todo imposible. El asunto me huele mal, pero todo me huele mal. Tal vez el coche se ha averiado. Tal vez el tío se ha perdido. Tal vez el conductor simplemente está buscando una dirección y supone que, ya que voy caminando por la acera, debo de ser de Nueva York. Tal vez me he vuelto paranoico.
Pero no, no se trata de eso. Un momento más tarde me encuentro flanqueado por dos dinosaurios disfrazados con sus mejores atuendos de domingo. No son mucho más grandes que yo, pero el mensaje que estoy recibiendo de su nada suave manera de cogerme de los codos me dice que lo mejor será que les preste atención.
– ¿Quieres subir al coche? -pregunta el tío de mi izquierda, que huele a Old Spice y helio viciado. En ese olor hay algo que me resulta familiar.
– Gracias por la invitación -digo-, pero estaba acostumbrándome a caminar.
Trato de llamar la atención de los otros transeúntes para enviarles una advertencia, una señal de peligro. Pero aunque nos encontramos rodeados por los cuatro costados de los civilizados ciudadanos de la ciudad de Nueva York, ninguno de ellos me mira a la cara; todas las narices apuntan al suelo y todos los controles de velocidad están fijados al mismo paso.
– Creo que podrías disfrutar de un agradable paseo en coche.
El comentario pertenece al dinosaurio instalado a mi derecha, más grande que su compañero, pero su olor no supera una débil dosis de jarabe infantil para la tos. No resulta nada amenazador y es ligeramente afrutado.
Echo otro vistazo al sedán que avanza junto al bordillo, con sus cristales oscuros, sus relucientes tapacubos, su flamante pintura -Negro Intimidación, Color 008-, y me reafirmo en mi decisión de continuar andando. Un poco más rápido, tal vez…
Old Spice, manteniendo mi paso, me rodea el hombro con su brazo. Si yo estuviese presenciando la escena desde cierta distancia, la interpretaría como un gesto amistoso, un abrazo de camaradería y buen humor. Pero ese brazo no es tan bondadoso; el tío ha retirado el látex de uno de sus dedos y puedo sentir perfectamente la garra que rasca mi cuello indefenso. Ahora sé por qué ese olor me resulta familiar -desodorante y goma de mascar-; son los tíos del parque, los que liquidaron a Nadel.
– ¿Han disfrutado del paseo en bicicleta? -digo.
– Voy a pedírtelo amablemente una vez más -musita el asesino, y su aliento me golpea la oreja-, y después me veré obligado a meterte a la fuerza. Sube al coche.
De acuerdo, de acuerdo; subo al coche. Regla n.° 5 de Ernie: los detectives muertos no pueden investigar.
Viajamos durante varios minutos en completo silencio. El conductor, a quien no puedo ver muy bien debido a la separación opaca que aisla la parte delantera de la trasera del coche, se niega a ponerla radio. Al menos podrían entretenerme con algunas melodías. Estoy sentado entre los dos matones que me han obligado a meterme en el coche.
– Se me están durmiendo las piernas -digo.
A mis acompañantes no parece importarles. Continuamos viajando.
– Saben -digo-, todo esto me resulta bastante incómodo. No hemos sido presentados formalmente. Tal vez se han equivocado de tío.
– No, no nos hemos equivocado de tío -dice Jarabe Infantil-. No hay dos dinosaurios que se llamen Vincent Rubio y huelan a puro cubano.
Frunzo el ceño en un gesto de confusión, hasta que los músculos superciliares están a punto de explotar.
– ¿Vincent Rubio? Verán, yo sabía que aquí había una confusión. Yo soy Vladimir Rubio, de Minsk.
El más tonto de los dos parece meditar un momento, hasta que Oíd Spice ¡adra en mi oreja.
– No escuches a este tío de mierda. Es Rubio, no hay duda.
– Me han descubierto -conñeso-, me han descubierto; de modo que ahora conocen mi nombre, pero yo no conozco el de ustedes.
– ¡Oh, claro! -dice Jarabe Infantil-.Yo soy Englebert, y élesHarry…
Old Spice nos sacude a ambos en la cabeza. Yo eructo y Jarabe Infantil lanza un gemido.
– Silencio -dice, y ambos le obedecemos sin rechistar.
Todo esto sucede poco antes de que el duro perfil de la ciudad deje paso a las suaves curvas de la naturaleza. Los árboles, las flores y los arbustos reemplazan a los postes de alumbrado, los semáforos y los vendedores callejeros. Los olores cambian también, y me asombra lo vacío que huele el aire, como un puzzle de mil piezas al que le faltan seis cruciales. Hace tiempo que no me alejo de una ciudad -Los Ángeles, Nueva York, o cualquier otra- y siempre me siento un poco desorientado por la ausencia de ese picante olor a contaminación ambiental. De alguna manera, es un faro que me señala el camino a casa, una señal que me conduce a la tierra que amo.
A medida que nos internamos en el campo, Oíd Spice busca algo debajo del asiento que hay delante de él y saca una bolsa de compra de papel.
– Póntela en la cabeza -me dice, y me entrega la bolsa con las asas por delante.
– Debe estar bromeando.
– ¿Te parece que estoy bromeando?
– No lo sé -digo-, sólo hace media hora que nos conocemos.
– Y no me conocerás durante mucho más tiempo a menos que te pongas la bolsa en la cabeza.
Resulta evidente que este tío nunca ha oído esa máxima que dice que puedes coger más moscas con miel. Mis piernas siguen dormidas.
Me coloco a regañadientes el improvisado sombrero, y todos esos bonitos árboles desaparecen de golpe. Al menos aún conservo mi sentido del olfato.
– Casi lo olvido -gruñe Old Spice.
Oigo que busca algo en sus bolsillos, y me llega el sonido de monedas y llaves, y un momento después, coloca algo en mi mano izquierda. Paso los dedos sobre el pequeño objeto, tratando de discernir su forma: largo y fino, dos lados, ambos de madera, unidos por un alambre retorcido, con la forma de la boca de un cocodrilo, sólo que sin los dientes. Un extremo se abre cuando se cierra el otro haciendo presión…
– Colócasela -le dice Old Spice a su compañero-. Que quede bien sujeta.
Con una bolsa de papel de Bloomingdale cubriéndome la cabeza y una pinza para la ropa en la nariz continuamos nuestro viaje por el campo alejándonos de Nueva York, o eso supongo. Con mis dos mejores sentidos temporalmente fuera de servicio, podríamos haber girado y emprendido el regreso a la ciudad sin que yo me enterase de nada. Mi sentido del tiempo también comienza a debilitarse: el resto del viaje podría durar una hora o un día, y yo no tendría ni la más remota idea. Sólo espero que una vez que me hayan quitado la bolsa de la cabeza no me encuentre en Georgia, donde puede haba-una orden de detención a mi nombre… No pregunten, no pregunten.
Mis oídos, sin embargo, no han sufrido ninguna restricción, y después de algún tiempo alcanzo a oír un suave ronquido que procede de mi izquierda; al principio resulta bajo, pero aumenta poco a poco su volumen. Old Spice se ha dormido, y pronto se enterará todo el mundo. Un poco más tarde, el coche reduce la velocidad y se oye el inconfundible sonido de tres monedas que se deslizan en un contador automático. El coche vuelve a acelerar.
Diez minutos más tarde oigo el mugido de una vaca.
Cinco minutos después de eso, el intenso olor de los montículos de tierra y basura consigue atravesar la barrera de la pinza para la ropa, se adentra a través de mis fosas nasales y golpea con fuerza en el centro de reconocimiento olfativo del cerebro. Los ojos se me llenan de lágrimas y jadeo involuntariamente, lo que provoca que Old Spice salga de su letargo -sus ronquidos se han convertido ahora en bufidos, estornudos, un desfile de sonidos de tienda Todo a Cien- y vuelva a ajustar la pinza para la ropa en mi nariz, de manera que quedan eliminados los últimos vestigios de pestilencia.